La nuera no quería al niño, nunca lo quiso, les había explicado doña Fresia. Cuando llegó el momento del nacimiento, fue a parirlo a la letrina; lo botó ahí mismo y se arrancó. Por cosa de Dios, dijo doña Fresia, la habíamos recién limpiado y la guagua se mantuvo ahí hasta que los niños sintieron su llanto. Doña Fresia recogió a su nieto del pozo, lo aseó, lo salvó de morir. Pasaron ocho años hasta hoy, cuando la verdadera madre volvió a buscarlo.

Se me fue mi niño. Esas palabras palpitaban en el corazón de Floreana. La imagen de José, su propio niño ya crecido, le golpea la cara como un aguacero. También la de Emilia, su sobrina del alma, la hija de Isabella que siente tan suya. Y envuelta en los resplandores de esos dos rostros, probablemente los que más ama, llegó sin darse cuenta a la puerta del policlínico.

El policlínico está situado al final del pueblo, a la orilla del mar, en una especie de prolongación de la tierra firme que parece falsa por alzarse allí la única construcción que se sale de la ordenada línea de la ribera. Es una casa antigua, de construcción chilena. En estas tierras los adobes del Valle Central se transforman en tejuelas. Cuatro vigas anchas sujetan un largo corredor, y la casa está entera pintada de color café, sólo las ventanas son amarillas. Dos cipreses bien torneados esconden alguna construcción hacia el costado izquierdo mientras un gran manzano antecede a la casa. Y tras él, una gruta con la Virgen, diseño de algún Gaudí local, de piedras pintadas entre blanco y celeste, formando una rara estructura, un triángulo triste que casi llegó a ser rectángulo. La Virgen moldeada en cerámica tiene unos alucinados ojos de loza. Siempre hay muchas velas prendidas a sus pies.

La enfermera pidió excusas, un paciente muy enfermo había recién entrado a la consulta, ¿no le importaría esperar un poco? Alcanza a ver, a través de la puerta de la oficina del doctor, un ventanal hacia el mar que le regala la más privilegiada vista de la isla. A la derecha, el pequeño faro que ella ha divisado muchas veces desde la colina, y a la izquierda, escondida, una caleta, una pequeña hendidura de agua con botes, gaviotas, pescadores y redes. La enfermera le ofrece asiento. Inquieta, Floreana opta por pararse frente a la ventana de la sala de espera, dándole la espalda al quehacer de este pequeño hospital y a los olores que de él emanan, entre químicos y humanos, olores que la trasladan a recuerdos que quiere evitar a toda costa. Trata de concentrarse en doña Fresia, pero se entromete su propio hijo sin que su voluntad lo llame. Él está bien, se repite Floreana, está con su padre que es toda su dicha, no debo alterarme. Le va a escribir a Emilia; la única carta que ha recibido hasta ahora venía de ella.

Si el tiempo de espera fue corto o largo, no lo supo. Abandonó su postura sólo cuando una voz masculina se convirtió en silueta. Le costó distinguir sus rasgos, obnubilada por la luz de la ventana. Sólo resaltaba el blanco de su delantal de trabajo.

Apenas un instante transcurrió entre explicarle que Elena lo necesitaba, lo de doña Fresia y la inyección, y que él estuviese listo:

– Vamos en el jeep, es más rápido.

Mientras él manejaba, sin mirarla preguntó:

– ¿Eres la misma del almacén?

– Sí.

Un silencio corto.

– ¿Tú me mandaste los cigarrillos?

– Sí.

Entonces él apartó la vista del camino y la dirigió hacia ella. Floreana se ruborizó. ¡Cómo le gustaría sentirse misteriosa! Es más, siempre temía que en la aproximación un hombre le descorriera el primer velo, el segundo, y todo quedase ya a la vista. Y tampoco tenía la fuerza, aunque su anhelo fuese tenerla, para sujetar sus velos al cuerpo, y que ninguna desnudez probara lo fácil que era conocerla. A Floreana le gustan las mujeres reservadas, como Elena o Constanza, y en su propio desorden ella dice siempre lo primero que se le viene a la cabeza, entrega información sin esperar a que se la pregunten.

– Muchas gracias -es todo lo que él dice.

– De nada -es todo lo que dice ella.

Las manos de él sobre el volante son el objeto de la atención de Floreana. Quizás escribirle a Emilia, cómo esas manos podrían ser las del personaje de un gran lienzo: inventar al personaje a través de unas manos.

Es un improbable día de sol a comienzos del invierno en la isla.

Habiendo caminado desde la casa de doña Fresia al policlínico por la huella peatonal, el recorrido del jeep le resulta desconocido. En una curva, ya a la salida del pueblo, la mirada de Floreana encuentra sorpresivamente una caleta de la cual ignoraba toda existencia, un lugar donde se juntan desde lejos el mar y la tierra, en una imagen casi bendita. Los botes de colores chocan con el azul rotundo y los pescadores no parecen parte de los cerros sino del generoso verde que se instala con respeto a unos metros del agua.

– El Creador hizo esto cuando estaba descansado, seguro que fue en un día domingo -comenta en voz alta.

– Probablemente -responde Flavián-. Porque no cabe duda de que este paisaje está pintado por la mano de Dios.

Es todo lo que se han dicho cuando llegan a la casa de doña Fresia.

Más tarde Floreana analizará lo sucedido: el personaje que manejaba el jeep en hosco silencio, el que ignoraba el gesto de una mujer que sin conocerlo le lleva una ofrenda, el que no le preguntó ni su nombre, ése no era el mismo que atendió a doña Fresia. La visión del doctor acogiéndola, mientras la tomaba por los hombros, mientras la inyectaba, mientras le daba consuelo, hablaba de dos personas diferentes. Quizás escindidas. A él los fuertes no le interesan, concluirá, él ostenta un tipo de gentileza, de amabilidad, como sólo se detecta en el que está acostumbrado a tratar con los débiles y sufrientes.

«…desde las terrazas, a los dos costados de la casa grande, todas nos inundamos de mar: el Pacífico, anegados los ojos de Pacífico. La casa es azotada por los cuatro vientos, y me pregunto si no será éste el único lugar adonde llegan todos los vientos. Desde esas mismas terrazas la vista alcanza una gran extensión. De frente veo la tierra con sus cerros y praderas, y de lado veo el mar. Todo bulle de verde y de azul. Diviso el pueblo, se alza graciosa la torre de alerce gris de la iglesia, y su pequeño faro al lado del policlínico parece de juguete.

»Estoy rodeada por mujeres, todo tipo de mujeres. Viejas y jóvenes, ricas y humildes, hermosas y feas. Cuando llegaron estaban tristes. No todas tienen el espíritu de abandono que yo les supuse. La honda desolación no pasea por los corredores excluyendo a sus protagonistas del mundo viviente.

»Todas hacen conjeturas sobre la fortuna del padre de Elena y esta construcción. ¿Cuánto significó para el padre? ¿Por qué lo hizo todo tan perfecto, si después lo iba a abandonar? Elena me cuenta que ella pensó en distintas alternativas. Un convento fue la primera iluminación. Pero no, me dijo, creo en todos los dioses, no en uno solo; tampoco creo en el sacrificio inútil del cuerpo. Tampoco un refugio, nadie debiera tener que esconderse por acciones cometidas, salvo los criminales. Ni convento ni refugio, por eso lo llamó Albergue: un lugar de acogida.

»A ella le gusta definir su actitud frente a sus posibles huéspedes con una palabra religiosa: una actitud ecuménica.

»Acoge a sus invitadas de acuerdo a una estricta escala de sus padecimientos -que sólo ella conoce en su total dimensión- y con rigurosa prescindencia de sus orígenes sociales, status económico o procedencia geográfica. (A veces me pregunto si me habría aceptado de no ser por Fernandina.) Para algunas hace funcionar la fortuna de su padre como una generosa fundación; a las que pueden pagar les aplica los estrictos precios del mercado. Cultiva la tolerancia y el pluralismo que los avatares de su propia vida la han llevado a abrazar. Con nada se escandaliza, los lenguajes y modos de cada una son respetados por ella: convive con todo y con todas.

»Ella se hace cargo de nosotras. Su meta es sanar a las mujeres, no cambiarlas, pero es el consuelo que aquí lava heridas lo que lleva al cambio, y ese consuelo lo sientes sólo por ser acogida, sin juicio, sin un reproche. Dulce huésped del alma, como dice el rezo. La falta de exigencia en cuanto a papeles que representar lleva lentamente a la reparación. El recogimiento en esta casa me parece medieval y me recuerda la misericordia. Existen algunas cláusulas rigurosas de conducta: la falta de alcohol, la hora obligatoria de silencio a las seis de la tarde, el trabajo manual, la hora de ejercicios corporales a las nueve y media de la mañana (los hacemos todas juntas en el salón grande), la atención diaria a la naturaleza: cuando no llueve vamos a los bosques, he aprendido a reconocer las maderas, las hojas de los árboles. A veces esos bosques no son bosques sino árboles abrazándose. Existe también, antes de la comida, una hora y media de conversación (todas debemos participar al menos una vez por semana). Allí aparecen imágenes tan desgarradoras como divertidas. También tenemos acceso a terapia individual con Elena, y para ello hay que pedir una hora.

»Creo, Emilia, que lo que cura es el goce de la soledad y, a la vez, de sentirnos tan acompañadas. De vernos a nosotras mismas en lo más primario. Definitivamente, se respira un aire de otros siglos, siglos del pasado que deben haber sido más humanos.

»Es difícil creer que Elena no haya vivido siempre en esta casa, parece tan integrada a este espacio. Desprende un alto sentido de su propia presencia. Intuyo que nunca debió andar en los asientos de atrás de los autos. ¿Has pensado, Emilia, que las mujeres se dividen entre las que espontáneamente se suben a los asientos delanteros y todos se lo respetan, y las otras, como tú y yo, que andan en el asiento de atrás?

»Y esto de Elena se percibe tanto aquí como allá abajo, donde se ha ganado todo un lugar. Una vez al año invita a las diversas autoridades del pueblo a un almuerzo, al que también llegan los diputados de la zona -deben ser amigos de Fernandina, aún no los conozco-, y cuentan que desde el alcalde hasta el cura se preparan con entusiasmo para este acontecimiento. Las mujeres prestan distintos servicios al pueblo; como Rosario, que es abogada y da consejos legales, o Ana María, que es asistente social y explica las formas de acceder a beneficios estatales que aquí ignoran. Te ilustro con el ejemplo de la señora Rosa: está emputecida porque el proyecto para regularizar los títulos de dominio es para «jefas de hogar». Ella tiene marido, lo que le impide entrar en esa categoría. Anda furiosa por tener marido, dice que no le sirve para nada y no puede resignarse a demorar el título por su culpa. Rosario ha tenido que explicárselo veinte veces. Lo claro es que le importa mucho más el título de dominio que el marido.