Pero de repente ¡pum! Que me cae del mango uno maduro en la cabeza y que me enciende el foco: Newton se equivocó: no hay que multiplicar las masas, cada una actúa por separado; y no hay que dividirlas por la distancia al cuadrado sino por la distancia simple. ¡O qué! ¿Es que la gravedad va y viene como pelota de pingpong? ¡Ve a estos ingleses!

Y me puse a renegar de Newton y a comerme el mango. En mala hora porque se le antojó a Darío.

– ¡No! -grité aterrado.

– ¿Y por qué no? -protestó Gloria, que pasaba-. ¿Por qué no se puede comer el pobre un simple mango que no les hace daño a los pajaritos de Dios?

– Porque los pajaritos de Dios no tienen sida. Además cuando un pajarito de Dios se muere de indigestión con mango ni quien se entere. ¿0 has visto alguna esquela de pajarito en El Colombiano?

Y he ahí por qué la sulfaguanidina, tan eficaz en las vacas, no le sirvió a mi hermano: porque las vacas, como los pajaritos de Dios, no tienen sida. Lo que les controla la criptosporidiosis a las consortes del toro es su sistema inmunitario intacto; la sulfaguanidina es una ayudita. La mejor medicina es la que se le receta a un sano; y el mejor médico el que convence al sano de que está enfermo. Para pararle la diarrea de la criptosporidiosis a Darío primero había que restaurarle el sistema inmunitario, pero para restaurarle el sistema inmunitario primero había que contrarrestarle el sida, pero para contrarrestarle el sida no había nada, ni la novena de Santa Rita de Casia.

En ese punto de su enfermedad y del siglo mi hermano no tenía salvación. Estaba más muerto que el milenio.

Manuel llama a las doce de la noche a su casa para anunciarle a su mujer Lala (la decimoquinta, con la que tiene dos niños) que está muerto. Y Lala es tan bruta que le cree y llama a Gloría llorando:

– ¡Ay, ay, ay! -gime la viuda afligida-. Manuel murió.

Gloria, que es una mujer sensata (como yo), en vez de echarse a llorar recapacita, y entre pregunta y pregunta le pregunta que cómo supo, que quién le dijo.

– ¡Él! -contesta histérica la gemebunda. ¡Me llamó de la Calle 80 con Colombia!

Y chilla y patalea en la otra punta de la línea.

– ¡Ah! -replica Gloría tranquilizada-. Si te llamó es que está vivo, y si está vivo es que está otra vez borracho bebiendo: con cualquier puta.

– ¿Pero con cuál? -pregunta la histérica.

– ¡Ah, yo no sé! Digamos que con Irma.

– ¿Y dónde, para irlo a buscar?

– Pues en la Calle 80 con Colombia.

Y le cuelga.

Mi hermana Gloría es una mujer fantástica, de armas tomar. A su primer marido, un borrachín de siete suelas, culibajito y grosero, lo tomó una noche del cuello de la camisa, lo llevó al balcón, y desde el penthouse de su edificio de apartamentos de siete pisos del que ella es dueña (y que en un país de indigentes le produce una millonada al mes) lo soltó al vacío como un calzón cagado. ¡Tas! Cayó el borrachito de culos pataleando. Sobrevivió. Y por ahí anda con otra mujer, borracho y descaderado, engendrando hijos y más hijos y bebiendo aguardiente y más aguardiente que es lo que hacen allá. Dizque ésa es la felicidad.

Tras el episodio del mango el horror fue en aumento. La candidiasis secuela de la inmunosupresión le había ulcerado a Darío la boca y le impedía tragar hasta el suero que yo le preparaba con antimicóticos diluidos. Enflaquecido, extenuado, estupuroso, los ojos hundidos, la piel marchita, se pasaba las horas y las horas en el jardín hojeando el viejo álbum de fotos y hablando, hablando, hablando, delirando, mezclando historias de tiempos idos más venturosos. De súbito se quedaba en silencio, con la mirada ausente, perdida en el vacío, y se encerraba en un mutismo que le duraba minutos u horas.

– Pero de veras era la candidiasis la que le producía las ulceraciones? ¿No sería más bien una leucoplaquia? ¿O el sarcoma de Kaposi, que sin lugar a dudas tenía a juzgar por las manchas del cuerpo y de la cara? ¿Y podía yo jurar que la diarrea se la causaba la criptosporidiosis? Porque también podría causársela una bacteria… O un hongo… ¿Y qué le ocasionaba los episodios de demencia repentina? Una encefalitis, claro, ¿pero originada por qué? ¿Por un protozoario como el Toxoplasma? ¿O por un virus como el citomegalovirus? El solo citomegalovirus bien podía producirle la encefalitis junto con las ulceraciones y la diarrea. Pero bien podían los tres males ser producidos por tres patógenos distintos. Para determinar qué le producía qué a mi hermano, tendría que mandarle a hacer, para empezar, un examen coprológico; y para continuar, una aspiración del liquido duodenal, una biopsia endoscópica, una punción lumbar del liquido cefalorraquideo… Y más y más y más y pague y pague y págueles a estos hijos de puta. ¿Y total para qué? ¿Si le detectaban el Cryptosporidium, qué le iba a dar? ¡Sulfaguanidina! que era mi carta guardada y que ya jugué.

Además estos charlatanes de los laboratorios son unos zorros. Para no desbarrar y saber qué le ponen después a uno en el resultado, empiezan a tantear, a preguntar, como quien no quiere la cosa.

– ¿Diarreas? ¿Fiebres nocturnas? ¿Sudoraciones?

– Todo, doctor, tiene de todo -contesto yo por mi hermano muerto de la ira-: sudor, consunción, delirio, diarrea, fiebre… Póngale lo que quiera y se queda corto.

– ¿Él es de alto riesgo? -pregunta entonces el sabio echándonos miraditas disimuladas.

– De altísimo, doctor: se acuesta con cuchilleros.

– Ah… -dice.

Y ya sabe nuestro Sherlock Holmes qué es lo que tiene mi hermano. Y tras de hacernos esperar una semana, «que es lo que se tarda el cultivo», sin haber hecho ningún cultivo ni visto en su puta vida un solo criptosporidio, nos pone en el resultado: «Cryptosporidium parvum». ¿Y quién les discute que no puesto que si puede ser?

Una vez a uno.

– A ver, muéstreme el cultivo -le exigí.

Que cómo se me ocurría que él fuera a guardar en su laboratorio semejante peligro… Ni más faltaba. ¡Que lo cremó!

Angustiado, desesperado, sin saber qué hacer, tratando de aclarar la cabeza y de conservar la calma, mientras Darío se perdía en el vacío me ponía a repasar la lista de sus posibles males: histoplasmosis, toxoplasmosis, criptosporidiosis, criptococosis, coccidiomicosis, blastomicosis, aspergilosis, encefalitis, candidiasis, isosporidiasis, leucoplaquia… Cualquiera de ésas o varias de ésas o todas juntas, más las bacterias y los virus y el sarcoma de Kaposi. Lo único que podía asegurar con certidumbre era que en los cimientos del imponente edificio médicopatogénicoclinico en que se había convertido mi hermano lo que había era un sida. Que era como explicar todos los misterios del universo con Dios. Y mandando a Dios al diablo y a la puta mierda, ¡a darle al moribundo antiparasitarios y antimicóticos al cálculo! Lo cual a su vez era como tirarle a un pájaro en noche cerrada con escopeta.

Oyendo ahora el silencio frente a una pared vacía, veo subir al techo las espirales de humo de estas varitas de incienso que de unos meses para acá me ha dado por encender obsesivamente para evocar a Darío. Me paso las horas y las horas viéndolas consumirse, yéndome tras sus aros de humo en busca de su recuerdo. En un principio no sabía la razón de mi manía. Un día por asociación de humos la descubrí. Es que las varitas de incienso me recordaban las que él prendía en su apartamento, de una madera aromática que traía de la Amazonía y que se llamaba ¿cómo?

– ¿Cómo es que se llamaba, hermano?

– Palosanto.

– ¡Ah si, palosanto! Se me había olvidado.

Colillas de marihuana regadas por el piso, cajas polvosas de libros amontonadas en los rincones, una hamaca de lona hecha jirones, botellas de aguardiente vacías, sillas desvencijadas, lámparas rotas… De entre las colillas de marihuana y las cajas polvosas y las botellas vacías y las sillas desvencijadas y la hamaca en jirones y las lámparas rotas, por sobre la distancia del tiempo surge del humo la alucinada presencia de mi hermano en ese apartamento suyo, demente, de Bogotá, mientras se queman sus varitas de palosanto.

– ¿Y para qué las prendés?

– Para aromatizar el ambiente.

¡Qué va, no era para «aromatizar» nada! Era para que lo acompañaran en su soledad y se fueran quemando calladas tal y como se iba consumiendo su vida. Algo tan sutil como un hilito de humo venía a unirnos negando el tiempo. Brilla en la oscuridad la punta roja de una varita de incienso y mi hermano vuelve a la vida por la magia de Aladino.

Ya la enfermera le había desinfectado el brazo con alcohol, había llenado de anfotericina la jeringa y se disponía a inyectársela en la vena cuando le advertí:

– No se vaya a pinchar, señorita, con esa aguja, que lo que tiene mi hermano es sida.

Se puso pálida, pálida, pálida, como la Muerte de Horacio, la «pallida mors».

– Gracias por avisarme -me dijo.

– No hay de qué.

No sé por qué la gente se avergüenza tanto de las enfermedades y jamás de sus madres. La humanidad es rara. Dizque madre no hay sino una, ¡y hay más de tres mil millones! Una madre vale otra madre y sanseacabó. Para arriba o para abajo, para adelante o para atrás, esto es una sola y la misma mierda.

Por si tenía criptococosis le daba fluconazol; por si tenía histoplasmosis le daba itraconazol; por si tenía neumonía le daba trimetoprim sulfametoxazol. Y si no tenía criptococosis ni histoplasmosis ni neumonía, qué carajos, lo que no mata engorda. Si a Darío lo iban a matar los médicos o el hijueputa sida, ¡que lo matara yo! Total, a mí era al único que me dolía.

Y a los hechos me remito. Una semana antes de que yo llegara de México a encargarme de él se fueron todos de vacaciones a la Costa dejándolo en manos de la Loca. Si se moría, que se muriera que hartas cagadas les hizo en vida. ¡Por un moribundo de sida se iban a perder unas vacaciones en la Costa! ¡Ve! Solidarios si somos, pero no pendejos. Desde esta alta tribuna a Colombia entera le aseguro que fuimos siempre una familia unida. Ejemplar.

Se levantaba con dificultad de la hamaca y paso a paso, titubeando, se dirigía a la escalera, que iba subiendo lentamente, tanteando los escalones.

– Dejáme ayudarte -le decía y lo tomaba del brazo.

– No -contestaba-. Yo estoy bien.

– Bien jodido -pensaba yo-. Llevado de la hijueputa.