No, Dulce, no conozco bien el camino a casa.

No debo confundir este mar con el de Ciudad del Cabo, se repite Floreana. No es su deseo desamar estas aguas frías, azules y australes. Fija los ojos hasta que no queda en ellos ni una gota de humedad. Entonces atraviesa la arboleda y se dirige a la casa grande. Al inscribirse esa mañana en el diario mural de la entrada para ayudar con el almuerzo, le agradó la idea de participar en el trabajo doméstico, no sólo porque las dos chiquillas del pueblo no dan abasto sino porque hacer cosas mínimas le viene bien. Nada grandioso, nada que sea tan fuerte que carezca de lenguaje. Floreana ha llegado al momento paralizador de enfrentarse con sensaciones tan intensas que no es posible, a su juicio, modularlas. El dolor no tiene lenguaje, el cáncer tampoco lo tiene, la injusticia no lo tiene. La representación nunca podría ser suficientemente pura; falsearía las imágenes con sólo pretender describirlas.

Camina rápido para tomar su puesto en la cocina. Pelar papas no requiere palabras. Eso, además de la poética monacal que el Albergue le sugiere, la calma. Confía en que llegará el día en que las aguas de Ciudad del Cabo, frente al mar de Chiloé, sean sólo una coincidencia a lo lejos. Pero no se engaña, sabe que el mar no lo es todo y que deberá aprender a vivir con otros fantasmas, multiplicadamente innombrables.

Acercándose a la casa, detiene su atención en esas hortensias purpúreas, lilas, moradas, celestes, azules, escarlatas… tantas hortensias descansan con su voluptuosa pigmentación contra la madera. ¡Los lirios del campo!, recuerda Floreana… ¿dónde, dónde está la voluntad de Dios?

5

– Elena piensa que todo ser humano extirpado de sus raíces tiende a reproducir, donde lo pongas, su hábitat anterior -afirma Toña, bebiendo un sorbo del insípido Nescafé-. Por eso combina los espacios comunes con el gueto: la distribución de las cabañas no es casual.

– Eso es una idea tuya -replica Angelita-. Primero, no le viene al carácter de Elena, y segundo, ella no puede saber quién va a llegar a cada espacio que se desocupa.

– Puede ser… Pero yo he observado la onda de cada cabaña, he establecido categorías y les he puesto nombre.

– A ver, dale -pide Floreana de buen humor, mientras apoya sus botas forradas de lana sobre una silla, tratando de no mancharla con el barro adherido a las suelas.

– En la primera cabaña -Toña estira su cuerpo elástico al hablar- están las esotéricas, que son evidentes y no requieren mayor explicación; vuelan entre las hierbas y la astrología y siempre se muestran cálidas. En la segunda, las «proletas»…

– ¿Las proletas? -Angelita, con el cepillo de pelo en una mano, las mira desconcertada.

– Las proletarias, mujer… Las pobres del mundo. Olguita, Cherrie, Maritza, Aurora. ¿Qué tienen ellas cuatro en común? La pobreza, pues, Angelita, ubícate… En la tercera están las intelectuales, todas súper profesionales, densas y un poco insoportables… de esa cabaña hay que arrancar lejos. La cuarta somos nosotras, las vip.

– Yo no creo ser una very important person… -objeta Floreana.

– No seas tan literal -se impacienta Toña-. No significa que todas se ajusten en un cien por ciento a la nomenclatura, hablo de la línea general. Además, tu hermana es diputada y tú ya has publicado dos libros.

– Si es por eso, la que sobra aquí soy yo, nunca he hecho nada importante -se queja Angelita mientras con una traba ordena su hermoso pelo en una larga y dorada cola de caballo que agita coquetamente-. Las vip son Constanza y Toña, y nosotras dos pasamos coladas…

– ¿Y la quinta cabaña?

– Ésas son las bellas durmientes.

– ¿Como las del cuento?

– Sí, más o menos… Son románticas, convencionales, apegadas a lo cotidiano; todavía creen que un día despertarán con un beso y todo amanecerá diferente por arte de magia, y que ellas no tienen ninguna responsabilidad en dicha transformación: serán felices por mandato divino. En buenas cuentas, esperan ser resucitadas por el beso del Príncipe Azul -contesta Toña mientras abre una caja de polvos de arroz y comienza a aplicárselos en el rostro.

– ¡El Príncipe Azul! -exclama Angelita-. ¿Todavía no se les destiñe? Yo ya lo tengo en celeste bien clarito…

– ¿No hay una sola que tenga marido entre todas estas mujeres? -se percibe en Floreana cierta estupefacción.

– Marido como Dios manda, no. Si la hubiera, no estaría aquí -responde Toña; mira a Angelita y se largan ambas a reír.

Floreana no sabe si bromean. Es su tercer día en la isla, hoy ha pelado papas luego de su hora de ejercicio físico y del encuentro diario con la naturaleza -el conocimiento de la flora y fauna de Chiloé, le habría corregido Elena-. Después del almuerzo quiso dormir una breve siesta. Encontró a sus dos compañeras en la salita común: tomaban una taza de café y Toña, sentada en el suelo frente a la mesa de centro, manipulaba una gran caja de maquillaje. Contenía de todo. A Floreana le pareció mágica, y miró embelesada la destreza con que la actriz se aplicaba los diferentes ungüentos. Posterga la siesta para sumarse al café, atraída por la novedad de esta convivencia. Constanza, le informan, sale a caminar después de almuerzo. Son caminatas largas, nunca vuelve a la cabaña antes de las cinco.

– Supongo que no hablan en serio -exclama Floreana-. ¡No van a decirme que las únicas mujeres que están en problemas son las que no tienen marido!

– Nada es tan automático -contesta Toña, aún riendo.

El sueño ignora su llamado, pero Floreana cierra igualmente los ojos, como si borrara así la habitación, la cabaña, la arboleda… el Albergue entero. Siente que los recovecos del pasado se desanudan y todo se vuelve presente. Un día de campo. Isabella (su hermana mayor) y su marido están con ella bajo la higuera. Recogen higos blancos -el aperitivo de la eternidad, los llamaba Hugo- y Floreana se ha subido al árbol para alcanzar los más maduros. Al tratar de bajarse, tuvo miedo de caer. Hugo se acercó, recibió de ella los higos y le ofreció ayuda. Floreana titubeaba, temerosa de dar un paso en falso. Puso el pie tímidamente en el hombro de Hugo. Pisa firme, no más, estás apoyada sobre algo sólido, escuchó la voz de su cuñado, estás sobre mis hombros.

Isabella es la dueña de esa solidez.

Cada verano los padres de Floreana -cuando aún vivían en Chile- arrendaban una casa grande en la playa del litoral central, e invitaban a todos sus hijos, con sus cónyuges y su descendencia, a disfrutarla. Imagen enclavada: viernes seis de la tarde, Floreana y Fernandina tendidas sobre sus camas, saturadas ya del sol de toda la semana, mirando a Isabella y a Dulce arreglarse para esperar a sus maridos. Isabella comenzaba por lavarse el pelo, cepillándolo largamente, luego se encremaba el cuerpo entero, gozando mientras la crema daba diversos brillos al tostado de su piel, y elegía una solera rebajada para insinuar el escote doradísimo. Dulce buscaba su perfume en aquel desorden femenino, aprovechaba sus piernas largas para darles un toque con las sandalias nuevas y una minifalda casi escandalosa, y esperaba a que Isabella desocupara la crema para empezar ella la tarea, sensualmente, por los brazos, el vientre… Dulce todavía usaba bikini, Isabella no. Floreana miraba su propio color avellana y el de Fernandina, y se preguntaba para qué les servía si no tenían a quién ofrecerlo. El rito veraniego del viernes por la tarde sólo le recordaba lo inútil de sus cuerpos; la belleza que el sol les agregaba como un regalo, enteramente desechada.

Muchos ojos le devolvieron a Floreana la imagen de Isabella y Dulce como las mujeres logradas de la familia. Como si Fernandina y ella no se hubiesen empeñado en nada. Ni el Parlamento ni la Biblioteca Nacional equivalían a la dedicación de las otras dos a sus maridos. Y a pesar del enojo que esto les producía, Fernandina le dijo a su hermana antes de partir: «¿Sabes, Floreana? Lo bueno de estar casada es tener derecho sobre un cuerpo. Sea como sea ese cuerpo, es el único que a una le pertenece.»

Tener derecho: Fernandina.

Ser dueña de: Isabella.

Floreana acude al recuerdo del magallánico. Don Eugenio, se llamaba. Lo conoció en Puerto Williams mientras llevaba a cabo su investigación sobre las comunidades yaganas. Ella nunca perdía el asombro de encontrarse en la capital de la Provincia Antártica, en la ciudad más austral de las australes. Presentía que la vastedad de esas soledades tenía pocos equivalentes en esta tierra. La isla Navarino se rodea de muchas pequeñas islas, casi todas desiertas. Una de esas islas contaba con un habitante. Un hombre solo: la isla y él. Lo acompañaban su alma, su ganado y el frío. Visitaba Puerto Williams una vez al mes para vender sus ovejas y comprar provisiones: un odioso trámite obligatorio. Cuando Floreana lo conoció, se hizo muchas preguntas fantaseando sobre la vida de don Eugenio. Y cada atardecer, al mirar el poder de la montaña en los Dientes de Navarino, sentía una oleada de admiración por este hombre, hasta el día en que la montaña le devolvió esa admiración convertida en envidia. Porque Floreana había observado atentamente a los guanacos de la zona. Las manadas tienen un solo macho. Éste espanta a los más jóvenes, los expulsa de la manada y se queda solo con todas las hembras. De tanto en tanto, a través de la pampa, un guanaco solitario comiendo pasto, como un exiliado, espera su turno.

Don Eugenio no espera turno alguno; ha prescindido. La envidia de Floreana.

6

El pizarrón del hall se repleta con notas diarias: desde pedidos de ayuda para la cocina o la huerta hasta el aviso de partida de alguna huésped. Allí se inscriben las mujeres para una determinada tarea, se dejan recados, se ofrecen servicios.

Floreana se anota para hacer las compras en el pueblo. Con ello intenta sacudirse el aceleramiento metropolitano. Demostrar apuro es una forma de ganar status, de sentirse importante, le decía socarronamente Dulce a Fernandina cuando ésta empezó a correr entre Santiago y Valparaíso, tras asumir su escaño en el Congreso.

Floreana respira el aire seco y frío del sur. Tengo todo el tiempo del mundo, el que le es negado a Fernandina, el que ya no tendrá Dulce. Y reconociéndose afortunada, comienza el descenso de la ladera.

Aunque en la lista que Elena le entregó no aparece el pedido de azúcar, decide entrar al almacén de la señora Carmen y probar su propia paciencia.

La vaca no se ha vendido. Y ante el estupor de Floreana, la escena de días atrás se repite.