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Demónica está bastante menos decaída: pasaron pocos días desde el de su prisión, y, acaso por descuido, tal vez por imprevisión, aunque no quepa descartar en este caso la voluntad deliberada, Ascanio había ordenado que llevaran con ella su maleta, que le entregasen los instrumentos de su coquetería, de modo que ella cambiase de ropa: se muda la interior, y la que lleva no huele mal, todavía, como huele la de Inés. Demónica puede mantenerse erguida y orgullosa, dar a Ascanio la espalda, esquivar la respuesta. Él le cuenta que hace un día excelente, que las chicas de la edad de Demónica pasean por el camino de ronda, que está a punto de llegar a la Isla el almirante Nelson, quien representa a Inglaterra; la protección real y virtual de La Gorgona y de sus gobernantes. «Francia lo evitaría de buena gana, ya lo sabemos, pero los barcos de Francia no se atreven a presentar batalla a los ingleses. ¡Lástima que no lo hagan! Esa gentuza sería arrojada del poder usurpado y volvería a Francia el heredero legítimo del trono… Con él, las cosas en orden.»

Posiblemente, al espíritu embotado de Inés (Agnes) no llegue, con todo su peso imperativo, el discurso moral de Ascanio: la mente alerta de Demónica no se abre al político, lo deja que resbale y caiga como un rayo de sol que se acerca a la piel. Pero esta vez Ascanio no es expedito, como otros días: el discurso, breve de sólito, se alarga en una transición hecha de vagos manoteos y de generalidades, para, de pronto, cambiar el tono, ascender al trágico de las amenazas y la gesticulación tajante, referirse a los que conspiran en la sombra, a los que especulan con la catástrofe, a los que… A Demónica le cuesta trabajo simular la indiferencia: se estremece, tiemblan sus manos cuando Ascanio le anuncia (¿por qué?, ¿a santo de qué?) que aquella misma tarde se reunirá en sesión urgente el Consejo de los Doce, el de las grandes decisiones -inapelables, por supuesto. Tal vez muerda la lengua y refrene el ansia de preguntar si algo de todo aquello le concierne…

Aquella tarde (¿aquella tarde?), los ciudadanos de La Gorgona asistieron al desfile, extraordinario, espaciado y sistemático, de once sillas de manos labradas en madera oscura, los cierres opacos, y el interior, según se dice, mullido de guatas y damascos: todos sabían que encerraban, que transportaban, a los miembros del supremo consejo, a un tiempo tribunal y gabinete. De un lado a otro de la calle, comerciantes alerta se interrogaron con un gesto, con un movimiento de cabeza; se respondían encogiéndose de los hombros o levantando las cejas. Fue como si un ave de alas oscuras volase de calle en calle y ordenase silencio, fue como si un luto súbito entristeciera a la gente. ¿Qué es lo que irá a suceder? Dentro de la Señoría, los que habían caminado como sombras, ahora se movían como fantasmas de suave susurro. Las plumas se deslizaban sin rasgueo por el papel. Las voces eran quedas, y hasta habían enmudecido las campanillas de llamar.

El tribunal actuaba con luz escasa: un candelabro de tres brazos encima de una mesa tapizada de negro; al lado, un Cristo en la cruz, sanguinolento. Los doce miembros vestían también de negro, hopalandas o ropones de terciopelo y brocado; negros eran asimismo los antifaces y capuchones que los enmascaraban. Se sentaban a tres por banda, alrededor de la mesa, sin presidencia, pero las voces, por supuesto, no las disimulaban, aunque impusiesen la tradición y el uso que fuesen tétricas, que resonasen desde el principio como sentencias de muerte: algo así como si resbalase cada una sobre un redoble de xilófono por las zonas más graves. La de Ascanio dio cuenta de la amenaza encerrada en aquel papelito que una mano ignorada había dejado caer encima de su mesa: «O pone en libertad a Demónica de Risi, o arderán los navios del astillero sin que nadie se mueva a apagarlos». «Esto supone un intento de intervención, por parte de la chusma, en la política gubernativa, y entiendo…»; pero aquí le interrumpió, desde una esquina, la voz caliente de Flaviarosa: «¿Y quién puso presa a Demónica? El tribunal no está enterado de semejante medida, ni siquiera le consta la llegada de Demónica a la Isla, y espero que sus miembros uno a uno, lo ignoren asimismo». No se veían los muros de la estancia, o por remotos, o por negros; pero debían de estar tapizados por estofas espesas, ya que, en vez de rebotar la voz, se la tragaban: ¡así la de Flaviarosa, vibrante y armoniosa siempre, sonaba como de corcho, casi sin timbre, apenas con tonalidad! Debía de ser lo acostumbrado, porque nadie manifestó sorpresa: relató Ascanio la llegada, días atrás, de aquella ciudadana peligrosa, su entrevista con ella, y que la había mandado presa por razones urgentes de Estado. «¿Cuáles?» «Sabe demasiado.» «¿Y qué sabe?» Ascanio no se movió, permaneció en silencio. Flaviarosa, insistió, irónica, rasgado el tono: «…en el caso, por supuesto, de que el supremo organismo de gobierno esté capacitado para el conocimiento de esos secretos». Las otras voces, hasta ahora en silencio, murmuraron. Las otras cabezas, hasta ahora quietas, se acercaron. «Pero yo me pregunto -continuó Flaviarosa- que si hay secretos que el tribunal no puede conocer, ¿por qué existe y por qué subsiste? ¿Sólo para respaldar las decisiones que el ministro se toma por su cuenta y sin previa consulta? Estimo que la persona de Demonica de Risi, por razones que se alcanza a todos, sería digna de un trato más político y, por supuesto, menos cruel. Si es peligrosa, no aceptarla en la Isla, pero siempre después de haberlo deliberado aquí y por los que aquí estamos.» «Al ministro competen las decisiones urgentes.» «Sí, pero dando cuenta de ellas inmediatamente después.» «La opinión del general Della Porta…», comenzó Ascanio, y le interrumpió Flaviarosa, segunda vez, pero con una carcajada anterior a las palabras, y que casi las resumía, aunque no adelantase su sentido: «¡Apuesto -dijo, riendo todavía- que el general lo ignora todo de este asunto! Con lo enfermo que está, ¿cómo va a distraerse en pequeñeces? El ministro, que es tan considerado con nuestro Podestá, que no vive temiendo por su salud, estoy segura de que le ocultó la llegada de Demonica, de quien, por otra parte, tengo informes escasamente inquietantes. Lo que le gustaría es casarse y dejar de andar de un lado para otro en busca de quien le ayude y a veces de quien la invite a comer. Quizás su madre haya conspirado contra nosotros, lo admito, pero la hija es inofensiva». «¡Sabe cosas! -repitió Ascanio con fuerza-, y si no las sabe las inventa. Imagínense que dijo… que me dijo , ¡que el general no existe! ¿Piensan que es prudente dejarla que propale por ahí un infundio como ése, que, en manos de nuestros enemigos, podía llegar a hacernos daño?» Se dirigía Ascanio especialmente a su mujer: en aquel aire oscuro, las puñetas de la toga y el blancor de las manos semejaban ilusiones autónomas de prestidigitador, claridades dotadas de vida propia, dinámicas y caprichosas; independientemente de ellas, como perteneciendo a otro mundo, el tono de sus palabras parecía contener notas en clave que sólo de Flaviarosa pudieran ser interpretadas. ¿No habrá pensado alguno de los presentes que sea el tono con que se hablaban en la cama cuando aún dormían juntos? Pues, si lo pensó, se equivocaba, ya que nosotros sabemos, Ariadna, de qué calaña habían sido sus relaciones íntimas. En fin, pensaran lo que pensasen los perspicaces miembros del tribunal, la respuesta de Flaviarosa fue bastante inesperada: «Propongo que no perdamos el tiempo en discutir esa anécdota frivola. Propongo que los serenísimos miembros del tribunal se trasladen a la Sala de los Pasos Perdidos y mediten si es o no conveniente poner en libertad a la señorita De Risi. Propongo, finalmente, que se someta después a votación. Los conformes, que levanten la mano». Siete contra cinco. «La votación está ganada», pensó Flaviarosa. Los serenísimos señores fueron saliendo. Ella no se movió. Ascanio, sí: hacia ella, hasta sentarse a su lado. «Has cometido un error político.» «El error más bien ha sido tuyo. ¿A qué viene eso de creer o no creer en el general Galvano? Si preguntas uno a uno a tus súbditos, descubrirás que ninguno de ellos cree, ni siquiera los tontos.» «Es posible que sea eso lo que descubra, pero también descubriré que ninguno se atreve a decirlo, en ninguna ocasión, bajo ningún pretexto, ni siquiera la mujer al marido si a él le interesa saberlo. Y eso es lo que importa, nada más. En las conciencias, por desgracia, no me es dado meterme, pero un día llegará en que los gobernantes puedan saber lo que los subditos piensan y callan, y ese día empezará el mundo a ser gobernable y pacífico.» Flaviarosa se encogió de hombros. «Bien. Allá tú. Pero no tienes derecho a mantener en prisión a Demónica de Risi por hacer algo que hacemos todos.» «No por hacerlo, sino por decirlo.» «Es igual. La práctica te muestra que haberla encerrado fue un error. Puede dar lugar a una catástrofe.» «Si reuní el tribunal fue para proponerle la libertad de Demónica, aunque no como perdón de su delito, sino por exigencia de una razón de Estado ineludible: así quedarán salvados los principios y se evita la destrucción de los barcos.» «¿Y no crees más político no mostrarte medroso? Acceder a lo que piden los griegos por temor a su amenaza es la confesión de tu debilidad. De modo que si mi propuesta gana, habrás de reconocer que acabo de hacerte un gran servicio.» «Eres muy lista…»

Las bolas de votar salieron de una cuna de marfil, blancas y negras como los hados, redondos instrumentos del Destino en forma de conveniencia urgente: quedaron alineadas encima de un tapetillo rojo: doce y doce, también dramática cuanto inesperada muestra de la insoluble estructura contradictoria de la realidad: el día y la noche, el sol y la luna, lo salado y lo dulce, lo bueno y lo malo, lo caduco y lo eterno. ¡Lo que se puede decir de unas bolitas blancas y negras! Y eso que dejo aparte al mullido lecho de terciopelo rojo del que vienen y al que irán, que de ahí también podría sacar un poco de literatura. Te la ahorro. Como había previsto Flaviarosa, en aquella ocasión ganaron nones y se acordó que Demónica fuese pasaportada al continente en el primer navio que partiese de la Isla, y se aceptó la propuesta complementaria de que fuera provista de un razonable viático «que la eximiese de todo riesgo de pecar para comer nada más desembarcada en Ragusa», aunque Ascanio, casuista, adujese (con escasa energía), que si los fondos del Estado debían cooperar en el castigo de las transgresiones morales, no estaba escrito en ningún código que se les debiera también utilizar para evitarlas.

Flaviarosa pidió ser ella misma quien sacase a Demónica de la mazmorra, quien la tomase a su cargo, quien la guardase en custodia antes de que saliera de la Isla. Necesitó un guía que la alumbrase por aquellos vericuetos profundos, y pasó delante de la puerta de Inés (Agnes) sin detenerse, porque los gemidos de la muchacha, espaciados y débiles, no llegaban al corredor: eran como gemidos de moribunda. Desde la puerta dijo a Demónica con su voz más suave: «Recoja su equipaje, señorita. Está usted en libertad».