– ¿Floreana? -oye su llamado al salir del baño con la escobilla de dientes en la mano-. Ven un poco.

Se dirige a la salita. Ahí está él, acostado en el sillón, vestido con la sola camisa celeste, los pantalones y los zapatos ordenados sobre la silla, su cabeza y sus ojos vueltos hacia el techo como si esa noche todas las constelaciones estuviesen reunidas allí.

Cuando Floreana se acerca, él alarga su mano por encima de las frazadas revueltas y busca la de ella, de pie frente a él. Se la toma ligeramente. Es un contacto mínimo, pero su piel lo registra de inmediato.

– Te queda bien el suéter. Me gusta esa cosa larga y huesuda que tienes, tan desmañangada…

– Me da pena verte así. ¿Por qué no me dejas a mí el sofá y te vas tú a la cama? Ahí vas a poder dormir bien. Es culpa mía, yo debería estar en la casa de la directora de la escuela.

– Me diste la oportunidad de sentir que te abrigaba, y tengo que reconocer que eso me tocó el corazón. Pero mira cómo lo he hecho… -se vuelve hacia ella, Floreana se conmueve ante lo contrariada que luce su expresión-. Soy un imbécil, y necesitaba decírtelo. Y si no supiese a ciencia cierta que soy ese imbécil, no estaríamos hablando de esto sino de compartir la cama. Discúlpame, Floreana, me he descargado contigo y tú no eres responsable de nada. Ha sido feo de mi parte, una especie de cobardía inexcusable.

– Parece que el destino de las justas es pagar por las pecadoras, como te lo dije antes… Al menos tú eres más sano que otros, tu rabia es evidente y eres capaz de expresarla. Hay tantos que se la guardan, no la reconocen y hieren de lado, no de frente.

– Pero es imperdonable que se la arroje a una mujer como tú, que es lo último que se merece.

Es que algo se me mueve adentro y me aflora la rabia sin que yo la controle. Soy un caso perdido, Floreana, te diste cuenta ya, ¿verdad? Ésta ha sido una noche larga, muy larga, la más larga de muchas noches. Me apena…

Floreana se sienta a su lado, en el borde de la cama, siempre con su mano sujeta por la de Flavián.

– ¿Qué te apena?

Flavián la mira con los ojos del hombre que el afán de Floreana quiere que sea.

– Nada. Mejor me callo. Voy a cumplir prácticamente dos noches sin dormir; no estoy en mis cabales y me siento a punto de cometer cualquier estupidez. Anda, Floreana, anda a acostarte -retira con suavidad su mano.

Cometámosla, la estupidez que sea: es su plegaria interna junto a su anhelo de guarecerse bajo esas mismas frazadas. Pero su voluntad largamente entrenada la obliga a levantarse. Sabe que no se le ofrendará otra noche como ésta.

– Buenas noches, Flavián -le dice, su mano vacía, de pie en el umbral.

– Buenas noches, Floreana -y cierra los ojos.

Así comenzó la larga vigilia. Entre los nudos del temor y los del deseo, Floreana esperó. Palpó su cuerpo inútil y, al hacerlo, acudió a ella otro momento lejano, demasiado, quizás, pero siempre fijo en la acumulación de su sangre.

Floreana embargada de placer, de ése, de aquél. Se tiende a esperar el día, a esperar el cuerpo del delito que la mantiene alucinada, avergonzada, estremecida. Cada poro se hunde y espera y espera para ver a ese hombre testigo, dueño y hacedor de su desenfreno. Floreana se lame los dedos, roza sus pezones, se palpa abajo preguntándose cómo tanto grito, líquido, espasmo, delirio y delicia se desatan, cómo, de dónde vienen. Cuenta las horas para que él llegue, aunque sabe que puede no llegar más… y si reptara por el suelo y si jugara a que la alfombra es el cuerpo del otro… Arrojada en la alfombra juega a balancearse, la pelvis sujeta a la alfombra como único anclaje hasta que empieza la voluptuosidad, luego el cosquilleo, es suyo este cosquilleo, sigue la alfombra, es suyo ese espasmo, sigue la alfombra, es suyo el voltaje, sigue la alfombra, es suyo, todo suyo el desborde, sin testigo, sin dueño, sin hacedor: es su propia estrella que irrumpe en un gran fuego artificial. Comprende que no necesita esperar al hombre.

En ese momento comprendió que estaba preparada para asumir la castidad.

Por fin pasó la solemne fijeza de la noche y sólo la lluvia ha impedido que su silencio fuese sepulcral. No hubo otro sonido, fuera de ése, indiscernible, de su espera.

Después del amanecer, el día, tan poco respetuoso con las ondulaciones de la noche previa, desmintiendo lo que se creyó cierto cuando el sol se ocultaba, siempre falsificando una armonía que sólo desliza la oscuridad anterior, ese día frío se precipitó hacia el campo y el Albergue. Floreana se sintió lanzada a los primeros reflejos del alba, siendo ella quien se precipitaba, y no el día.

18

Como el cielo se ha convertido en una acuarela, los colores se acompasan en Floreana. Camina sin rumbo. Si pudiese desprenderse de la desolación, como hacían las mujeres yaganas con las pinturas de sus cuerpos cuando las fiestas rituales concluían…

Llegó de Puqueldón esta mañana y encontró a Constanza -la más madrugadora de la cabaña- todavía en cama; su cuerpo doblado en dos parecía adolorido, y mirándola desde sus ojeras violáceas le dijo:

– Te eché de menos.

Floreana se sentó a su lado, en el borde de la cama.

– ¿No fuiste a la gimnasia?

– No.

– Estás con mala cara, ¿no te sientes bien?

– Dormí en el suelo, fue atroz.

– ¿Por qué en el suelo?

– Así dormía cuando él me dejó.

– ¡Pobrecita! -Floreana se sorprende ante el arrebato de dulzura que le inspira esta mujer.

– Acostaba a los niños, me encerraba en mi pieza, me acurrucaba en un rincón en posición fetal, me mordía las manos, me chupaba el dedo, lloraba y sólo así me dormía. En el suelo. Al amanecer, entre el sueño, volvía a mi cama.

– ¿No te daba un poco de vergüenza?

– Sí, no sé… Me lo dictaba el cuerpo, no tenía opción.

– Ay, Constanza, qué dolor… -Floreana viene de otro universo, viene de Puqueldón, viene de Flavián con sus manos cuadradas, manos que tocaron las suyas. Viene de la implacabilidad de la noche que no fue perturbada. Le acaricia el pelo a Constanza, no sabe qué más hacer, temerosa de la amargura en que caen las románticas fallidas.

Constanza sigue inmóvil.

– Levántate, yo te ayudo. Estamos a tiempo para nuestra incursión en el bosque. Escampó, mujer, y este aire lleno de olores podría despertar a un muerto… Después podemos ir juntas a trabajar a la cocina, no te voy a dejar sola.

Prepara una tina muy caliente para los entumecidos huesos de Constanza y le elige la ropa, registrando su ropero. La otra la mira hacer, entregada. Luego, siempre ausente, le pregunta:

– ¿Estudiaste alguna vez a las nutrias?

– No, nunca.

– La hembra busca una roca resguardada para cuidar sus heridas; el macho se va a buscar otra hembra por los alrededores. Tiene que pasar un tiempo para que surja nueva vida cerca de las grutas.

La acompaña al baño, la ve desnudarse descuidadamente mientras sigue hablando. Es primera vez que Floreana la mira entera desnuda y no puede dejar de admirarla, su cuerpo es de tal armonía, con la carne firme donde corresponde, las curvas ricamente cinceladas, como si hubiesen esculpido esa figura a mano. Algo le duele a Floreana: ¿qué le pasaría a Flavián frente a ese cuerpo? Si Constanza hubiese estado anoche en Puqueldón, ¿Flavián habría compartido la cama con ella?

– Te odio por ser tan hermosa -le dice risueñamente.

Así le arranca a Constanza la primera sonrisa, aunque su respuesta sea amarga: ¿y para qué me sirve?

Tras el aseo matinal, vuelve milagrosamente a ser ella misma, la que el país admira en las pantallas de televisión. Al constatar que el cuello de su camisa estaba mal abotonado, Floreana sonrió para sus adentros ante ese inocente signo de abandono.

Camino al bosque, el viento les golpea la cara y las despeja.

– ¿Piensas contarme algo de anoche, del doctor?

– Más tarde, con Toña y Angelita, que querrán saber.

– Pero dame un adelanto… ¿Pasó algo?

– Menos de lo que yo hubiese querido.

– Es atractivo ese hombre, Floreana. No sé cómo será en la intimidad, pero arriba de su caballo negro, como lo he visto tantas veces, dan unas ganas de subirse al anca y arrimársele…

Pero a Floreana cualquier narración le resulta demasiado temprana: antes quiere hundirse a concho en la experiencia, y quiere que se lo permitan. Sabe que a Constanza, sólo a ella, se lo contará todo. Sonríe. En sus oídos, la voz de Flavián, esa mañana: «Las vidas de todos nosotros son iguales, por eso no es entretenido conversar entre hombres. Somos incapaces de salimos de la balanza de pagos, del recalentamiento de la economía, de los senadores designados o, a lo más, de nuestros trabajos… o del último libro que leímos. Nos gustan las mismas cosas, buscamos las mismas metas y de las mismas maneras. Las mujeres se las arreglan para que sus vidas sean diferentes o, si no, las inventan. Por eso se juntan tanto entre ustedes y lo pasan mucho mejor que nosotros.»

Cada tarea del día fue cumplida con meticulosidad. Así, Floreana se siente contenida. Se dirigió a la capilla para la hora del silencio y el silencio la encontró llena de añoranzas.

En el atardecer, recién escondido el sol, contó once colores en el arrebol. El primero fue el morado, pasó por varios rojos, hasta que el marengo se emparejó con el celeste. Y eso fue todo.

Inmóvil, caía Floreana con la tarde.

Durmiente, masa dorada de sombras y abandono.

Hasta que se borró la acuarela; no hay más que la tinta de la noche. La oscuridad conforta, ejerce su compasión al escondernos. Apura el paso, porque Constanza la espera junto a Toña y Angelita. Ve al Curco moverse entre la arboleda, le hace un saludo y él la saluda de vuelta, siempre saltando.

Floreana piensa que su cuerpo está frío.

Piensa que el congelamiento del aire en la isla puede introducirse en los espíritus.

Piensa en Flavián.

Piensa en su hermana Dulce y también en esta mujer que es ella misma.

Piensa que la mezquindad se ha instalado en las terminaciones nerviosas de los hombres.

Piensa que, paulatinamente, las sensaciones son cada vez menores. Avanza el siglo, helando a sus habitantes.

Cada día todos dicen menos.

Cada día todos sienten menos.

Cada día todos aman menos.

Y emprende el camino de regreso a la cabaña, buscando el abrigo, preguntándose una vez más aquello que la atormenta desde que advirtió que la patria no era más un territorio, que el sitio de la pertenencia profunda debía buscarse en el contraste entre la estación del cuerpo y el lugar del alma.