– Entonces, yo te la regalo. Pero el tratamiento te lo vas a hacer de todos modos, Aurora, de todos modos.

Trabajan en la huerta, detrás de la arboleda que esconde las cabañas. Floreana siente la huerta como un lugar que calma. Un lugar del hacer, de las manos, del alimento. Se ha inscrito para trabajar allí toda la semana. Los pepinos crecen enormes en un pequeño invernadero al final del terreno sembrado, tan grandes como los que vio en Ciudad del Cabo. Ella, que aborrece descomunalmente lo doméstico, escucha a Dulce diciéndole: «Acuérdate de que la Yourcenar amasaba su pan cada mañana.» Entonces piensa en arrancar ciboulettes del almacigo y en comprar unos yogures sin sabor para hacer la ensalada de pepinos cortando la verdura en trocitos y no en rodajas, como la comió una vez en Sudáfrica.

Olguita está sentada sobre una manta en el suelo, limpiándoles el verde a las zanahorias, y escucha las débiles protestas de Aurora.

– ¡Qué rara debe sentirse una con tanto dinero en la mano! -le dice a Angelita-. ¿A usted no le bajan sentimientos de culpa, mijita, al ver tanta pobreza a su alrededor?

– No, ninguno -responde Angelita con genuina liviandad-. Trato de compartir y suelo dar gracias por lo que me tocó. Créeme, Olguita -agrega con su preciosa sonrisa-, que yo puedo ver a Dios en un pañuelo de Hermès.

– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, mirándola con el ceño fruncido.

– No importa, olvídalo.

Mientras Floreana se ríe, Angelita se acerca más a ella y, maliciosa como una niña, le confiesa:

– La verdad es que en el fondo lo paso fantástico; pero la tentación de pasarlo mal es irresistible, irresistible -y se vuelve hacia Aurora-: Hemos hecho un trato y ya está cerrado. ¿De acuerdo?

– De acuerdo -responde Aurora, parca y digna como es.

– ¿Adonde partió Fernandina cuando te fuiste a Sudáfrica? -le pregunta Angelita a Floreana, cambiando de tema para no hablar más del asunto-. ¿A Cartagena?

– ¿Cartagena? Ah, la conozco. Mi yerno tiene allá una casita de veraneo.

– No, Olguita -interrumpe Angelita-, no estamos hablando exactamente de ese lugar. Cartagena de Indias, querida, de Indias. ¡Créeme que es otra cosa!

Floreana renuncia a responder, y Olguita a entender el léxico de estas chiquillas -como las llama-, concentrando sus manos en las zanahorias. Luego se las mira y comienza a hablar sobre su reumatismo.

– Cuando una se enferma aquí, ¿qué hace? -pregunta Floreana.

– Depende -le responde Olguita-. Para mi reuma no hay nada que hacer. Pero si alguna se indispone, acuérdese de Elenita que no por ser siquiatra deja de ser doctora.

– Y si es algo más grave, nos vamos al policlínico -agrega Aurora-. Yo, por ejemplo, tuve una otitis y me la curaron ahí.

– Yo quisiera enfermarme -dice Angelita, que ha vuelto a su posición en la tierra junto a las papas- sólo para ver al doctor y estar con él. Pero tengo una salud de fierro, de fierro.

– Ay, el doctorcito -Olguita asiente con la cabeza, moviéndola de arriba hacia abajo-. ¡Qué hombre tan bueno ése!

– Lo he visto cabalgando sobre un precioso caballo negro, ¡irresistible! Pero es como si no existiéramos para él, ¿se han fijado? Tiene veinte mujeres arriba de su cabeza y ni nos ve.

– A Elenita sí la ve, porque son amigos. A veces viene a tomarse un trago con ella.

– ¿Y por qué nosotras no lo vemos nunca? -pregunta Angelita con curiosidad.

– Porque viene de noche y se va directo a las dependencias de Elenita. No tiene ningún interés en toparse con tanta mujer dando vueltas…

– ¿Qué tenemos de malo? -insiste Angelita.

– Ustedes no tienen nada de malo, mijita. Lo que pasa es que él no quiere ni saber… Pobrecito, ha sufrido mucho.

– Y tú, Olguita, ¿cómo lo sabes?

– Porque somos amigotes. Yo ya estaba aquí cuando él llegó, cuando Elenita lo convenció de que se viniera. No crean que fue una decisión fácil para un médico de la capital.

Las otras tres mujeres han detenido el trabajo y miran interesadas a la vieja.

– Yo soy una tumba -les dice Olguita-. Si quieren información, pídansela a Elenita, no a mí. Yo nunca cuento las cosas de otros.

– De acuerdo -transa Angelita-, pero dinos al menos qué le pasa con las mujeres, no creo que sea tan privado, tan privado. ¿O acaso es gay?

– ¿Qué es eso? -pregunta Olguita, sospechosa ante semejante palabra.

– Maricón.

– Ay, por Diosito, ¡cómo se le ocurre!

– Pero si no es un pecado -interviene Floreana por primera vez-. De hecho, cada vez abundan más sobre el planeta…

– Pero es feo -sentencia Aurora, en general de pocas palabras.

– Así es que ése era el problema -la provoca Angelita-, ¡quién lo hubiese dicho!

– No, no -salta Olguita, resuelta a dejar a su doctor bien plantado-. Es que tuvo un matrimonio desgraciado; le tocó una mala mujer.

– ¿Tú crees que existen las malas mujeres? -pregunta Angelita, dudosa.

– Sí, mijita, hay que reconocerlo. Una cosa es que haya tantas que sufren, en eso estoy de acuerdo. Pero que existen las malas… existen. Y yo me las he topado. También se las topó el doctor.

– Las brujas -sentencia Floreana-. Las famosas brujas. Debiéramos reivindicar esa palabra. Apuesto a que a todas nos han llamado así alguna vez.

– Apuesto a que todas alguna vez hemos sido malas -agrega Aurora, medio riéndose- y se nos olvida.

– Más vale que lo recuerden, chiquillas. Porque si ustedes, que son jóvenes, no son capaces de ver el otro lado, no van a encontrar ni un solo hombre que las quiera. ¡Acuérdense de mí! Yo tuve un matrimonio feliz y sé lo que digo.

– Pero ha pasado el tiempo, Olguita -responde Angelita con su dulzura acostumbrada-, y ahora las relaciones son más complicadas, créeme que son mucho más complicadas.

– ¿Y cómo se llama el doctor? -Floreana aparenta un interés casual.

– Se llama Flavián -contesta Olguita con respeto-, el doctor Flavián Barros.

– Nadita de malo el doctor ése -opina Aurora-, que me toque no más si tiene que hacerlo, aunque con la otitis me tocó la pura oreja…

No gasta muchas palabras Aurora, pero es mujer de armas tomar y cuando habla, lo hace de veras.

Esa mañana ha conversado con Floreana cuando iban a la huerta.

– Todo lo que soy se lo debo al Juancho -había comenzado-. Si no es porque me abandonó, no me pongo nunca las pilas.

– ¿Cómo pasó?

– Llegué un día por ahí a pedir cinco mil pesos prestados, para comprar una maleta. ¿Pa qué querís comprar una maleta, Aurora? Pa ir a Copiapó, contesté yo. ¿Y a qué? A buscar a mi marido. ¿Cuánto hace que se fue?, me preguntaron. Hace doce años, contesté. ¡Doce años! ¿Y quién te dijo que lo ibai a encontrar? Llegué a Copiapó y lo encontré. Le dije: te vengo a buscar, eres mi marido, tengo tres hijos tuyos, nos vamos. Ya, puh, me dijo él, ¿cuándo nos vamos? Mañana.

– Y él, ¿estaba solo?

– No. Igual hizo su maleta y me dijo: te voy a pedir un favor no más. Déjame dormir esta noche con la otra, dame permiso… Bueno, ya, le dije, entre doce años o doce años y un día, ¡qué más da! Y me llevé las maletas hechas, la suya y la mía, y lo esperé, como habíamos quedado, a la mañana siguiente en la parada del bus. Yo tenía mi pasaje y ni un peso más. Llegó el bus, él no apareció. Me subí no más.

– ¿Fuiste tan lejos para nada?

No deja de jugar con los botones de su casaca de lana, café como la tierra, como las papas más viejas… O como el barro. Café como sus ojos y su pelo.

– Tú dirás si fue para nada -habla lentamente-. De acuerdo, Juancho se hizo humo, pero llegué a mi pueblo, allá cerca de Chillan. No tengo marido, avisé. Y resulta que al año, mujer, me había convertido en lo que llaman microempresaria, en el rubro de la agricultura, y en dirigente gremial. Empecé a juntarme con gente distinta, como que adquirí mundo. Mis amigos del sindicato me presentaron al gobernador, y él, cuando me vio mal, tuvo la idea de que me viniera para acá. Es amigo del gobernador de Chiloé y me recomendó.

– ¿Por qué te bajoneaste, si te fue tan bien después de lo de Juancho?

– Por culpa de otro, del Rambo. Parece que no se me atreven los hombres, como que me ven muy fuerte. Y eso me decae…

– ¿Y fue larga tu historia con el Rambo?

– Sí -rápida pasa una sombra por sus ojos-. No me iba a quedar sola pa siempre, si una necesita un macho. Pero yo era más capaz que él y él lo sabía. No me trataba bien; ¿sabís qué nombre me puso?

– ¿Cuál?

– La Cara de Poto. Así hablaba de mí el huevón del Rambo. Antes de venirme se las pagué. Alentada por las compañeras del sindicato, nos fuimos al bar donde él se la pasa tomando y en venganza escribí en todos los baños: «Al Rambo no se le para.»

Se ríe contenta mostrando sus dientes chuecos.

– ¿Y llegaste alguna vez a Santiago?

– Una vez, no más. Fui porque mis hijas querían conocer los ascensores. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Hoy no me hace ni una ilusión.

Aurora representa cerca de sesenta años. Floreana se impresionó cuando, al cerrar la conversación, ella le confesó que tiene cuarenta y ocho. Enrabiada frente a la crueldad de la naturaleza había comenzado Floreana su jornada en la huerta.

Ahora la terminaba porque el sol, debilitado, avisa que el mediodía ya cruzó la isla hace un buen rato. Atraviesa la huerta para recoger los pepinos del invernadero; piensa en su propio nombre y en el del doctor. Flavián y Floreana son nombres que tienen sonido de agua, la f con la l suenan acuáticas a sus oídos.

11

– ¡Se me fue mi niño! -llora doña Fresia al borde de la histeria, sujetándose en el hombro de Elena-. ¡Se me fue mi niño, y usted, señora Elena, usted tiene que ayudarme a recuperarlo!

Como los llantos se transformaban en alaridos y no bastaron las manos suavizadoras ni el consuelo susurrado de Elena, ésta mira a Floreana y le ordena despacio pero con firmeza:

– Corre al policlínico, díle al doctor que venga rápido, que traiga un calmante inyectable.

Atravesada por la angustia de la vieja doña Fresia, Floreana obedece. Hace un rato ella iba cruzando por casualidad la puerta del Albergue cuando el Curco, corriendo como conejo asustado, llegó donde Elena avisando que la necesitaban en el pueblo. Floreana había interrumpido su trabajo en la huerta un momento y se disponía a volver cuando Elena le pidió que la acompañara.

Es que esa mañana ha aparecido, luego de ocho años, la nuera de doña Fresia, sin aviso, desde la nada, y arrebató a su hijo, partiendo con él luego de haber insultado y acusado de robo a su suegra mientras ambas tironeaban del niño, venciendo la más joven. Dicen que el niño gritaba aterrado tratando de zafarse de su madre, esa mujer a quien no conocía, y que lloraba por volver a las manos de su abuela. La casa de doña Fresia se encuentra en las afueras del pueblo, sin vecinos cercanos que la hubiesen podido ayudar ni dar testimonio del hecho.