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Intesi, che a cosi fatto tormento
enno dannati i peccator carnali
che la ragion sommettono al talento.

Que es lo que estoy haciendo yo, Ariadna, en medida alarmante, y tú otro tanto, empeñada en amar a un alquimista del verbo y tergiversador de la historia, maestro en fuegos artificiales, mas para el caso y como quien dice eunuco.)

Contemplamos a Agnesse a través de los cristales. No sé por qué me parece que, de pronto, te deslumhraron más los muebles de la sala, y lo que de la alcoba dejaba ver la penumbra, que la belleza de Agnesse, el pelo suelto ya, verdadera llamarada que le caía por los hombros y la espalda y no me extraña la distracción, pues mujeres bonitas las sigue habiendo (tú lo eres tanto como Agnesse, cabello endrino el tuyo, no rojizo); pero, en cambio, los muebles, ¡qué pobreza de color, de línea y de material la de los nuestros! Pues salones como éste, el de la Isla, a patadas. Conviene sin embargo recordar que un buen conjunto difícilmente alcanza a protagonizar una historia como la que perseguimos, y que lo que nos importaba realmente era Agnesse. Tenía frente al espejo puesto un asiento, pero ella deambulaba aún, como quien da los últimos toques a un escenario. Llegó el momento de apagar las bujías, menos una, que fue cuando nosotros entramos y quedamos instalados mismo detrás del sillón, con ánimo de verla y al espejo juntamente, en la creencia quizá de que nos sería dado asistir como espectadores a lo mismo que ella se disponía a contemplar, y, al momento, así lo pareció, porque sentarse ella e iluminarse el espejo en su interior fue cosa de un instante, y recordé la sesión de brujería de Cagliostro, aquella que te conté, y la misma operación; pero así como Cagliostro me permitió ver (¿te acuerdas?) mi propio nacimiento, de lo que Agnesse miraba no nos llegaba nada; y así te dije que, o nos marchábamos, o intentábamos meternos en su conciencia e instalarnos allí, más o menos como yo había hecho aquella misma mañana con sir Ronald. ¡Qué modo de mirarme, entonces, Ariadna, qué escasa fe en mi poder y en mi sabiduría, siendo así que los estabas experimentando! ¿No comprendes, te dije, que lo mismo que estamos aquí, que hemos entrado en un castillo que ya no existe, podemos irrumpir en una intimidad y explorarla? ¡Cuanto más si se trata solamente de ver y de escuchar! «No lo dudo (fueron tus palabras), y porque no lo dudo es precisamente por lo que voy a quedarme fuera mientras tú investigas. Lo planeado en otro tiempo, lo esperado, recuerda lo del roble y el haya, era que esa mujer creciese en mi interior, y de haber sido posible yo lo hubiera aceptado, porque estaba dispuesta a hacerlo; pero tú me propones lo contrario, que el haya sea yo, y eso me da miedo. ¿Quién te asegura que, si entro, vuelva a salir? Los juegos que traemos, o que te traes tú, deben de ser peligrosos, y no sé por qué me temo qua andamos vulnerando algunas leyes antiguas y terribles, que ofendamos a un dios desconocido que acabe por tomar venganza. Entra, pues, si lo quieres: yo me quedaré fuera, y no en casa de la viuda Fulcanelli, donde creemos estar, sino en nuestra misma cabaña, donde seguramente estamos de verdad y de donde no debemos salir.» Y te desvaneciste, Ariadna, como una imagen soñada. ¡Quién sabe si lo eras! No pude, pues, replicarte, pero pongo ahora aquí lo que te hubiera dicho entonces: por de pronto lo de tu miedo. Siempre lo da jugar con fuego, y nosotros lo venimos haciendo como francotiradores; pero debes saber que investigaciones como las nuestras se llevan a cabo en los laboratorios, donde ya se ha logrado que un sujeto repita palabras de otro, muerto hace siglos, y no registradas por la historia: pues nada menos que un coloquio amoroso entre Alcibíades y Sócrates, desconocido, ¡claro!, por Platón. Es por lo tanto inevitable que a nuestros métodos positivistas sucedan esos otros, que consistirán seguramente en verdaderos chapuzones en el pasado, aunque provistos de instrumentales que de momento ignoro: con seguridad, sistemas de captación y sistemas de protección, y podemos suponer que estarán al alcance de contados especialistas, y, éstos, de moralidad probada; porque, ¿te imaginas a la gente buscando enloquecida, como un tesoro en el fondo del tiempo, las orgías de la Torre de Neslè o las de Catalina de Rusia? Admito, por lo tanto, que te dé miedo entrar en el alma de Agnesse, a ti, que estuviste a punto de admitirla como inquilina de la tuya; lo admito, porque no estás protegida. Yo mismo temí que algo de lo que hay allí dentro se cerrara sobre ti como las hojas de esas plantas devoradoras sobre el insecto incauto, ya sabes cuáles digo. Te dejé ir. Cuando abriste los ojos en la cabaña, yo había entrado ya en la conciencia de Agnesse, y aunque nada más llegar allí me di cuenta de la inmensa riqueza de lo que me rodeaba, y de que me hallaba como en una especie de almacén inmenso donde las cosas no estuvieran quietas y ordenadas, sino moviéndose revueltas (como en cualquier otra conciencia, por lo demás), a lo que atendí fue a lo que llegaba por los oídos y por los ojos, lo que Agnesse veía del mundo más allá del espejo y lo que oía. No muy claro de momento, no muy preciso, y más bien fragmentario, pero lo suficientemente duradero como para distinguir a la muchacha brasileña cenando muy comedida mientras hablaba Marietta Fulcanelli y mientras sir Ronald Sidney se la comía con los ojos. La color de la piel mostraba que en su ascendencia y en proporción no muy marcada, había participado alguna sangre negra, con lo que se perfeccionaba una tonalidad de cutis que, sin aquella colaboración remota, jamás se habría alcanzado. Por lo demás, sus maneras revelaban una excelente educación, y musitaba el inglés con dulces dengues tropicales, no con la rotundidad de la viuda Fulcanelli, que parecía el galope de un caballo. Marietta le llamaba, a Inés, señorita Bragança. ¿Pertenecía acaso a alguna rama secundaria de la familia real, o había mentido acerca de su nombre? De momento no me pareció importante, pero sí el que sir Ronald ya le llamase Agnes.

Confieso que no llegué a interesarme por lo que estaba viendo y oyendo: una situación social, eso que los ingleses llaman una ocasión, en que se repetía un triángulo asaz sabido, descrito y relatado, si bien con disfraces nuevos los personajes: Celestina, muy empingorotada en la sociedad isleña, aunque su clase, por el momento, estuviese en declive; pero las vajillas, los espejos, la plata y aquellas lámparas rutilantes hablaban de un pasado espléndido del que sobrevivían la cortesía y la tolerancia. Calixto, cuarentón y embelesado, se conducía como si fuese Inés la primera mujer de su vida, dubitante y torpón como lo están en este caso todos los avezados. La señorita Inés de Braganca, en quien el coqueteo era la naturaleza misma y el amor el único destino, la ocupación única, se movía como el pez en el agua, aquello era lo suyo. Y como los trámites no ofrecían grandes variaciones de lo conocido, pensé que me había equivocado de noche, y que para tan poca ganancia no valía la pena haberse embarcado en un proceso tan barroco como aquél, un tercero interpuesto para alcanzar el conocimiento de una realidad remota: y me extraña que tú, Ariadna, tan perspicaz, no lo hayas advertido y no me lo hayas echado en cara: pues no hubiera tenido más remedio que admitirlo, aunque, ¿quién sabe si los métodos de investigar el pasado que se están fraguando, esos de los que ya te hablé, sean lo mismo de complicados y retorcidos? Uno nunca sabe lo que el devanar del tiempo aportará al abrirse. De modo que la cena transcurrió sin novedades, salvo que al final, puestos de pie y sin hablar, sólo mirándose, los tres se echaron a reír, que yo no sé si sería el modo que tuvieron de decirse: «¡Estamos todos de acuerdo!», o cosa así; y lo que siguió tampoco trajo sorpresas, sino lo usual, y al acabar la velada, sir Ronald se ofreció a llevar a casa a la señorita, quien por cierto había cantado con buena voz unas canciones muy tristes de su tierra, y ella lo aceptó, de modo que, al marchar, salieron de lo acotado por el espejo, se hurtaron a su registro, y Agnesse se fue a la cama después de decidir que a la noche siguiente volvería a buscar los restos o testimonios, aunque fueran fragmentarios, de las etapas de aquel amor que parecía ya haberse iniciado, salvo que hubiera consistido no más que en putañeo favorecido por la viuda y sin otra intención que sacar a Inés del apuro en que se hallaba: como quien dice, que pudiera seguir viviendo, aunque a costa de la literatura inglesa. La personalidad de Inés no llegó a interesarme, no sé por qué, mira, uno tiene sus limitaciones, y, en materia de mujeres, más. A lo mejor me equivoqué, pero te advierto, en cambio, que, como profesional de la historia literaria, considero un triunfo personal este descubrimiento de que Agnes-Agnesse son efectivamente dos, y no una sola, como habíamos creído, como se viene diciendo desde hace más de un siglo; pero esto no me obliga a investigar en la biografía de Inés hasta el punto de llegar a conclusiones indiscutibles acerca del episodio de su desaparición, si fue en los brazos del general leproso, o facturada como un fardo para su tierra por la ira puritana de Aldobrandini: ¡allá los especialistas! Por Agnesse, en cambio, siento una atracción mayor, ahora que estoy convencido de que es una impostora (por cierto, espero un día de éstos recibir la última edición de su correspondencia, con nuevos hallazgos que según dice el anuncio arrojan nueva luz sobre sus relaciones con sir Ronald: ya te hablaré de ellas). De modo que la dejé que se acostara, y te aseguro que lo hice limpiamente, sin curiosear desnudeces, y salí a la terraza, aunque con voluntad de hacerlo un tiempo antes, justamente la noche a cuyos prolegómenos acababa de asistir, y cuyo final, la soledad de sir Ronald, se me había ocurrido, en aquel mismo momento, presenciar. Sir Ronald estaba allí, efectivamente, solo, y algo volaba cerca.

Te aseguro que las Sisters Cochambrosas, navegantes en trío del cielo de la Isla, consideradas como espectáculo, valen la pena, y todo cuanto se haya dicho de águilas y cóndores, y hasta de las modestas garzas reales, sumado, les viene corto, porque se auna en ellas la majestad y la eficacia, la seguridad y la elegancia. Reconozco que, de cerca, pierden todo atractivo, porque son horrorosas; porque al ceder velocidad, las faldas caen y pingan; pero, en el aire y rápidas, ¡hay que ver a qué giros se entregan, en qué ascensiones y descensos se deleitan, qué peligrosamente rozan las torres, las chimeneas, los muros de las terrazas! Fondeaban en el puerto cuarenta barcos, acaso más, las velas recogidas, los mástiles meciéndose con la resaca: pues las Tres Gracias circularon entre las vergas, las jarcias y los cables como tres gaviotas, y espiaron con prosa de chacota e insultos súbitos las licencias eróticas que los marineros rubios se tomaban con las muchachas morenas: sin poder delatarlos, eso sí, porque aún estamos bajo el Antiguo Régimen. Pasaron y repasaron por encima de sir Ronald, una de ellas le chistó, y alguna de las veces la Vieja dijo, o, al menos, lo repitió la Tonta: «¿Qué hará el inglés a estas horas, en una noche como ésta? Porque el claror puede alunarlo y dar con eso trabajo a Marietta». Llegaron a detenerse, a posarse en el múrete como palomas en el alero, y a contemplar, mudas, el silencio del poeta, quien acabó por espantarlas como se espanta a las moscas, fu, fu, si no fue que añadió: «¡Largaros de mi vista, putas!», lo cual no les sonó muy bien a las hermanas, pues si es lo cierto que levantaron el vuelo, lo es también que salieron refunfuñando, tachándolo de hereje, y que a ver quién era él para tratarlas así, que la Vieja se había acostado con los hombres más hermosos de Occidente ab urbe condita , año más, año menos, y que ninguno se había atrevido a semejante cosa. ¡Pues no faltaba más! Vistas en el parapeto, Ariadna, como lechuzas en fila, eran más feas que a través de los vidrios: el rostro de la Vieja oscila entre el caballo tísico y el galgo viejo; el de la Tonta, mezcla la blancura inhumana de la cal a la dureza y rigidez de una concha de tortuga. La Muerta, por su parte, tiene la cara de porcelana, sí, pero como la de una joven que hubiera envejecido sin perder la juventud, o, al menos, su señal, de purititas arrugas; y en el cabello de estopa pululaban arrenrrenes: