– ¿Cuándo te vino la idea del Albergue, entonces?

– Cuando detecté un nuevo mal: las mujeres ya no eran las mismas, pero no todos los resultados del cambio las beneficiaban.

– ¿O sea?

– O sea que, alcanzada su autonomía, se quedaron a medio camino entre el amor romántico y la desprotección.

– ¿Y eso es todo?

– No deja de ser. Los hombres se sienten amenazados por nuestra independencia, y esto da lugar al rechazo, a la impotencia… y así empieza un círculo vicioso bastante dramático.

– A este rechazo masculino siguen el desconcierto y el miedo femeninos; ¿es ésa la idea?

– Es que las mujeres viven esta lejanía como agresión, lo que a su vez produce más distancia en ellos. ¿Te das cuenta del resultado? Las mujeres se vuelcan más hacia adentro, se afirman en lo propio…

– Se quema la cara de la luna.

Elena la mira, interrogante.

– ¡Olvídalo! Es parte de la mitología del pueblo yagan.

– Bueno, el resultado es lisa y llanamente el desamor -dice Elena, categórica.

Se detiene y mira a su interlocutora con intensidad, como advirtiéndole que no bromea.

Floreana le cree. ¡Cómo no va a creerle, si lleva las marcas del desamor en sus propias espaldas!

– Me haces un diagnóstico, de acuerdo -prosigue tras unos momentos Floreana, reanudada la caminata-, pero lo que no me has respondido es qué te trajo hasta aquí.

– A ver… Todo comenzó cuando partió Fernandina. Abandoné el trabajo político y fui desarrollando a fondo mi profesión. Al trabajar con los problemas sicológicos y culturales de mis pacientes, fui descubriendo que para poder sanarlas, en este mundo tan complejo, no bastaba la actividad siquiátrica que yo podía ejercer en la ciudad; era necesario darle un carácter más sistemático al proceso de recuperación de las mujeres.

– ¡Menuda tarea! ¿Cómo se puede lograr?

– Mis objetivos son modestos. Algo se logra permitiéndoles «socializar» sus penurias, contarse sus dramas individuales, los que, créeme, siempre terminan siendo colectivos, y generando así una atmósfera de compañerismo.

– ¿A condición de estar a más de mil kilómetros de Santiago?

– Ironías aparte, sí. El silencio es vital, Floreana. Concebí un lugar lejos del mundanal ruido, donde las que necesitan recuperar la paz puedan hacerlo, para luego reinsertarse…

– ¡Qué difícil armar esta enorme empresa!

– Sí -Elena suelta una risa divertida-. No fue fácil; tengo un punto de vista medio heterodoxo y no encontré apoyo institucional. Tampoco una socia dispuesta. Pero perseveré, eché mano a mis propios recursos, y contra viento y marea me vine.

– A fin de cuentas, Elena, ¿qué es el Albergue? ¿Una terapia, una casa de reposo, un hotel entretenido, un resort ecológico? ¿Puedes definírmelo?

– El Albergue es lo que tú quieras que sea.

Floreana guarda silencio un trecho, concentrada en el brillo de las piedras lavadas por la lluvia, semihundidas en la huella de barro.

– Y con ello -insiste-, ¿resolviste tus propias inquietudes?

– Sí. Logré lo que no pude hacer en los veinte años anteriores: ayudar realmente a personas de carne y hueso. He llegado a una profunda tranquilidad personal.

No cabe duda, basta mirarla, piensa Floreana.

– Los tiempos en Chile estaban muy revueltos entonces, y esperé a que eso acabara -sonríe Elena, maliciosa-. ¿Te imaginas la cara de los militares ante un grupo de mujeres refugiadas en un cerro de Chiloé?

– ¡Una facción lesbiana del Frente Patriótico!

Elena se ríe. Al llegar a la arboleda que anuncia la gran construcción central de alerce y sus cinco cabañas, da un cierre a sus ideas:

– Cuando en Chile comenzó la transición a la democracia, sentí que estábamos todos convocados a construir acercamientos, a hacer posible esa convivencia que antes no tuvimos. Pero como yo ya estaba lejos de la política, mi proyecto fue éste. Me vine con camas y petacas. La ciudad ya no me interesaba, mi alma buscaba desesperadamente lugares todavía humanos. Entonces abrí el Albergue.

4

Esa tarde, al caer la hora obligatoria de silencio, Floreana abre el último cajón de la cómoda y saca las fichas de su investigación. Las recorre hasta dar con la que busca.

«Cuenta la mitología que antiguamente, cuando mandaban las mujeres, los hombres estaban obligados a obedecer y a efectuar todos los trabajos, aun los menos agradables. Para mantener a los hombres en esta subordinación, las mujeres habían inventado unos juegos que transformaron en la ceremonia llamada Kloketen. Éstos consistían en que las mujeres se pintaban el cuerpo de formas diversas y a través de la pintura se convertían en espíritus. Por medio de apariciones de estos espíritus fingidos, atemorizaban a los hombres haciéndoles creer que tales espíritus descendían del cielo o salían del interior de la tierra.

»Sigue refiriendo la mitología que un día el Sol, en aquel entonces hombre inteligente y buen cazador, era marido de la Luna, la que ejercía gran influencia sobre las demás mujeres. Un día el Sol, al regresar de la caza, observó cómo dos mujeres se bañaban en el río, haciendo desaparecer del cuerpo la pintura con la cual se presentaban como espíritus.

»E1 Sol comunicó sus observaciones y sospechas a los demás hombres, quienes seguían observando a las mujeres sigilosamente; de este modo se descubrieron los engaños. Entonces los hombres, muy enojados y armados de un gran palo, asaltaron el rancho del Kloketen, matando a todas las mujeres. La luna, que era de gran poder, recibió también un fuerte golpe. Pero en seguida se estremeció el mundo entero y el cielo amenazaba romperse. Nadie se atrevía a darle un segundo golpe para terminar con ella. Al final, un hombre valiente la echó al fuego; mas la Luna logró huir hacia el cielo, llevándose en el rostro algunas quemaduras que todavía pueden verse.

»Muertas así las mujeres, con excepción de las creaturas pequeñas, los hombres estudiaron la manera de imitar y practicar los juegos que antes ellas ejecutaban. Se pintaron de la forma más variada y según las características del espíritu a quien querían representar. Engañaron a las mujeres de igual modo y las tuvieron bajo su dominación. Hoy, ellas contemplan desde lejos los movimientos y bailes de esos espíritus y el miedo las mantiene sujetas a la voluntad de sus maridos.»

Hacia la derecha de la arboleda, en cuyo interior parecen esconderse las cabañas, se levanta una pequeña construcción, aislada, a la que llaman «capilla». No se escucha ningún ruido humano. La hora de silencio es solemnemente respetada por las mujeres. Viendo que aún le queda tiempo, Floreana se dirige hasta ahí.

Entra y se sienta en un banco. Todo es de madera. En lugar de las inexistentes imágenes -ni Jesús, ni Buda, ni Krishna-, sólo troncos en los muros y en el cielo, y al centro, presidiendo los bancos, un entramado de varillas de canelo forma un dibujo, una escultura, un altar virtual que la naturaleza pura ofrenda a las huéspedes.

Debe haber estado pendiente Floreana de que estaba viva. Todo su silencio -¡bendita hora diaria!- se concentra en un detalle inmenso: no ha muerto. Ella no ha muerto. El movimiento de sus vísceras continúa, como la respiración a través de su apretada garganta: no duele el aire que del mismo aire penetra. Por lo tanto, está viva. Sigue pensando, aunque sus pensamientos no tengan ton ni son: está viva. Siguen frente a sus ojos las varillas de canelo: está viva. Y los troncos en el cielo: está viva. Sus dedos siguen apretándose unos a otros: está viva. Se levantará, caminará por la arboleda y si se cruza con el Curco, éste saltará como conejo: por lo tanto, el Curco y ella están vivos. Entrará a la cabaña y la controlada voz de Constanza romperá la ausencia de sonido: imposible no estar viva si oye a Constanza en su hablar. La lluvia, sí, también la lluvia romperá el silencio, y si ella aún escucha la lluvia y siente la lluvia, y se moja con la lluvia, quiere decir que no ha muerto.

Ella no ha muerto.

Aunque parezca romperse el firmamento y la lluvia dé paso a la tormenta y se aproxime la borrasca y crujan vidrios y puertas, no morirá. La lluvia insensible y despiadada y desnuda, la tormenta y el firmamento enfurecido, serán inofensivos. Porque la vida aún no la ha descartado.

En la capilla, Floreana piensa en la muerte.

Luego, al saberse viva, recuerda que el camino a casa está siempre abierto. Ésa es la esperanza, le dijo Dulce un día: la última llama. Pero Floreana se pregunta: la casa y la patria, ¿qué son, dónde están?

Palabras que retumban en la madera vacía.

Su archivo de historiadora es un delirio del tiempo detenido. Todo lo que quedó del pasado yace ahí, inmovilizado en su materialidad. Ella lo hará vivir: es una forma de controlarlo. En los documentos mismos nada puede pasar ni cambiar, pero ella los hará bailar a su ritmo. Su interés en la Patagonia, ¿no es, Floreana, una fascinación por esa marginalidad radical que implica la extinción, los mundos que se acaban? Es la forma más absoluta de desaparecer de la historia. («Allí, al abrigo de sus pobres chozas, me referían cómo y de dónde habían venido los primeros hombres a estas regiones; cómo se formó la inmensidad de los canales y la nieve eterna que cubre de blanco sus montañas. Me dejaron conocer los nombres de las aves y demás seres vivientes, refiriéndome la particularidad mitológica de cada una de ellos; finalmente me referían los destinos de su raza, su pasado y su presente, y el porvenir oscuro que los condena a una desaparición definitiva.»)

Mis muertos vivirán en mi recuerdo, pero, ¿qué pasa con un pueblo entero que desaparece de la geografía y, finalmente, de la historia? Sólo la memoria rescata a esos hombres y esas mujeres, allí vuelven a vivir. Consuelo que no les queda a los muertos propios, los que una amó, los que no perecieron colectivamente.

La memoria es más potente que el recuerdo.

La memoria quedará en los textos, el recuerdo no.

Y la patria. En latín, la tierra de los padres. ¿Dónde está el origen, dónde la pertenencia? No te engañes, Floreana, la historia para ti no es más que una necesidad, una forma aparentemente digna de buscar arraigo, de aplacar tu infinito terror a su opuesto, el desarraigo. Si estudias la dimensión temporal de los problemas del hombre es porque el tema del tiempo es para ti vitalmente significativo, por tu miedo a su volatilidad, a lo perecedero. Pobre Floreana, tan profunda tu angustia frente al no pertenecer. Sólo te queda rescatar. Eso es tu profesión: rescatar lo vivo de los muertos.