– Díme, en serio, ¿te resultaría un problema no volver al Albergue?

– No, doctor -le sonríe Floreana-, los ritos diarios me los puedo saltar por una vez.

– Eso me alivia -extrae del bolsillo del gamulán una escobilla de dientes aún empaquetada-. Mira, la acabo de comprar -se la entrega con una sonrisa-. ¿Qué más necesitas? En el jeep hay un maletín para estas emergencias.

– Con esto me basta. ¿Quieres una taza de té?

– Un té… sí, lo necesito.

Se sienta a la mesa y hunde la cabeza en sus manos.

– Estás exhausto, Flavián…

– Cansado solamente -Floreana recuerda que los hombres no exageran con el lenguaje-. El niño va a andar bien, eso es lo importante. Las heridas eran superficiales, fue la cantidad de sangre lo que alarmó a la gente. Pero es cierto que estoy muy cansado, y no me vendría mal un pequeño reposo. Ah, se me olvidaba… estamos invitados a comer más tarde en casa del alcalde. Se ofendería mucho si lo dejamos plantado.

– En el dormitorio hay una cama y aquí está el sofá, que se puede acomodar -responde Floreana, contenta de verse incluida en ese plural.

– A propósito de camas -recuerda Flavián-, la directora de la escuela mandó a invitarte a dormir en su casa.

Floreana se estremece y su «¡no!» parece surgirle directamente del estómago.

– ¿Por qué? -se extraña él.

– Porque me da frío.

Flavián deja su taza sobre la mesa, como si esa sola frase justificara cualquier interrupción.

– Las casas en Chiloé nunca son frías, y mucho menos una habitada. Aquí está mucho más helado, te advierto.

– Perdona, Flavián, no me creas rara, pero yo no hablaba de eso. Me refería al otro frío. ¡No me mandes a esa casa!

Frunce el ceño. Es evidente su desconcierto frente a esta mujer a la que, a fin de cuentas, conoce apenas.

– No te voy a mandar a ninguna parte, ni tienes que hacer nada que esté fuera de tu voluntad. A ver, Floreana, siéntate aquí a mi lado. ¿Qué pasa contigo?

Ella obedece, dócil, y arrima una silla. De haber sido una gata, habría restregado el lomo contra su brazo.

– Para entenderte bien: no estamos hablando de los cuerpos, ¿verdad?

– No -apenas le sale la voz.

– ¿Quieres decir, y no encuentras bien las palabras, que es mi presencia la que te abriga?

– Sí.

Y algo en la recóndita inmaterialidad de Flavián se desanuda ante esa afirmación. Floreana ve cómo se acerca a ella una de sus grandes manos y siente en su nuca la caricia. En voz muy baja, como si le hablara a una niña, él le pregunta.

– ¿Por qué le temes a la falta de abrigo?

– No sé, no sé. Me pasa desde que era chica… pero entonces no lo entendía, corría adonde mi mamá o me encerraba en el escritorio, y ese frío se iba. Pero desde que dejé la casa de mis padres, no me abandonó más. Quizás por un tiempo, mientras estuve casada… quizás… pero ya hace mucho de eso. El trabajo también me ayuda…

El rostro del hombre a su lado se ve tan concentrado en cada una de sus palabras, que Floreana cree que él va a tragárselas. ¡Hace tanto tiempo que nadie le daba esa importancia a una sensación de ella!

– Eres una cría… una linda cría -le susurra Flavián con dulzura.

Le revuelve el pelo, y cuando ella está a punto de reclinarse sobre su hombro, él retira la mano, dejando su nuca tibia pero ya desnuda.

– Bueno, nos quedamos los dos aquí. Pero tú vas a ocupar el dormitorio, y yo el sofá -el tono es autoritario, rompiendo así el encantamiento.

– De acuerdo. Pero ahora úsala tú, tiéndete un rato en la cama y descansa -Floreana se levanta de la mesa y va al dormitorio, busca una frazada extra que ha visto sobre una silla. Él la sigue con la taza de té en la mano y la toalla colgando de los hombros.

– ¿Tienes hambre?

– No todavía. Esos chapaleles estaban deliciosos. Y tú termina de secarte, no puedes irte a la cama con el pelo mojado.

– Oye, yo tengo un hambre feroz, pero me da pena sacarte a la lluvia para ir donde el alcalde… Si quieres, puedo ir solo.

– No me cuides tanto, voy a estar bien.

– ¡Ah! Se me olvidaba que a las mujeres como ustedes no hay que protegerlas.

– No me malinterpretes. Es que no quiero ser un estorbo. ¡Con qué facilidad te pones antipático!

Además, no hables en plural, como si las veinte del Albergue fuéramos la misma cosa -dice, y luego se suaviza-: Quiero que te recuestes ya, para que por fin descanses.

– ¿No lo son acaso? -la ironía es insoslayable; ¡qué poco dura su ternura!

– En el fondo, nos miras en menos -dice Floreana, sentada a los pies de la cama.

– No te enojes. Es que las mujeres en manada son la destrucción del encanto. ¿Eso no lo puedes entender?

Estoy concediendo mucho, se dice Floreana. ¿Cómo respondería Toña en su lugar, o Patricia, la irreverente, o la misma Elena? Pero él continúa mientras sorbe el último trago de té y se desembaraza de la toalla:

– ¿Qué tal te avienes con ellas?

– Las conozco poco, llevo diez días aquí. Pero ya me he encariñado. Tuve mala suerte, ¿sabes? -agrega, decidiendo acudir al buen humor-, las dos mujeres más lindas están en mi cabaña, y por si fuera poco, las dos más famosas. ¡Imagínate el complejo de inferioridad con que voy a salir de ahí después de tres meses!

– ¡Uf, ésas me producen horror! ¡No me metería jamás con ellas! -las facciones de Flavián se relajan-. Gracias a Dios, la que me acompañó hoy fuiste tú.

– ¿Por qué? -cierra las cortinas y recoge la taza, contenta de estar a cargo de él, de cuidarlo.

– Porque tú pareces menos dueña de ti misma.

Y se tumba sobre la cama, entregado. Floreana lo cubre con las frazadas, él sonríe y cierra los ojos.

Todos los fantasmas caen de bruces sobre su cabeza mientras Flavián duerme tranquilo. Ella le ha prometido despertarlo a la hora de ir a casa del alcalde.

Ésa es ella misma, como sus huellas dactilares. La Floreana desprovista, poco mundana, no reconocida, mal pagada, autora de libros casi ignorados y nunca sabiendo contener la expresión de sus sentimientos, si surgen. Amorosa, transparente, asustada.

El mentón apoyado en la mano era su típica posición; inmóvil aun cuando estuviera tan impaciente como ahora. Un recuerdo inesperado la toca: un castigo de la infancia. Durante una de las expediciones de sus padres a las Galápagos, quedaron todos ellos -los niños- en manos de una mujer de mediana edad; no se entendía bien si actuaba de niñera o de mayordoma… Cuando se portaban mal, esta mujer los llevaba al baño, les metía la cabeza dentro del escusado y tiraba la cadena. Floreana sentía cómo se diluía, cómo el cerebro se le arrancaba, cómo se iba a quedar sin sesos. Su única pregunta ante la irrupción de este episodio aparentemente olvidado es por qué surge en este momento, ahora, colándose por entre el ruido feroz de la tormenta.

Busca en la cocina algo para tomar; algo fuerte, no más té. ¡Cómo quisiera un vodka! Encuentra unas botellas de tinto barato. Contenta, se lleva una al lado de la estufa. Este solo descubrimiento le cambia el ánimo. Bebe ese líquido humilde, color del cielo cuando lo rompe un relámpago. Al cuarto sorbo, ya con el cuerpo caliente, se acerca al dormitorio, cuya puerta no cerró, y contempla al hombre. Observa ese cuerpo en reposo, colgado quizás de qué sueños, desvalido. Indefenso cuerpo confiado. El que de día es rápido y fuerte, el que expele a veces un cierto aire gitano por su hosquedad, y a la vez parece el de un gato montes, salvaje y silvestre, rodeado por una naturaleza que lo ha hecho suyo al robárselo a la ciudad. La naturaleza acentúa en él rasgos que posiblemente la gran ciudad ahogaba.

Floreana teme -añora- el anochecer.

Vuelve a la estufa, toma su vaso.

Ciudad del Cabo.

The day after.

No. Floreana no necesita estremecimientos nucleares. Le bastan los de su impulso.

Se yergue en ella, despiadado, el conocido repudio hacia sí misma. Es la mañana siguiente, y es como toda mañana siguiente después de una noche en que el control se ha mandado cambiar: el ambiente adecuado relajó sus defensas, un trago, una canción determinada emanando de algún parlante escondido, ojos que miran con más insistencia que la acostumbrada, cierta conversación ambigua, y lentamente, nunca Floreana lo percibe a tiempo, ella abre nuevos escaparates de su mente, elabora ingeniosos discursos, pide otro vodka, no cesa de fumar, como si el humo pudiera esconder sus estremecimientos, los ojos aquéllos están en ella y se asomará de pronto ese momento en que dirá lo que no desea decir, y comprometerá algo de sí misma que no debe comprometer. Hace un gesto sutil con la mano que toca como al pasar ese otro pantalón y las horas nocturnas volarán, y al despertar -incierto y lento despertar-, una a una, torpemente al principio, llegarán las imágenes hasta dar con la película completa. No, nunca será completa, los hoyos negros que el vodka agujereó no serán restaurados. Ella se tocará el cuerpo buscando los signos, la única memoria es el cuerpo que arroja su propia luz sobre los recuerdos amnésicos. El cuerpo: siempre una marca.

¡La castidad, Señor, dame la castidad! Pero así dejarías de vivir, le dijo él, que por cierto tenía una esposa de sueños cansados en algún lugar de la tierra. Un hombre como todos. ¿Es ésa la parodia del amor? ¿Apegarse a una vitalidad pasajera, a la patética fantasía de que no moriremos? ¿O es mantener la ilusión de que el futuro existe?

La castidad al menos aleja los espejismos. Pero después de Ciudad del Cabo los espejismos volvieron, en gloria y majestad.

Apenas la caricia es caricia, la complicidad se hace carne y las certezas construidas a medias se debilitan. No hay cómo pelearle a la corriente subterránea, eléctrica, sorda, que generan entre sí, desde que el mundo es mundo, los hombres y las mujeres.

No hay atenuante. Sólo una torpe, ambigua prerrogativa que ni la propia Floreana sabe manejar, porque sus propósitos se le escapan de las manos con un aullido de loba solitaria: ¡no más cerrarse en falso! Dios mío, no me abandones a la merced de una mente brillante, unas piernas atrevidas y ágiles, una piel enfebrecida por la música. Una carne viva.

Me voy a desatar, se dijo en Ciudad del Cabo. Pulcramente escribe en su mente el letrero, ojalá luminoso, que proclame al mundo su nuevo estado. O mejor poner un aviso en el diario: Soy vulnerable.

Y lo fue.

– Desperté -la voz de Flavián la regresa a Puqueldón.