(Son unos mamarrachos, le diría después Toña, parecen del siglo pasado. Pero Angelita la había contradicho: ésa es la gracia que tienen, no le hagas caso, Floreana, te van a encantar. Y Floreana pensó que el pelo rubio de Cherrie era igual al de las muñecas.)

Durante la comida observó, repartidas en distintos asientos, a sus compañeras de cabaña. Toña es el alma de la fiesta, la pongan donde la pongan. Imposible que esté calmada o pase inadvertida, y cuenta con que las demás sean sus espectadoras. Angelita, que la sobrepasa al menos por quince años, es su compañera inseparable. Comen también juntas. Constanza, en cambio, está lejos y, aunque se la ve rodeada por tantas, parece comer sola; proyecta una rara distancia intraspasable. Elena la observa a menudo. ¿Será una de sus favoritas? No es que Floreana ponga en duda la ecuanimidad de la anfitriona, sino que la siente -por este detalle- humana, vulnerable. Constanza no se sabe centro de mirada alguna y efectúa cada acción con parsimonia, desde la frase que le dirige a su compañera de asiento hasta el rutinario acto de untar el pan con mantequilla.

Floreana se arropa todavía más. Hace un buen tiempo que no duerme tranquila, y entrega sus esperanzas a la noche. Se siente segura; el cielo de las solitarias hará callada vigilia sobre el Albergue y los cerros.

3

– Es que las mujeres, Floreana -dice Elena mientras caminan hacia el pueblo-, ya no quieren ser madres de sus hombres… y tampoco quieren ser sus hijas.

– ¿Y qué quieren ser?

– Pares. Aspiran a construir relaciones de igualdad que sean compatibles con el afecto.

– No me parece una aspiración descabellada…

– Tampoco a mí. Pero existe una mitad de la humanidad que lo pone en duda.

– ¡Y una mitad más bien poderosa!

– Es raro esto que nos pasa… Hemos crecido, hemos logrado salir hacia el mundo, pero estamos más solas que nunca.

– ¿Por qué?

– Porque se nos ha alejado el amor.

– ¿Lo sientes así, tan rotundo?

– No es que lo sienta; lo sé. Lo veo todos los días. Creo que la desconfianza y la incomprensión entre hombres y mujeres va agigantándose. Los viejos códigos del amor ya no sirven, y los hombres no han dado, o nosotras mismas no hemos dado, con los nuevos…

Elena se vuelve hacia el mar, verifica el persistente tronar de las olas.

– El sueño -continúa- era que, en la medida en que abarcáramos más espacio y tuviéramos más reconocimiento, seríamos más felices. Pero no me da la impresión de que esté siendo así.

Mierda, piensa Floreana. Reconoce la verdad en el diagnóstico de Elena, pero no tiene ganas de que se lo comprueben. Un dolor aún no anestesiado la impulsa a pronunciar palabras que creía secretas.

– ¿Sabes, Elena? Es tan cierto lo que dices, que después de muchas idas y venidas he optado por lo más sano: la castidad.

– No me parece una buena idea, eres muy joven todavía.

– De acuerdo… Se podría juzgar como una renuncia seca, muerta. Pero, en serio, no quiero tener nunca más una pareja.

Mi instinto me acerca a los hombres, se dice atribulada, y mucho, pero sólo la absoluta prescindencia me permite ganar la pelea y tener paz. Siente una vez más su cuerpo como un estuche cerrado que no debe abrirse, para que no se desparramen las joyas guardadas allí. Lo pensó aquel día en que resolvió vivir en castidad.

– No puedes torcer la naturaleza -agrega Elena-. Creo que esencialmente es buena, aunque a veces los destinos están mal trazados. Deja la castidad para el día en que no tengas pasión alguna que esconder o confesar. Entonces, créeme, vas a ser libre.

– ¿Eso también lo sabes?

– En carne propia. El día en que la libido me abandonó, en que prácticamente desapareció, comprendí que había alcanzado la libertad.

– ¿Cuándo te ocurrió?

– Cerca de los cincuenta años. Todo cambió: nunca más un dolor… de ésos, al menos.

– Y tampoco un hombre…

– No tengo una posición, digamos, militante. De vez en cuando puede haber un encuentro… pero suave, relajado, sin las connotaciones de antes. Voy por otro riel, definitivamente.

– ¿Pero es cierto eso? ¿Se acaba la libido algún día?

– Sí. Bueno, no sé si a todas les pasa, pero ésa es al menos mi experiencia.

Elena es un cuento aparte, piensa Floreana, en el amor como en tantas otras cosas.

Evoca a sus hermanas hablando de Elena con indisimulada envidia por los estragos que producía en el sexo opuesto y los muchos enamorados que la rodeaban constantemente. Recuerda los escándalos que le atribuían los que no soportaron la forma en que Elena les dio la espalda a sus orígenes. ¿Y a esta mujer -¡a ella!- la abandonó la libido? Se desconcierta observando esos ojos de aguamarina sin asomo de maquillaje. Sus arrugas están tostadas por el sol y luce el pelo blanco como un desafío, parece orgullosa de mostrar que por ella el tiempo no ha pasado en vano. Aunque parezca contradictorio, piensa Floreana, ese rostro y sus huellas resultan joviales y dignos al no intentar disimulo alguno. Su porte perfecto no amaina con el tiempo, su cuerpo sigue siendo templo, baluarte y gloriosa fortaleza. ¿Cómo iré a ser yo a esa edad? Así, como ella, aunque pusiera todo mi empeño, ciertamente no.

Llegan al almacén. Pegada a la vitrina, una hoja de cuaderno escrita con lápiz a pasta azul dice: Se vende vaca. Entran donde la anciana señora Carmen, probable protagonista de la vida del pueblo desde antes que éste naciera. Su brazo derecho no existe y la manga de su delantal cuelga vacía.

Luego de los saludos, Elena le pide azúcar.

– ¿Un kilo o cinco?

– Déme dos no más, señora Carmen, que luego voy a la ciudad.

– ¡María! -pega un grito la vieja-. ¡Tráete dos kilos de azúcar!

Floreana supone que María estará en la bodega oscura que se insinúa detrás del mostrador.

– Por mientras, déme un paquete de mantequilla.

Los movimientos de la señora Carmen son lentos como los de un ave herida. Estira su única mano hasta el estante, saca la mantequilla y la envuelve en papel. La operación toma exactamente ocho minutos. Nadie llega con el azúcar.

– ¡María! -el segundo grito es igualmente sonoro-. ¡Tráete la azúcar!

Elena pide fósforos: todo el procedimiento tarda casi lo mismo que con la mantequilla. No hay caso, el azúcar no llega.

– ¿Cuánto le debo, señora Carmen?

La vieja trata de sujetar una pequeña libreta y al mismo tiempo sumar las tres pequeñas cifras con una máquina calculadora. Que no se preocupe, le dice Elena, ella sumará. Al tercer grito hacia la invisible María, Floreana empieza a taconear el suelo con su bota, enervada.

– Calma -le susurra Elena al oído-. Tienes que olvidarte de la ciudad; estamos en el tiempo del sur.

Se encuentran con un carabinero a la salida del almacén. A Floreana le sorprende la amabilidad de su trato con Elena:

– ¿Todo bien, señora Elena? ¿No se le ofrece nada?

– No, gracias, mi cabo, todo bien.

– Estamos preparando la llegada del ministro.

– ¡Qué interesante! ¿Cuándo llega?

– Dentro de diez días. Pero no se preocupe, le avisaremos a tiempo -responde pronunciando con precisión cada s y cada z.

Se lleva una mano a la gorra y se despide. En uno de sus dedos reluce un grueso anillo con una piedra roja al centro.

– El ministro es amigo mío y ellos saben que yo moví algunos hilos para que viniera -le explica Elena a Floreana; cuando termina la frase, la alcanza un anciano vestido pulcramente-. ¿De nuevo la cuenta de la electricidad, don Cristino? -Elena descifra el papel que el anciano le muestra.

– Es que alguien tiene que explicarme, pues, Elenita. El costo de un kilovatio… ¿dónde dice el costo? ¡Yo no puedo pagar estas cuentas!

– Pregúntele al ministro, don Cristino. Viene en diez días más. Usted sabe que yo no entiendo de kilovatios…

– Pero si usted entiende de todo, Elenita, no se haga la lesa.

– Le sugiero que hable con el alcalde para que le fije una audiencia, no vaya a ser que ese día no pueda conversar con el ministro.

– Buena idea, buena idea…

Parte don Cristino camino a la Alcaldía.

– Siempre la misma historia -se ríe Elena-, vive obsesionado con los kilovatios.

– Se ve que te quieren en el pueblo.

– Al principio me miraban con bastante recelo. Tuve que superar un lento proceso de aceptación… y por fin se hizo claro que a ambos, pueblo y Albergue, nos cundía más si hacíamos alianza. Les trajimos un poco de prosperidad, también. Constituimos una buena fuente de trabajo para ellos, desde la señora que nos hace el pan cada mañana hasta los pequeños agricultores que nos venden los corderos, los patos y los vacunos. Además de los huerteros con sus hortalizas, porque nuestra pequeña huerta no da para abastecernos… ¿Te imaginas la fortuna que se ha hecho con nosotras el tipo de la Telefónica, o el del Correo? También ayudaron las conexiones que tengo en Santiago. Tú sabes, éste es un país chico y no es difícil conocer gente. Consigo que los parlamentarios vengan más allá del período de elecciones y que gestionen proyectos. Pero la razón por la que más me quieren es el policlínico.

– ¿Tú lo formaste?

– No. Cuando yo llegué, tenían la infraestructura pero no había médico. Ningún profesional parecía dispuesto a venirse a este pueblo perdido. Convencí a un colega que atravesaba por una crisis personal en Santiago para que se viniera. El pueblo adquirió otro carácter ahora que tienen doctor. Y el policlínico es su orgullo, vienen de todos los pueblos vecinos a atenderse aquí.

– ¿Y cómo se te ocurrió formar el Albergue? -pregunta Floreana mientras comienzan a escalar la colina, a la salida del pueblo.

– Mi padre era un hombre muy rico y construyó un hotel en esta isla por puro capricho, antes de que estuviera de moda, cuando aún no existía en este país un concepto del turismo como negocio. Lo recibí de herencia a su muerte. Mis hermanos decidieron que yo era la única chiflada de la familia que podía sacarle algún provecho.

– El lugar es estupendo y tiene una vista privilegiada. Si lo hubieras destinado a un hotel común y corriente habrías ganado mucha plata.

– No es tan cierto. Tendría clientes sólo en verano. ¿A quién se le ocurriría pasar aquí el invierno? Pero la verdad es que ni el lucro ni la hotelería me interesaban.

Floreana constata el buen estado físico de Elena a través de la fluidez con que habla, a pesar del esfuerzo que significa subir la colina.