Изменить стиль страницы
Arrenrén, arrenrén,
abre las alas y vete a Belén.

¡Pluf! Y se marchaban todos.

Era una noche de ésas, azul y tibia, algo de luna y un vapor de niebla en el horizonte. Contra el cielo se recortaba la silueta del castillo: hacia él parecía mirar sir Ronald. Sentí la tentación de interrogarle, como había hecho aquella mañana, verdadera segunda parte de la conversación de que ya tienes noticia, y aunque acerca del método no estuviera instruido, le hablé con el pensamiento, que parecía lo adecuado, pues él no me veía; ¡si supieras qué bien se me dan esas telepatías!; le sugerí una pregunta como si se la hiciera él mismo, y él se la respondiera: un poco artificioso, de acuerdo, pero no lo podía hacer de otra manera. Le pregunté si se sentía atraído por el misterio. «Ahí no lo hay», respondió; y esperé de momento que se refiriese de algún modo al general leproso, sin darme cuenta de que, a aquella altura de la historia, el general aún no había aparecido. «¿Por qué lo mira, entonces?» «Porque, hasta hace un momento, el rostro de una mujer aparecía como colgado de la neblina. El aire lo disolvió, y la luz de la luna me privó de su presencia.» «¿Una mujer antaño amada y ahora recordada? ¿Esa a cuyo odio se dedican las Melodías latinas ?» «Es el de una muchacha que no quiero amar, que me asusta pensarlo, pero a la que amo ya sin duda.» «Todavía esta mañana rechazaba usted la idea misma de otro amor.» «Esta mañana no había visto a Agnes, ni siquiera la sospechaba: ninguna de esas señales de que hablan los creyentes en el Destino me previno, aunque no sea imposible que me hayan salido al paso sin saber yo interpretarlas. ¿El vuelo de las aves? ¿Las entrañas sangrientas de una bestia? Si las aves volaron siniestras, si del vientre del buey salieron voces de aviso, no las vi, no las oí. Aunque me hubieran gritado, aunque las aves volasen alrededor de mi cabeza, aunque me mirasen como esas brujas que acabo de espantar y que ahora remontan hasta el cerco de la luna, yo lo habría creído indicios de otra cosa, de que alguien tramaba mi muerte, o de que la muerte iba a llegar, inesperada. Y si en vez de señales fuesen declaraciones, palabras de ángeles, que no hablan por señas, y me hubieran dicho: "¡Anda con ojo, que vas a enamorarte!", yo me habría reído de los ángeles. Cuando Marietta me enteró de que iba a venir una invitada extranjera, se me ocurrió que pudiera ser espía del Foreing Office, no sé, con el encargo de curiosear en mi tedio, o de enterarse por socaliñas de si me entiendo o no con los franceses, que preocupa mucho al Gabinete. Hoy al mediodía, Marietta me dijo: "¡Es una muchacha encantadora! ¡Ya verá cómo le gusta!". Sonreí a Marietta, pero de buena gana le hubiera dicho que la princesa brasileña se fuera a todos los diablos. "Señor, para honrarla como se merece he preparado cena en el comedor de gala. ¡Ya sabe que no lo abro desde la muerte de mi marido!": estuve a punto de responderle que me dolía la cabeza y que esta noche prefería no cenar. Ningún presentimiento me detuvo cuando Marietta vino a avisarme de que la mesa estaba servida, y de que me esperaban. Había terminado, pocos momentos antes, un capítulo de la historia que escribo, en la que un hombre se burla del Destino como un torero español de la muerte con cuernos, aunque al final acabe por enterarse de que su destino inexorable consiste precisamente en eso, en burlarlo: después de lo de hoy, no sé qué curso dar a mi relato, si dejarlo como está y admitir que me reconozco en él… ¿y no sería precisamente el aviso?, o ser fiel a mí mismo y hacer que su héroe triunfe. Entré en el comedor, resplandeciente de bujías y de plata. Me llamó la atención, sobre todo, el gran espejo veneciano, apaisado, que luce encima del aparador, enfrente de su pareja, al otro lado; mate y apagado, sin embargo profundo. Cuando entré me pareció que un animal, que se asomaba a él, huía como un pez de las honduras que se retira a su sima. Del animal percibí la silueta y la mirada, persistente en el haz del espejo después de haberse marchado, pero pensé inmediatamente que no había salido aún de mis imaginaciones, y que el pez y la mirada venían de mi interior, que eran mías. Cosas más reales me solicitaron. " ¡ Oh, sir Ronald, mírela bien, aquí está nuestra joven amiga!" Quien, con traje a la última moda de París, el costado de la falda abierto, me hacía una reverencia muy poco pronunciada, lo que queda de las antiguas reverencias después de la revolución. ¡Pues mira, qué te vas a creer! ¡También soy un caballero y eso de los saludos no me causa embarazo, aunque los míos, por su estilo, resulten algo anteriores a la guillotina! Y le hago mi reverencia, y no me explico por qué, de pronto, los tres nos echamos a reír, aunque yo haya enmudecido antes que ellas, porque la risa de Agnes era como la puerta abierta a una isla de coral contra la que batiera, furioso y delicado, el oleaje. Y también sucedió que la risa y la persona entera me pareciesen conocidas, no por haberlas tratado o encontrado, sino porque las esperaban sin saberlo. Y otra cosa aún más extraña, me aconteció en aquel instante, y fue que se me descubrió en el centro de la conciencia así como un lugar recóndito y cerrado del que salían sin embargo los recuerdos de una esperanza y el ritmo de una canción nueva. Acabo de escribir un poema. Hace tiempo que no escribía un solo verso: éste empezó a mecerse en mi espíritu a partir del momento en que de ese lugar o cosa o idea oscura o no sé qué brotaba en oleadas una música, a la que se acomodaban mis palabras, que, por cierto, me parecieron dictadas o escuchadas, no sacadas de mí. ¡Y, sin embargo, son mías, expresan mi emoción y mi temor! Los movimientos, las sonrisas, las palabras de Agnes fueron como un programa llevado a cabo con el único propósito de embrujarme; no obstante, nada de artificioso había en ellas, sino por el contrario, la naturalidad, la espontaneidad de esas violetas que encuentro a veces en la juntura de las rocas, cuando paseo a la vista del mar. Lo que sí, sentía en la nuca la mirada del animal que había vuelto a la superficie del espejo y que se reflejaba vagamente en el frontero, el que yo podía ver sólo con levantar los ojos; pero no lo hacía, porque los de Agnes me los tenían sujetos; me gustaría saber qué hacía aquel animal allí, y por qué así me miraba. ¿Sabe de su existencia Marietta? ¡Oh, de qué modo involucro dos mundos que no tienen relación! Este espejo sin duda está vacío de monstruos, está vacío incluso de huellas de las moscas, porque Marietta lo mantiene cubierto todo el año con un tul entre azulado y verdoso. Estoy un poco trastornado y tengo que recobrarme: como que me encuentro distinto, súbitamente cambiado. Una vez, en Florencia, una mujer hermosa y muy inteligente me contó que su hijo de meses lloraba por la noche, y que con sacarlo de la cuna y arrimarlo a su cuerpo, el niño se calmaba; hasta una vez en que la rechazó, furioso, y las siguientes, también. Pocos días después, aquella mujer supo que estaba embarazada. ¡El cambio lo había advertido el niño de meses casi un minuto después de haberse producido! Pues algo tan radical y tan rápido acaba de sucederme. Pasada ya la cena, cuando la viuda Fulcanelli salió a preparar el café, ¡qué modo tuvo Agnes de sentarse a mi lado, de recoger las piernas en el diván, de cubrir las rodillas con el halda! Me miró con una sonrisa leve, se quedó de pronto seria, y me dijo con voz tenue: " ¡Me gusta usted, señor!". Y se echó a reír, otra vez, a carcajadas, como si meterme la mano en el corazón v apretármelo fuese cosa de risa. La entrada de Marietta con el café torció el desarrollo normal de aquella escena, la condujo a la trivialidad de un cumplido y de una conversación vulgar. Tuve que repartir mi atención entre lo que escuchaba y lo que veía, entre las respuestas a palabras cualesquiera y la contemplación de un cuerpo que hablaba por sí mismo: el mensaje que Agnes quería enviarme, más allá acaso que su misma voluntad, y al que yo, a mi vez, debía y deseaba responder. Contaba nada más que con miradas y manos: a ellas confié mi respuesta, que no puedo reducir a palabras, ni siquiera "amor" las resume, porque en ellas se incluye mi estupor ante el descubrimiento de que esta súbita tensión hacia una muchacha inesperada no es sino el resultado de una más larga espera de amor, espera más antigua de lo que yo mismo puedo recordar -quizá llegue hasta mi juventud, quizás algunas de sus ansias sean las mismas con las que contemplé la vez primera a Carolina-; que me ha acompañado siempre y que conmigo quizá envejezca. Pensé con dolor que Agnes aparece un poco tarde, y que esta noche ha comenzado una historia nueva cuyos monótonos aunque ardientes capítulos consistirán tal vez en el deseo silencioso y ávido de un hombre que contempla a una mujer que vive.»