La cuarta se salvó, repite en su interior. La cuarta se salvó.

– ¿Y cómo se llama ella?

– Dulce.

– La regalona, ¿verdad?

– Tanto así que cuando se paró por primera vez para caminar, mis padres la volvieron al suelo para que siguiera gateando.

– ¿Y tus hermanos?

– Luis, Juan y Manuel.

– ¡Qué discriminación! ¿Y te gusta llamarte así? -insiste Patricia.

– Si el nombre nos determinara -suspira Floreana-, preferiría no tener nombre de isla.

Su interlocutora la mira con ironía. Pertenece a la cabaña de las intelectuales.

– ¿A qué te dedicas? -pregunta Floreana.

– Soy socióloga.

– ¡Ah!

– ¿Eres casada? -le pregunta Patricia a su vez.

– Ya no. ¿Y tú?

– Tampoco -dice Patricia-. Lo fui.

Y como Floreana advierte que en este lugar todo se puede preguntar, lanza su curiosidad como si tal cosa:

– ¿Y qué pasó?

– Nada -contesta Patricia con toda naturalidad-. Mi primer marido fue como todo primer marido: una lata. Cumplió su papel y yo el mío. Después, empezó la vida -y ensarta el tenedor en su pedazo de cordero, despachando a Floreana.

Para Dulce, recuerda Floreana, el encanto constituía una profesión en sí misma, como tal vez la irreverencia para Patricia. Mira su plato. No quiere comer cordero. Su estómago le avisa cierta inquietud. La sangre de las veredas no se borra. Queda impregnada en las calles. No se limpia sino hasta pasadas muchas lluvias.

8

El humo y la bruma se confunden cuando comienza el invierno en la isla. De día, las siluetas se diluyen en el fondo verde oscuro y en el gris del atardecer; por la noche no se ven, porque no se ve nada de nada… a menos que las estrellas se apiaden de los mortales venciendo a las nubes. Llueve mucho en el invierno de la isla, las nubes parecen ariscas ante cualquier voluntad que no sea la propia.

De colores difusos, las personas del pueblo se escurren hacia el interior de sus corazones y de sus casas siempre bajas cuando comienza el invierno, pero aun así nadie acostumbra excluir a nadie de la intimidad. Los braseros y las estufas arden a la espera de quien los comparta, y enormes ollas con agua nunca terminan de hervir sobre sus lomos. La lana lo cubre todo: cuerpos, camas, manos, sillas; las palmas y las cabezas de hombres y mujeres comprueban la sensatez de las ovejas. Viven en el interior por la irrupción de la lluvia, pero ellos han coexistido durante siglos con el agua. Ya saben llamar al calor; lo invitan y, una vez llegado, lo amansan. El deseo vehemente de cada habitante de esta isla es ocupar junto a otro la cama de la noche; es demasiado triste dormir solo y despertar al hielo. No, las camas de a uno no son carnavales cuando se descuelga el interminable invierno. Las papas siempre en el fogón, los chicharrones, los mariscos, la harina y la chicha de manzana que se ha guardado del verano, nutren esa energía que el frío no consigue arrancar porque el calor, efectivamente, se apaciguó en el adentro gracias al alerce y sus tejuelas que velan por expulsar la humedad, grises de lluvia hoy aunque un día fueron rojas. El barro ablanda caminos y huellas y el viento hace de las suyas, con el solo obstáculo de las ramas de los mañíos, los cipreses y los canelos; los hombres no molestan al viento, caminan inclinando hombros y cabezas para que no los haga bailar. Si alguien cree que en el invierno del pueblo la naturaleza no cesa de llorar, se equivoca. Es sólo el agua que, como si el mar no hubiese bastado, se enamoró del lugar.

Estos comienzos de invierno son los que han recibido a Floreana. El Albergue es sobrio pero no es precario. Firme como un castillo de piedra, el viento no lo mece ni lo atraviesa la lluvia. Floreana está segura.

Ha desafiado su propia descripción de sí misma con esa impetuosa visita al policlínico. Segura en ese momento de que sus sentimientos eran pulcros, le entregó a la enfermera los paquetes de cigarrillos Kent. Son para el doctor, le dijo. Cuando la enfermera le preguntó si deseaba hablar con él, ella salió casi corriendo. No se detuvo hasta llegar al comienzo de la ladera. Allí respiró y fue como encontrarse con su propia persona de visita, mirándose sin reconocerse. ¡Dios de los cielos, mi desmesura! Pero reunir las energías para subir la colina era ya trabajoso en sí mismo, y en aquel esfuerzo postergó, como otras veces, la reprimenda que creía merecer.

El cementerio del pueblo, con sus tumbas mirando al mar desde lo alto, indiferente al estampido de las olas, se halla a medio camino de la subida. Majestuoso el paraje, humildes las moradas finales. A Floreana siempre le ha gustado visitar los cementerios en los lugares a los que llega, piensa que siempre entregan claves sobre sus habitantes. Se interna por la pequeña senda para acudir a esta primera cita. Entre las cuatro y media y las cinco se marca el inicio de la tarde para Floreana en estos días. Son las cuatro, aún es temprano.

Algunas lápidas se acuestan sobre la tierra, otras se yerguen sin altivez. Ausente el mármol, las hay construidas de piedra y otras de simple madera. Apegando su manta al cuerpo, Floreana pasea entre los nombres desconocidos con sus fechas lejanas o recientes, y las flores marchitas, inevitables. Piensa en cuan hermosos son los pequeños cementerios de los pueblos y elige un montículo de arena rodeado de maleza larga, el lugar idóneo para sentarse a mirar el mar. Fija los ojos en la línea del sol.

La reprimenda, ya, que venga. Total, no ha pasado más de un mes desde la tarde aquélla, en ese café.

Una ranura en la conciencia: Santiago.

Floreana detesta esperar. La irrita que su ritmo interno no coincida con el del mundo. No sabe qué hacer en el café. No desea ser percibida como la que espera, que la olfateen como a una hembra y detecten ese desajuste. Prende un cigarrillo y fingiendo encontrarse allí por casualidad, decide ocuparse de otra cosa. Pide el primer café, luego saca su agenda de la cartera y mira muy concentrada alguna anotación.

Aprovecha de prepararte, le dice la voz interna, has salido muy arreglada, gastaste un buen tiempo moldeando tu apariencia, hasta la distribución de las gotas de perfume fue exacta, pero se te olvidó prepararte: ¿qué táctica vas a usar? Mierda, responde la otra voz -las mujeres suelen tener dos voces-, ¿por qué debo tener una táctica?, ¿es que no puedo asistir a una simple cita sin cálculo? Se responde: ¿has olvidado en qué mundo vives?; ya nadie se enfrenta a nadie sin un mínimo diseño. ¿Y qué diseño necesito?, su segunda voz suena más bien humilde. La otra, segura: una estrategia de poder, aunque sea simple; de eso se tratan hoy las relaciones. Además, él está atrasado; tú nunca habrías llegado tarde…

Pobre, ¡cómo vendrá de angustiado con la tardanza, se quedó atascado en un taco, no ha tenido dónde estacionar, debe venir agitadísimo! Y yo, relajada, no he necesitado caminar más de un par de cuadras. No tengo oficina ni jefe que me requieran a último minuto, a nadie le importa a qué hora me levanto de mi escritorio.

Ya, Floreana, no seas tonta justificándolo así: si para él fuera importante la cita, habría tomado las precauciones.

La palabra táctica queda rondando en sus contradictorias percepciones. Ella no traía ninguna y de pronto se sintió mal equipada. Bebe un sorbo de su capuchino y trata de concentrarse. Mierda, estoy desarmada.

Media hora de atraso. ¿Será humillante esperarlo un poco más? ¿Cuánto es el tiempo razonable, lo decente, que una mujer espera a un hombre en un café? Nadie le enseña a una esas cosas. Lo peor es intuir que él de verdad ha tenido algún problema inmanejable y por dignidad, por mera dignidad, verme obligada a partir… En realidad, debe ser feo esperar más de media hora.

Anota algo en su agenda, que la crean ocupada, que nadie sepa que está esperando mientras suplica, por favor, que no me postergue esta cita, que no me llame esta noche para aplazarla, ya no es un problema de sentimientos sino de producción, no resisto la idea de arreglarme de nuevo, de elegir hasta los calzones, de volver a fijar un sitio, de volver a llegar antes que él, de enredarme una vez más en estos nervios anticipatorios.

Debo parecer patética. La primera voz, más ronca y asertiva, le murmura: eres patética. Te han dejado plantada.

Fue efectivo: la dejaron plantada.

Floreana esperó una hora, una larga hora, y él no llegó.

Al retirarse, sólo atina a identificarse con aquélla que su almita arrastró por el fango.

9

Inobjetable la hermosura de su rostro: tendida esa noche en la alfombra de la salita común, con el licor de damasco en la mano y su largo pelo alborotado, Angelita hace su relato.

– Lo peor de todo es que vivo entre dos aguas y no distingo bien cuál es la mía. No soy, en el fondo, una de ustedes. No sé a qué categoría pertenezco -lo dice con delicadeza, mirando una por una a sus tres compañeras de cabaña.

La pieza se ha convertido en una sola y densa humareda azul. Cada vez que la conversación se pone «intensa», las cuatro encienden un cigarrillo tras otro…

– Es el impulso de la antigua mujer, la que cabalga entre dos caballos y se ha quedado al medio, sin identidad muy definida. No se atreve a acelerar, por razones casi ancestrales, pero intuye que el freno no la lleva a ninguna parte -murmura Constanza, vestida entera de gris perla. Está sentada en una de las sillas y reclina su cabeza sobre el brazo que apoya en la mesa del desayuno.

– Me da la impresión -dice Toña- de que las mujeres del mundo popular lo han resuelto mejor que las pitucas, han avanzado más. No se dejan embaucar así no más. Con o sin conciencia, ellas tienen bastante propiedad sobre sí mismas, la vida las ha obligado a echarle para adelante con todo. Miren a Aurora, por ejemplo -Toña está sentada con las piernas cruzadas en el suelo y Floreana la imagina, por su posición y su cara tan pintada, como un jefe indio-. Para mí, Aurora está a la vanguardia con respecto a Angelita.

– Eso yo creo que habría que discutirlo más -opina Constanza.

– ¿Y cómo llegaste tú aquí? -le pregunta Floreana a Angelita, temiendo perder el hilo anterior.

– Por sugerencia de mi sicóloga. Al principio me miraron raro, debo reconocerlo.

– ¡Obvio! Todas pensamos: ¿qué hace aquí esta mujer tan linda y tan elegante? ¿Qué problema puede tener? -Toña imita a una mujer censuradora.

– Mi problema es que siempre me encantaron los hombres de mala reputación, hasta que me casé con uno -Angelita sonríe-. Era un sol, un verdadero Adonis. Su olor siempre fresco me fascinaba. Le entregué mi devoción absoluta. Él pensaba que mi belleza (por favor, no me crean pretenciosa, lo decía él) era la única justificación para que yo estuviera en esta tierra, la única.