Изменить стиль страницы

4. – Aquel lunes tuve por la mañana dos horas de clase, de nueve a once, sin más interrupción que los minutos justos del café sacado de una máquina; al terminar, me fui solo al comedor del restaurante, no bajo la luz del sol, que se había nublado y soplaba un viento largo, sino por los túneles; y antes de coger el ascensor, me entretuve un rato en la bolera, viendo a una muchachita morena (tirando a negra) elástica y graciosa, que apuntaba con tino, disparaba con fuerza y ponía al mismo tiempo en juego los resortes más eróticos de su musculatura, aunque inocentemente, me pareció. Lo más probable es que de todos los presentes, docena y media entre chicas y muchachos, fuese yo solo el que recibiera la sugestión emanante de aquel sistema puesto en tensión por el deporte. ¿Debo sentirme orgulloso o avergonzado? ¿Es una deficiencia advertir y responder (imaginariamente) a la llamada involuntaria de unos ojos calientes, de unos muslos estirados, de unos senos que a veces asomaron por encima del escote, duros e impertinentes? ¿O es lo correcto? No podría responderme, porque jamás he llegado a comprender el meollo de la moral puritana y de sus derivaciones, pero insisto en confesar que lo pasé muy bien contemplando a la chica, la cual, siendo mestiza, llevaba nombre judío, con el que la llamaban o la jaleaban: Déborah.

Mi preocupación, sin embargo, no debió de ser mucha, porque el problema moral se desvaneció en el trayecto del ascensor, quizá a causa de la entrada tumultuosa y súbita de un grupo de visitantes de mi lengua, mujeres y hombres, y, aunque mezclados, más de allende el Atlántico que del aquende: deducido por los acentos. Comentaban lo mal que se come en los Estados Unidos y lo barata que está la gasolina: dos realidades que deben de estar profundamente relacionadas, juzgando por su posición vecina en el mapa mental de aquellos vocingleros. Me senté solo en una mesa, llegó alguien después, la conversación fue normal, entiéndase trivial. ¿Quién piensa que los profesores, sólo por serlo, estamos siempre en trance, o de parto, y sólo producimos proposiciones de contenido genial y expresión rigurosa? Recuerdo que una vez, en mi patria, un mancebo comentó lo vulgar de los coloquios que se escuchaban en el tranvía, convencido de que, si aquel artefacto traslaticio fuese en aquel momento ocupado por medio centenar de profesores, lo menos de que se hablaría sería de Picasso o de la fisión del átomo. Confío en que a estas alturas mi joven amigo se habrá desengañado y habrá aprendido que nosotros, los escogidos, somos vulgares como cualquiera, y, a veces, más, y que en nuestros paliques jamás se pierden los resplandores. Pues fíjate en mí: me encandilan las tetas de una morena, y charlo, durante media hora larga, con un profesor de lingüística, de lo inseguro que está el tiempo, de que se anuncian fríos, de que van a subir un diecisiete por ciento los neumáticos para la nieve. De todo esto, lo que realmente me interesa es lo del frío. ¿Qué pasará en nuestra cabaña cuando caigan los primeros copos? Me gustaría ver el estanque a través de las estrellas heladas de los vidrios. Mi alquiler se agota el treinta y uno de diciembre; hasta entonces…

Apareciste a las tres en mi despacho. Antes, había estado Nancy Ray, un rato largo, con lágrimas y todo, porque le ha salido mal el matrimonio procurado con tan grande entusiasmo, con tan hermosas esperanzas, al que asistí, ¿lo recuerdas?, en una iglesia unitaria donde el pastor, vestido de toga académica, desde una especie de presbiterio decorado con un tresillo romántico realmente bonito, nos habló del espíritu puro (que no sé si escribir con mayúsculas o minúsculas) mientras el órgano trepaba por las escalas más abstractas y la gente pensaba en el partido del domingo. ¡De esta ceremonia no hace más que seis meses! Si vieras llorar a Nancy… Llegó a recriminarme por no haberla advertido de lo que es un matrimonio por dentro. ¡Y yo qué sé, criatura! Nancy no llegó virgen al tálamo propiamente dicho, aunque sí a los brazos del que es aún su marido. ¿Será la inexperiencia la causa del fracaso? Uno ya no sabe qué pensar… Quedó en volver otro día. La encontré desmejorada, ella, que pimpaba como una flor, y que no hace más que ocho meses venía a confesarme que era feliz con su novio: a confesarlo porque necesitaba decirlo a alguien, porque rebosaba de ella la felicidad, y la naturaleza, en estos casos, no suele responder, ni sonreír, menos aún congratularse.

Tampoco tú traías buena cara. Te me sentaste enfrente, mi dulce silencio , desanimada a juzgar por el suspiro. «Hay dos cosas, ¿por cuál quieres que empiece?», y, sin esperar palabra mía, me contaste tu desilusión de la visita a la doctora Wagner, una señora objetiva como una computadora, cuyo diagnóstico resultó de cotejar datos referentes a Claire con los que a ti te conciernen, incluidas las respectivas historias familiares, aunque de esto poco hayas podido decir, porque eres una emigrante que se olvidó de la aldeíta griega y de sus generaciones, y porque de la prosapia de Claire, poco más sabes que el abolengo de sir Ronald -nombre por otra parte que no inmutó a la doctora. «¡Es uno de los más grandes poetas ingleses, señora!» «Sí, pero, como antepasado, poco recomendable.» En fin, que a lo que tú ibas es a saber si tu mezcla de amor y sacrificio podría remediar las deficiencias de Claire, te respondió leyendo una estadística de resultados positivos y negativos, no en tanto frutos de un amor desesperado, sino de tratamientos. «Tendrá usted que traérmelo aquí, y después hablaremos.» Y al terminar me preguntaste: «¿Qué hago?». Y no te respondí sino esto: que tenías dos caminos y que antes de elegir cualquiera de ellos deberías pensarlo bien. ¿Te diste cuenta de que eso mismo se le puede decir al que trae en los labios la palabra angustiada que conduce a la muerte, y al que no sabe si asesinar o no al presidente de la Unión (en el nombre, siempre respetable, de una tradición ya secular)? Tengo a mi favor (o en mi contra) que lo hice adrede, consciente de la ambigüedad; pero en aquel momento no me sentí capaz de cogerte por los brazos, de morderte en la boca y de llevarte conmigo. Probablemente, de hacerlo, hubiera fracasado.

Después echaste encima de la mesa unos papeles. «El artículo del profesor Spencer. Ya lo he leído.» Y yo lo conocía también, ahora estás enterada: lo sabía de memoria, pero, por habértelo ocultado, hube de leerlo otra vez, simulando atención, volviendo atrás en alguno de los pasajes, y, en otros, levantando la vista y mirándote a los ojos: una pequeña farsa que me salió bastante bien. ¿Quién fue el que le dijo al otro: qué es lo que piensas? Creo recordar que hablé el primero: «Es como un martillo pilón, apabullante». «Luego, ¿crees que Claire…?» «Si lo tuviera ante mí, desmantelado, perdida la fe en sí mismo (que es como debe estar, o como estará cuando lea esto), le diría: Reconozco y admito que la ciencia reclame, para la exposición de una verdad, fundamentos teóricos de indiscutible rigor; pero siempre se corre el riesgo de que si tales fundamentos llegan a ser descalificados, en nombre de otros más modernos, o inutilizados por una teoría opuesta que se recibe como legítima porque se demuestra que lo es, la verdad, antes tan bien cimentada, queda en el aire, y habrá que esperar a que cambien las cosas de la teoría, y se restaure lo antes desechado, para que la verdad recobre su condición. Es lo que pasa con lo que tiene a Dios como principio, con lo que se cimenta en Él: que, cuando nadie cree en Dios, tampoco cree en lo que él sostiene en su mano, y habrá que esperar a la nueva ola de la fe.» «¿Piensas, entonces, que el sistema de Norman Ray dejará algún día de estar vigente?» «Si no fuera así, no sería un sistema; de modo que, ese día, alguien se acordará de un genio que se llamó Alain Sidney, que padeció de injurias por la ciencia y fue vituperado, pero que ahora, a la luz de los nuevos descubrimientos, resplandece hasta el asombro por su profundidad y penetración históricas, posiblemente a causa de una mágica intuición; aunque, claro, su tesis no se mantenga ya a la altura de los tiempos, y haya que corregirla, no en el sentido de que Napoleón haya o no verdaderamente existido, sino en el de que, habiendo existido, se haya manipulado su existencia como si fuera una ficción y no una realidad patente, de manera que a la luz de la ciencia rigurosa más parezca inventado que real. Con lo cual se hará paz entre tirios y troyanos, y al lado de aquellos que investiguen la historia en sí de Napoleón (si es que algo queda por investigar), vendrán los que descompongan su mito en factores primos o constituyentes, son a saber, quién, por qué y para qué, y hasta es posible que cómo, cuándo y dónde. ¡La de operaciones gramaticales que comporta la ciencia! Y no sería de extrañar que a todo esto se añadiese, de forma complementaria, o quizá paralela, aunque probablemente discutida y. por supuesto, discutible, la consideración estética del acontecimiento, lo que puede sacar a la luz o a relucir estructuras colmadas de sorpresa: una invención como la de Claire lleva mucho de poesía dentro, pero, en todo caso, más de lo que el autor sospecha. Como verás, eso basta para que sobrevenga, como un tifón, una nueva especialidad, que acaso se bautice con el nombre de Claire.» No respondiste nada, pero no pareció que mis palabras te hubieran tranquilizado. Retiraste la fotocopia, la guardaste en tu cartera. «Quizá a estas horas ya la haya leído Claire. Le envié un ejemplar esta mañana por una compañera que pasó por Schenectady: dejó el sobre en un restaurante en el que Claire suele almorzar. Como lo espera, hoy habrá ido.» Te pregunté si pensabas venir a la cabaña. «Sí, ¿por qué no? No sería capaz de soportar la soledad de mi casa. Aunque a veces no lo creas, tu compañía me ayuda… Tu compañía y tus historias.» Me agarré con fuerza a aquel tenue cable que me tendías: «A propósito de historias… Hoy he tenido un hallazgo, en realidad una verdadera perla inesperada, un premio a la constancia. Por escapar al pelma que me acompañó en el restaurante, y que intentaba prolongar su lección de lingüística bloomfieldiana con el pretexto de una copa de coñac, entré un rato en la biblioteca, y consulté por rutina los repertorios bibliográficos. Encontré por tercera o cuarta vez una referencia extraña a La Gorgona: que había pasado por alto y en la que hoy me detuve: que figura en un libro titulado Exposición y comentario de las últimas teofanías paganas , en Filadelfia, Pha., imprenta de Jones and Jones. 1876: ese mismo libro que tienes ahí delante (y tú lo cogiste y lo miraste con cierta displicencia). Lo hallado no se refiere, por supuesto, a sir Ronald, ni siquiera a Agnesse, pero sí, en cierto modo bastante oblicuo, a Ascanio Aldobrandini. Consiste en una introducción y en la transcripción de un texto de míster Algernon Smith, el cónsul de Inglaterra en la Isla, escrito a requerimiento (indirecto) del primer ministro, que debía de ser entonces William Pitt, el curda. El documento dice estar tomado del original que se guarda en el archivo del Foreing Office: ahí está la signatura. Del relato que hace se infiere que míster Algernon Smith, pese a su depravada vida y quizá a causa de ella, no carecía de sentido del humor, y daba por sentada la existencia en los cielos y en la tierra de bastantes más cosas de las que sueña cualquier filosofía. He aquí los hechos: a Londres llega, se ignora por qué vías, el relato de un suceso extraordinario, de un suceso inverosímil, acontecido en La Gorgona: el primer ministro solicita de su colega del Foreing Office que recabe información oficial del representante inglés en la Isla, quien responde más o menos: "Si en virtud de mis obligaciones consulares hubiera informado a ese departamento de esos acontecimientos por los que V. E. se interesa, se me hubiera tomado por loco, se me hubiera destituido con toda urgencia, aunque también con injusticia escasamente notoria. Preferí, cautamente, esperar a que noticias más o menos deformadas, aunque siempre de contenido descomunal, llegasen a Londres (tenían forzosamente que llegar: el día de autos había al menos dos barcos británicos surtos en el puerto de La Gorgona), sorprendiesen a los miembros del gabinete de Su Graciosa Majestad por su inverosimilitud, y, por lo menos, les causasen cierta alarma. La comunicación de V. E. es la prueba de que no me equivoqué. Paso, pues, a narrar lo sucedido, aunque se entiende que en ningún momento ni por ningún procedimiento directo o indirecto intentaré explicarlos o reducirlos a los límites de lo humanamente inteligible y aceptable. Debo advertir a V. E., y a todos aquellos a quienes alcancen mis relatos, que me considero excepcionalmente favorecido por la fortuna al poder testificar lo que sigue y al poder defender su realidad ante el lucero del alba que se la niegue: es, de cuanto llevo visto y experimentado en mi ya larga vida, lo primero y lo único que considero inexplicable. Todo lo demás que sucede en el mundo puede entenderse, ya poniéndose en el lugar de Dios, ya en el del Diablo, ya algunas veces en el lugar del Destino. Nunca me tuve por desdichado, pero esto me hace feliz.