Al entrar en casa encontré a mi madre sentada en una silla del salón. Sobre la mesa había papeles, planos. Levantó los ojos y me dijo: «Vamos a ir al pueblo de la abuela la semana que viene. Quiero tratar de vender la casa…» «¿Y luego?», pregunté alterada. «Luego iremos a otro sitio, lejos de aquí.» «Pero ¿a qué sitio?», casi grité. Me miró y sonrió pero yo estaba segura de que hacía un gran esfuerzo para mantener la sonrisa. «No lo sé», dijo. Y me atrajo hacia sus brazos abiertos. Aplastada contra su blusa le pregunté en un susurro: «¿Iremos el domingo a casa de Amelia? Sus padres nos han vuelto a invitar.» La respuesta llegó como una liberación: «Claro que iremos…»

Iba más arreglada que otras veces. Llevaba el pelo muy bien peinado y se había puesto unos pendientes de la abuela, unas bolitas de oro labrado sujetas a un colgante. Vestía un traje de seda negro que nunca le había visto. Se me quedó mirando y esbozó una sonrisa: «Es el traje de mi boda. Mira, todavía me vale…» Estaba guapa mi madre, y yo sabía que lo había hecho para complacerme. Nos fuimos las dos, cogidas de la mano, carretera adelante y yo le iba explicando por el camino lo simpáticos que eran los padres de mi amiga y lo bonita que era la casa y lo bien que lo íbamos a pasar. «Ya lo sé, me lo has dicho mil veces», dijo mi madre. Pero lo dijo alegre, sin ningún tipo de reproche. Y cuando alcanzamos la entrada, se detuvo un momento en la cancela y me apretó la mano con fuerza. La madre de Amelia salió a nuestro encuentro y mi madre y ella se dieron la mano un poco forzadas, como si no supieran bien qué hacer. Enseguida salió Amelia y detrás de ella asomó la cabeza de una niña morena, con un enorme lazo blanco. Se agarraba a la falda de Amelia y se escondía a su espalda. Amelia la obligó a salir cariñosamente y nos dijo: «Es Merceditas, la hija de un amigo nuestro.»

Entramos en el salón y nos llegó el rumor de una conversación que se interrumpió bruscamente. Los dos hombres se levantaron de sus butacas. «Octavio Guzmán», dijo el padre de Amelia, señalando al viudo con su mano extendida. Y luego cogió una mano de mi madre y la estrechó efusivamente entre las suyas al tiempo que decía: «Bienvenida, Gabriela.» El viudo inclinó la cabeza con un reverencioso saludo. La luz del jardín entraba por la ventana del fondo y dibujó el perfil de los dos, mi madre y el viudo que permanecían de pie uno frente a otro. Los dos enlutados y rodeados de un halo luminoso que destacaba aún más la negra envoltura de sus trajes.