– Inconscientemente, sí. Claro que ninguno de los dos lo habría reconocido. No sé cómo empezó a excitarse conmigo. La primera vez que nos acostamos, él estaba aterrorizado. Me dijo que no sabía nada en materia de amor. Prometí enseñarle, disimulando lo poco que sabía yo, aunque muy pronto me di cuenta de que a pesar de la pobreza de mi vida sexual anterior, él era efectivamente mucho más ignorante que yo. Vomita cada vez que se acuesta conmigo, al eyacular. Se descompone de amor y de rabia.

– ¿Vomita? Pero, Constanza, ese hombre te tiene pavor… Jamás había oído algo semejante.

– El mismo no podía explicarme por qué, y yo me angustiaba. Imagínate cómo me insegurizaba: ¿quería decir que verme, tocarme desnuda, le daba asco? Me volvía loca de desconcierto. Creí que nunca se iba a atrever a contarme qué le pasaba. Hasta que hubo una noche rara, especial. Estábamos en Singapur, en un antiguo hotel inglés, el Raffles, que es como de sueño, un lugar que te transporta, no sé, a la India del siglo pasado. Creo que influyó que estuviera tan lejos de nuestra realidad cotidiana.

– Sí, yo también he comprobado en carne propia que en el extranjero los hombres se sueltan.

– Y nosotras también… Esa noche, otro miembro del directorio, joven y bastante buenmozo, le confesó en medio de una especie de borrachera que estaba enamorado de mí y le pidió consejos sobre cómo abordarme. Esto lo volvió loco. La sola idea de imaginarme en manos de ese hombre le desató tal angustia (el otro no sólo era más joven sino que además estaba disponible) que tuvimos un encuentro sexual desenfrenado. Y a la hora de vomitar, ante el miedo de perderme, tomó la decisión de hablar conmigo. Allí me contó esta historia. Fue un puro acto de pasión.

– Y de confianza.

– Sí, o mejor dicho: a mí me quiere, a pesar de sí mismo. Me ama siempre que me vomite. No puede quedarse con el amor adentro.

Constanza se cubre el rostro con sus manos cuidadas.

– ¡Qué horror lo que te he contado! Debe ser el Albergue…

– Sabes muy bien que te entiendo…

– Sí, sí, lo sé… -el delirio ha emergido abruptamente a la superficie, sofocado de tanto esconderse.

Se pone de pie. Parece fatigada, como oscilante, sacudida. Una hoja de otoño a punto de ser aplastada por una inminente pisada.

– Perdóname, Floreana… Déjame caminar un rato sola.

Olvida la alpaca blanca y se va en dirección a los cerros que resguardan la caleta. Floreana recoge el poncho, se lo cuelga sobre los hombros y se queda mirando a los pescadores. Debe dejarla tranquila. Constanza ha descubierto en sí misma el salvajismo de una forma de franqueza vivida por primera vez.

Yo también pillé a mi madre, aunque no fue tan brutal, piensa, mientras por una estrecha fisura de su mente se cuelan imágenes olvidadas. Cursaba uno de los últimos años de colegio y había una reunión con alumnos y apoderados en su curso. Cuando ésta terminó, Floreana caminó al paradero de buses, frustrada por la ausencia de su madre. Entre el colegio y el bus, en una esquina, se situaba un pequeño pub, tranquilo y oscuro, que ella ya no veía por el hábito de pasar cada día frente a él. Floreana nunca se ha explicado qué la impulsó a mirar para adentro. Allí estaba su madre, en una pequeña mesa, tomada de la mano con un hombre. Salió disparada, por el terror de que la hubiesen advertido. Su madre llegó al hogar casi a la misma hora que ella, como si viniera de la reunión. ¿Supuso que le guardarían las espaldas?

Esa noche la alcanzó en su dormitorio y la vio frente al espejo del tocador, observándose minuciosamente. Ignoraba -era evidente- que su hija la había visto. Floreana la abrazó por la espalda y le preguntó qué ocurría.

– Me siento indigna.

Y no hubo más palabras.

Al día siguiente, a la hora de la siesta, Floreana presenció cómo se acurrucaba contra el cuerpo de su marido, que leía en el gran sofá del escritorio. Ella copiaba unas definiciones de la enciclopedia; pensó que su mamá dormía, pero al volverse vio que sus ojos estaban abiertos, fijos y grandes. Floreana recordaría siempre lo que detectó en esos ojos: miedo.

Caminando sola de vuelta de la caleta, siente cómo cada día el manto de la noche cubre tantas cicatrices en el Albergue. ¿No estará ella a tiempo de destapar sus propias espaldas?

13

– ¡Qué grupo de escépticas! -les dice Elena, ella que ha confiado en el amor justo y equilibrado-. Bueno, mujeres, yo me voy a la cama-sonríe, despidiéndolas luego de la sesión de Clásicos del Cine que han visto en televisión-. Pero, antes de retirarnos: ¿quién me va a acompañar mañana a la ceremonia con el ministro?

– ¡No cuentes conmigo! -se apresura Patricia-. Ya he cumplido con mi cuota después de la convivencia con el cura. ¿Sabías, Floreana, que cada tanto el cura llama a Elena para recordarle que somos sus feligresas? Alguna de sus mujeres será creyente, pues, señora, le dice. Y ella, para quedar bien con las estructuras, nos obliga a aparecer en la iglesia. ¡Y la última vez me tocó a mí, que soy completamente atea!

– Una plegaria no te hará mal -se ríe Elena.

– ¿Plegaria? Bonita palabra -ajusta, como siempre, la colorida ruana a su cuerpo-. No necesariamente debe ser para Dios, ¿verdad?

– No. Puedes someterte a un momento de humildad y pedir por algo. Por todas nosotras, por ejemplo.

Floreana se ofrece para acompañar a Elena al día siguiente. Constanza, aunque no simpatiza mucho con el actual gobierno, dice que también irá.

– Con dos me basta -dice Elena-. Y como Floreana y Constanza tuvieron la gentileza de ofrecerse, las demás se quedarán con las ganas. Les aviso que tienen preparado un curanto. ¡Ustedes se lo pierden!

Al llegar a la cabaña, encuentran el estar vacío; Toña y Angelita no están a la vista.

– ¡Qué raro! -comenta Constanza-. ¿Dónde se habrán metido?

– Deben estar de visita en otra cabaña, o habrán salido a caminar.

– ¿A esta hora, con tanto frío?

Floreana se dirige al baño, abriendo la puerta. Ve a Angelita desnuda dentro de la tina. Sus hermosos pechos sobresalen entre la espuma y el vapor mientras Toña, hincada en el suelo, le frota la espalda con delicadeza.

– Perdón -se excusa Floreana.

Toña se sobresalta y se apresura a dar explicaciones.

– Perdonen ustedes. Ocupamos la tina sin pedirla. Es que se demoraban mucho y Angelita tenía frío.

– Úsenla todo lo que quieran, siempre que me permitan lavarme los dientes -grita Constanza desde su dormitorio, empezando a desvestirse-. Lo que es yo, estaré durmiendo dentro de diez minutos.

Ya en su cama, Floreana arremete consigo misma. Le ronda la discusión en que se trabaron después de la película. Se pregunta si estará tan enajenada como para que Hollywood, con Cleopatra -la superproducción por antonomasia-, la deslice hacia disquisiciones anémicas.

Analizando a Marco Antonio y Cleopatra, no puede dejar de pensar en el amor actual, en el diminuto instante inmerso en el vivir, como diría Silvio. Tras la primera noche de amor, Cleopatra le dice a Marco Antonio que a partir de ese momento no debe temer ni tenerle celos a César. ¡Por una sola noche…!, se dice Floreana, incrédula. Igual él se casa después con Octavia: razones de Estado. ¡No se puede creer ni en las más altas pasiones! O si se cree en ellas, ¡miren el fin de Marco Antonio! Toda su vida rota por el amor de Cleopatra: poder, honor, voluntad… ¿Valdrá la pena un amor de ese tipo?

– Y ella le perdona todo -había comentado Patricia.

– Tiene que ver con el deseo satisfecho. Siempre hay que relacionar esa idea con las conductas aparentemente inexplicables -descifra Constanza con su cara de mujer inteligente-. Cuando un deseo profundo ha sido satisfecho, una mujer perdona. Si no ha sucedido así, ¡no perdona nunca!

Se quedaron todas calladas. Es probable que cada una evaluase de cuánta satisfacción se ha beneficiado. Y cuánto ha perdonado.

Una vez que se entra en el sexo, no hay vuelta atrás. La piel, al exponerse entera, exige deberes y derechos que en horas anteriores no existían, medita Floreana, deseosa de gritarlo de una vez: ¡yo soy mala para la cama!, ¿me oyen? ¡No soy Cleopatra y habría dado mi vida por serlo! No hay magia alguna que resista la embestida de un ser ansioso. Del sexo a la ansiedad hay un paso. El sexo es el puente que no debe cruzarse; si una lo hace, automáticamente pierde el poder.

– ¡Es lo más anticuado que he oído en mi vida! -le había gritado Patricia de vuelta-. Yo no pierdo ningún poder: hago el amor y punto.

– ¿Y esperas su llamada al día siguiente?

– No, no espero nada. Ya tuve el goce que buscaba, cero rollo después.

– No te creo -aventura Floreana-. Nuestra tragedia es que siempre esperamos la llamada al día siguiente. Y si no llega, nos sentimos indignas. Casi vejadas.

– ¡Por favor! -Patricia la mira con agresividad-. Y él, ¿no debiera esperar también una llamada?

– Al revés, él está aterrado de que esa llamada llegue. Si suena el teléfono y oye la voz femenina preguntando «¿cuándo volveré a verte?», le dan tres tiritones y sale arrancando. Hay hombres que evitan meterse a la cama sólo por el horror de esa llamada al día siguiente.

¿Por qué ellos no y nosotras sí?

Porque estamos cagadas, por eso. ¿O alguna cree que el mito de la virginidad como la joya a entregar es invento? Aunque todo ha cambiado, nuestra vagina sigue siendo nuestro instrumento de poder. Pensemos en Ana Bolena. El día que se entregó, perdió a Enrique VIII… y terminó decapitada.

¡No vale!, dice una de sus voces internas, eso pasó hace siglos.

Mi problema es más serio, se lamenta Floreana. Llegado el momento, vuelvo atrás: dejo de ser la mujer de fin de siglo que se supone que soy, y paso a reencarnar a mi madre y a mi abuela. Entonces, después de una noche de amor, no sólo espero la llamada telefónica… Espero flores, cartas… ¡Y ojalá él me diga, con palabras reales, que el encuentro ha sido trascendente, que el mundo se detuvo porque se metió a la cama conmigo!

Maritza se había largado a reír cuando Floreana osó formularlo públicamente. ¡Ahí sí que te fregaste!, le dijo burlona, mejor no te acostís con nadie; ¿a qué hombre se le detiene el mundo hoy en día? ¿Ah? ¡A ninguno!

Ensaya levantar su dignidad… pero en el fondo se siente derrotada. La única que parece no vivir en permanente conflicto es Elena. Todos los comentarios de la siquiatra fueron divertidos pero sensatos, como de alguien que ha sido evidentemente bien amada. Tuvo un marido al que voluntariamente dejó, dos hijos grandes que la adoran -y a los que pudo criar y mantener sin el agobio que sufren casi todas las mujeres del Albergue, que se matan por conseguir el dinero que los respectivos padres muchas veces niegan-, y miles de hombres que probablemente le llevaron flores y a quienes se les detuvo la vida por ella. Seguro que ninguno la abandonó. Es la satisfacción de la que hablaba Constanza: Elena la conoce.