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«Observo, signorina , que no me entiende. Le estoy ofreciendo una salida a esta situación que la Señoría no ha creado, pero que no le conviene en absoluto. Tengo que ser franco con usted: la presencia en La Gorgona de la tía Annunzziata no nos inquieta lo más mínimo: no es más que la cuñada del comodoro De Risi, una vieja beata y orgullosa sin medios para causar engorros ni siquiera con la lengua, porque no es murmuradora. Pero el caso de usted es distinto. Usted es la hija del que todavía se recuerda como el héroe sacrificado. Gente hay que acata la nueva Señoría, pero que no la respeta, y sueña vagamente con una restauración. ¡Otra vez los marinos al Gobierno, y los griegos en alza! ¿Imagina la algazara que se habrá armado ya en el Arrabal al saber que está usted aquí? Veneran la memoria de su padre y les ponen su nombre a sus hijos. ¡Cientos de bambini se llaman Giorgio! El comodoro navegó con muchos griegos y su mando se cita todavía como modelo de humanidad y de eficacia: nada de gato de siete colas, nada de encadenar a la barra. Además, el comodoro De Risi devolvió a la catedral griega la reliquia de san Demetrio, la devolvió contra toda justicia, porque está probado que pertenece a la catedral latina, que el derecho está de nuestra parte; pero a él le convino hacerlo, un acto demagógico que le aseguraba la lealtad de esa gentuza. Pero no hay por qué mencionar estas historias, no hay por qué meterla a usted en ellas. Usted era muy niña, jamás ha visto la sagrada reliquia y, como ha vivido fuera, no puede comprender lo que para nosotros vale esa aparente menudencia, hasta el punto de llegar a la guerra y a lo que fuese, digo a la guerra santa, para recuperarla. ¡Ya ve, acaso ahora se le alcance alguna de las razones por las que el general Della Porta se opuso al comodoro De Risi!» Demónica aprovechó el silencio que siguió a estas palabras para preguntar: «¿Adónde intenta llevarme? ¿Qué quiere usted decirme? Porque no creerá que voy a ponerme a la cabeza de los griegos y hacer una contrarrevolución que les restituya la sagrada reliquia, que a mí, naturalmente, no me importa». «De acuerdo. Admito sus buenas intenciones, pero me gustaría hacerle comprender que no puede vivir en la Isla. No puede, no es posible, daría lugar a conflictos y desórdenes, y la voluntad del general…» Demónica le interrumpió: «La voluntad de usted. ¿Por qué se refiere constantemente al general? Usted es el que manda». Ascanio apenas sonrió, pero no fue de desagrado su sonrisa. «No tengo por qué ocultar que soy el hombre fuerte de la Isla. Yo soy el que gobierna, en efecto, pero el general manda. No hace más de una hora, al enterarme de que usted había llegado, subí al castillo, a consultarle. "¿Y dices que está sola en el mundo esa pobre bambina ? ¿Y dices que no tiene dinero?" El general es compasivo y afectuoso; al general le enternecen las penas de los demás; la enfermedad le tiene condenado a la soledad más espantosa, a acabar en sí mismo. ¡Por eso la llama bambina , como si fuera su hija! "Si es tan inteligente como dices, ¿por qué no la empleas en el servicio secreto? Nápoles sería un lugar excelente para ella." ¿Se da cuenta? ¡A nadie se le hubiera ocurrido, más que a él, una solución tan oportuna para su caso! En nombre del general, le ofrezco entrar a nuestro servicio con residencia en Nápoles. Le daríamos a usted…» Demónica movía la cabeza pausadamente: a la derecha, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda. Ascanio le preguntó: «¿Por qué?». «Porque no puedo venderme a mis enemigos. Porque usted mató a mi padre.» A Ascanio se le alborotaron las manos, se le atropello la lengua. «¡Usted no puede decir eso, signorina ! ¡Usted sabe que yo gobierno, pero que el general manda! ¡Usted sabe que a su padre le juzgó un consejo que presidió el general en persona, y que todos quisimos salvarlo, el general el primero! ¡Usted sabe que su padre fue ajusticiado por terco!» Demónica se puso en pie. Apoyó en la mesa de Ascanio, reluciente caoba de las Indias, sus manos de dedos largos, ahora un poco crispados. «Si hay alguna persona en el mundo a quien no se pueda hablar así, signore Aldobrandini, es a mí. Mi madre supo lo que sabía mi padre, yo sé ahora lo que mi padre supo: la historia de la revolución y sus secretos. A otros, al pueblo entero, a los ingleses que les compran los barcos, a los obispos que manda el Vaticano a pedir que no ahorquen a más gente, a los visitantes, a los viajeros, pueden ustedes, o puede usted, si lo prefiere, engañarlos con la historia de Galvano della Porta, el héroe de la batalla de la Esquina Rosada -¡qué horror, veinte hombres muertos de cada bando!-, el gobernante implacable que se pudre en la soledad del castillo porque la lepra le arranca a pedazos la carne, pero que todos los días se asoma a la terraza para que los ciudadanos vean al menos su sombra. ¡En fin, la carroña viviente que aún dicta las leyes y decreta las muertes! Le aseguro, signore Aldobrandini, que es una historia bien tramada, todo el mundo la cree, sería insensato intentar desbaratarla. ¿Hasta usted mismo habrá llegado a creerla? ¡He visto tantas cosas extrañas! Pero yo sé, signore Aldobrandini, que el general Della Porta no es más que una ficción, una historia sin nombre, algo que han inventado y siguen inventando en la tenebrosidad de la Señoría, cuando se reúne el Tribunal de los Ciento, o el más secreto todavía, el poderoso y siniestro de los Doce, que usted y no el supuesto general preside; o acaso se le haya ocurrido a usted solo, acaso únicamente nosotros dos estemos en el secreto, y eso nos una…»

Creo que fue en este momento cuando entré por primera vez en el salón, como te dije, Ariadna; cuando entendí que me importaba tanto lo sucedido como lo que iba a suceder, y volví atrás, a enterarme del cuento entero. Lo que pasó entonces fue que Ascanio permaneció callado y quieto, quieta incluso la mirada, hasta el momento en que Demónica empezó a remejerse, en que sus dedos arañaban el barniz de la mesa, en que respiró fuerte y se le agitó el pecho, en que acabó gritando: «¡Diga algo! ¡Mándeme ya a la horca!». Entonces, Ascanio rezongó en voz baja estas palabras, que Demónica seguramente no entendió, o que quizá haya entendido: «Siempre creí que Antígona era una pobre imbécil». Se levantó. Llegó hasta una de las puertas, habló con alguien, gritó a Demónica: «¡Venga!», se cerró la gran puerta tras ella, y, entonces, Aldobrandini se secó un poco el sudor de la frente, tocó la campanilla, y al ujier que acudió le dijo: «Haga pasar a la señora extranjera».

3. – ¿Sabes que cansa la fantasmagoría?, ¿que de pronto te desentiendes de Aldobrandini, y que a viajar por el tiempo prefieres el movimiento en este pobre espacio nuestro, remoloneando y todo eso que parece pecado mortal? Lo haría yo de buen grado, a estas horas de la tarde, casi el crepúsculo ya, si supiera que al final estabas tú, lo único real de este tumulto de palabras: no imagen vana, sino tangible, en carne y sangre. Pero tu realidad, en esta hora de hoy, es la realidad de tu ausencia, pura presencia del no estar, ¡y todo por la visita a un médico de locos! Hace un momento, tal vez nada más que media hora, me acometió la furia de la soledad, la gana desesperada de llamarte sin respuesta, Ariadna, Ariadna, por todas las veredas, por todos los rincones: buscar y no encontrar, no ya tu cuerpo, ni siquiera tu sombra. Sólo en algún lugar un rastro de tu olor semejante a un perfume, o un rastro de perfume semejante a tu olor. Cuando se siente la comezón que yo sentí, fallan los acostumbrados recursos, no hay engaño que valga, o te tengo o no te tengo. Pero como no te tengo nunca más que a distancia, más que tú ahí y yo aquí, necesito engañarme, por lo general, con la esperanza, a veces con la magia, pero acaban juntándose en una y la misma cosa, mi esperanza en el poder de la palabra: aunque la mía sea de las modestas, de las que sólo consiguen retener, jamás aproximar, menos aún sujetar y encadenar. Mi palabra, por ejemplo, es incapaz de traerte, ahora que no estás y que te necesito. Si grito otra vez: «¡ Ariadna!», mi voz se pierde en el bosque después de haber rozado en su camino las aguas frías del lago. ¡Ah, si supiera trazar el círculo de la omnipotencia, o los tres, según algunos, que no se sabe bien cuántos tienen que ser! Entonces, de la fogata que encendí con un montón de ramas secas y que ha ahumado el aire alrededor de la cabaña, de ese humillo azulado que todavía asciende en el espacio tranquilo, por la virtud del círculo y de la palabra aparecerías tú, con tu sonrisa y tu cartera, ya ves lo que he tardado, esos caminos están imposibles sobre todo a esta hora, cualquier día va a haber una catástrofe. Y después de besarte (en la mejilla) y de preguntarte si Olga te había dado algún sobre para mí; después de esperar un rato a que cambiases de ropa y te pusieras los blue-jeans y esa camisilla colorada que te sienta tan bien; después, por último de verte comer algo (yo ya lo hice en medio de la pena), te invitaría a escuchar las historias de hoy: esas que van escritas ya, y las que todavía no inventé.

Te explicarás mi deseo de que escuches cuanto antes el relato de lo que sucedió entre Ascanio y Demónica. ¿Llevarás la sorpresa que llevé, me obligarás a que vuelva atrás en el cuento y te repita esa declaración redonda y neta de que el general Galvano es una entera ficción? Confío en que así sea, no me extrañará, será la prueba de que descubras la utilidad de este peregrinaje por un pasado que nunca pareció concernirte, remoto en sus relaciones con lo que de verdad te importa. Pues, ¡ya lo ves! Por ahora no podemos decir que la invención de Galvano se relacione de algún modo con la de Napoleón, su modelo o su copia; pero me inclino a creer que no son ajenas la una a la otra si se tiene en cuenta el modo de vestir de Della Porta, que es, calcado, el más tópico del emperador de los franceses. ¡Sería demasiada casualidad, una casualidad sospechosa e inaceptable, proponer la mera coincidencia! Tampoco podemos, sin más datos, concluir alegremente que a Napoleón lo inventó Aldobrandini, pues si bien parece (o podría) ser cierto que el uno repite al otro, queda sin respuesta una pregunta que entiendo principal: ¿Por qué, para qué iba a hacerlo Ascanio? Sería atribuirle un espíritu de juego específicamente estético. Pero, sobre todo, ¿cómo? Porque, supuesto que el genio de Aldobrandini le hubiera llevado a semejante aventura de la imaginación, a semejante hazaña de la perspicacia histórica, ¿de qué medios se hubiera valido para comunicarla, para propagarla, para imponerla? No perdamos de vista las proporciones reales: en el concierto de las potencias contemporáneas a la Revolución Francesa, La Gorgona no pasa de estación cómoda para que las escuadras se provean de agua potable; incidentalmente, y sólo para Inglaterra, que tiene medios para asegurarle la independencia (relativa), es también un astillero barato del que todavía obtiene productos de la mejor calidad. En cuanto a sus gobernantes, jamás han sido de los que se tienen en cuenta a la hora de los grandes congresos, de los que se invitan preferentemente y cuya conformidad, o consejo, se buscan. La Gorgona no ha hecho historia ni colaboró con quienes la hacen: se limitó a aprovecharla unas veces, a padecerla otras, como comparsa, ni más ni menos: desde el punto de vista de esta clase de personajes, lo que acontece en los grandes escenarios trágicos resulta algo distinto de lo que nosotros entendemos, los del patio de butacas, o de lo que a nosotros nos han hecho entender: más desvaída y quizá menos solemne, pero siempre aprovechable y necesariamente imitable, cuando no temible. Por otra parte, la fisonomía ofrecida hasta ahora por Ascanio, según la documentación fidedigna, es la de un tirano local, dictador de escasos ámbitos, cuyos instrumentos exteriores no pasan de meros agentes policíacos, informadores o soplones, y aunque llegue a admitir que, como policía política, fuese la suya excelente, no me sirve de prueba de una visión más amplia de una función y de un destino. Recibámosle, pues, sin exagerar sus límites, pero también sin desquiciarla: dentro de la pequenez de la Isla, que tal vez resulte un poco estrecha, no tengo el menor inconveniente en conceptuarlo como un político genial (acabo de decirlo), si, como parece, Galvano della Porta es de su pura y quizá secreta invención: Galvano y cuanto le rodea, Galvano y su mito, Galvano y su lepra, Galvano y sus epifanías crepusculares, Galvano y su hambre sexual, Galvano… Ascanio fue consciente en algún momento de que no bastaba el respaldo de su suegro, es decir, del dinero, para gobernar, e inventó a Galvano, es decir, al que manda, al responsable: comprendió a tiempo que para ciertas operaciones de opresión y poderío no es menester un hombre, sino ante todo un nombre, aunque necesariamente haya de ser (se supone) de muchas campanillas. Escuchad éste: Galvano. ¡Tilín, tilín, tilín, tilín! ¡Oh, Galvano! ¿Cómo íbamos a encontrarlo, la otra tarde, cuando descendimos al castillo en su demanda? Este descubrimiento nos obliga a pensar que el destino de Inés (Agnes) de Bragança no fue la muerte repugnante en brazos de un leproso, el belfo podre en procura de un labio fresco. Pero, ¡qué bien maneja este sujeto los ingredientes melodramáticos! Fíjate tú… ¿Qué habrá sido realmente de Inés? ¿Estará acaso recluida en una mazmorra de la Señoría, como lo estuvo al parecer Demónica, alimentadas una y otra de manos de Aldobrandini, palomas preferidas de un cuidador celoso? Hechos pasados irremediables son: no nos es dado acudir a liberarlas. ¡Y es lástima, porque me gustaría hacer alguna vez en mi vida de Lan-zarote del Lago, o al menos de San Miguel. ¿Lo imaginas, la batalla entre el cojo Aldobrandini, ducho quizás en ardides de pelea, y este profesor cansado que sólo supo en su vida manejar la palabra? Lanzarote del Diccionario, o así… Bueno. Volvamos a lo nuestro: cualquier consideración moral sobre el caso queda ya fuera de tiempo. Pero, estéticamente, ¿verdad que es atractivo, que es fascinante? Imagínate a Ascanio recorriendo, solitario, toc-ti-qui-toc, los corredores profundos donde escucha todavía, el que sabe escuchar, ayes de torturados de antaño. Lleva en una mano una linterna; en la otra, un canastillo con comida y un mínimo servicio. Después de esquinas, escaleras, crujías y encrucijadas llega a un espacio ancho al que dos puertas abren. Se acerca a la primera, saca ese manojo de llaves de todos los carceleros, aro de alambre, piezas enormes que tintinean: una de ellas actúa (rechina); Ascanio empuja la puerta ferrada… ¡Chrrrrr! En el rincón apenas con luz -el ventanuco queda lejos, arriba- Inés medita acerca de su suerte, o quizá de su muerte; acaso ni siquiera medite: se limita a cerrar los ojos que fueron bellos… ¿Dormirá, así sentada, así inmóvil? Ascanio la sacude delicadamente, le habla al oído con dulzura, la anima a que coma. Ella, por fin, lo hace, voraz de pronto, como una niña, sin que el hedor que asciende de algún rincón oscuro se lo estorbe. Ascanio le ha puesto la servilleta, le parte el pan, le ofrece el agua de un vaso… Y cuando Inés aparta el plato de la amargura (donde aún quedan viandas, no puede decirse que la maten de hambre), él lo recoge y coloca encima de una mesilla que está en alguna parte, y advierte a Inés, por si más tarde tiene hambre. Ella ha abierto los ojos, mira hacia la penumbra de la pared frontera, como hacen todos los presos, aunque no todos hayan tenido los ojos tan bellos como Inés, si bien alguno (o alguna) puede haberlos tenido más bellos todavía. Chi lo ? La historia está llena de casos… Ascanio, entonces, se sienta junto a ella, empieza a hablar: el sermón de hoy, dicho con voz tan dulce, convincente, continúa el de ayer, preludia el de mañana: hay que ser casta… Por no haberlo sido sufre ahora este castigo. Las penas actuales le serán conmuntadas al llegar al Purgatorio: es lo que sale ganando. La dialéctica de las manos de Ascanio es de las persuasivas, de las apabullantes: lógica pura en dedos de marfil, algunos oscurecidos ya en las yemas a causa del tabaco.