– ¡Ay Maruquita, qué loca que sos! ¿No te da miedo de que te infecten los humanos?

Mandé la imparcialidad al carajo y le di el doble. No le pidan equidad al amor que el amor es ciego.

– Muchachitas, me voy, hasta más tarde. A las diez viene una belleza del Central Park a visitarnos. ¡Y dejen la pichadera que ya no caben y se acabó el arroz!

Les hablaba en colombiano.

Cuando me iba algo le cayó de arriba a Sam y se encendió el loco. El loco, el monocorde, el energúmeno, el malgeniado, el maniático, el monotemático. Y como se pone un perro rabioso a ladrar se puso a triturar. ¡Más bolsitas, por Dios, qué pesadilla!

Como muerto que estoy, planeando desde este techo sobre este cuarto y la vida mía, dejo por mi soberana voluntad y real gana el Admiral Jet para volver con Darío una noche cerrada a Colombia el matadero. Por una de esas carreteritas fantasmagóricas del país de Thánatos por las que de noche no transita un vivo porque lo matan y lo sacan de sufrir, vamos en ese Studebaker nuestro cargado de muchachos subiendo de curva en curva rumbo al Alto de Minas, una cumbrecita cualquiera de los Andes perdida en la vastedad de mi recuerdo. Los faros delanteros horadan la niebla y le abren dos huecos de luz al fantasma en la panza, pero por las ventanillas laterales nada se ve: sabemos que a lado y lado de la carretera está el abismo esperándonos. Pues medio siglo después ahí sigue el desgraciado en lo mismo, esperándonos, porque por más aguardiente que tomara, a Darío jamás se le iba la mano. Manejaba con pulso firme y por ciencia infusa, supervisado por el espíritu Santo. Curva a la derecha, curva a la izquierda, otra curva a la derecha, otra a la izquierda, y así, de curva en curva ascendiendo por la espiral empinada. Ya arriba, uf, por fin, en el abrupto Alto de Minas, coronada montaña, paramos para tomarnos un aguardiente y nos bajamos del carro. Pasa la botella de boca en boca, de muchacho a muchacho, y mientras el licor bendito se va acabando nos va encendiendo el alma.

– ¡Fuera ropa! O a qué creen que subimos hasta aquí, bellezas, ¿a divisar el paisaje?

No se veía a un palmo. La niebla era tan densa que se podía apartar con la mano. ¿Y el frió? ¡Cuál frió! Para eso estaba el aguardiente, para calentarnos el motor de adentro. De día o de noche, se vea o no se vea, no hay mejor lugar en el planeta Tierra para tomarse uno un aguardiente que el Alto de Minas, subiendo de Medellín a Santa Bárbara para bajar después a La Pintada. Se lo digo yo que he andado. Ahí se da la compenetración más absoluta del sitio con el licor y del licor con el alma. Por algo ha reinado en Colombia ese bendito doscientos años, indiscutido, inagotable, sin que lo acabe nadie ni lo desbanque nada. De él se nutren el partido conservador, el liberal, la iglesia católica, el narcotráfico, el hampa común y común y corriente, la guerrilla, las ilusiones, las ambiciones, los sueños. El embeleco de Cristo un día pasará en ese país novelero: el aguardiente nunca. Sin aguardiente Colombia no es Colombia. Su unión con él es la consubstanciación hipostática.

Desnudos pero envueltos en la niebla, alucinados, ¿qué hacíamos en la cumbre de esa carreterita desierta por la que de noche no se aventuraba un alma? Hombre, existir, que es lo que hacemos todos todos los días, ir arrastrando lo mejor que podemos este negocio.

Volvemos al Studebaker y emprendemos la bajada por la otra ladera de la montaña. Y ahí vamos, como locos, barranca abajo zigzagueando, serpenteando, culebreando, en nuestra cama ambulante.

En una curva cualquiera, digamos la diez mil veintiuno, pasa el cristiano en Colombia sin previo aviso, de sopetón, de tierra fría a tierra caliente si va bajando, o al revés si va subiendo. De suerte, amigo europeo, que los habitantes de la susodicha curva (un matrimonio jovencito con quince hijitos amontonados en una casita de un solo cuarto promiscuo) pasan del invierno al verano si bajan un metro por la carretera, o del verano al invierno si lo suben, ¿me lo podrá creer? Así de loco es el trópico. Y si yendo usted en camión o en carro se le atraviesan unas rocas como de derrumbe en mitad de la carretera, entonces adiós Panchita porque ése es un retén de bandoleros, y de lo que va a pasar ya no es de un simple clima al otro sino de este toldo al otro toldo. Para morir nacimos y lo demás son cuentos. No se le olvide, amigo. Memento mori.

Como mi recuerdo va en bajada, a toda, haciendo rechinar las llantas, he aquí que en la enésima curva empiezo a aspirar el hálito de la tierra caliente y que me llega, entre efluvios de marraneras y pesebreras, como un relámpago que alumbra la noche cerrada, un aroma que me recuerda a Santa Anita, un olor de azahares, de naranjos en flor.

Había en Santa Anita un naranjal y en el naranjal un naranjo que producía unas naranjas fantásticas, las «ombligonas», así llamadas por un botón arrugado como un ombligo que tenían en la cáscara. Dulces, dulces, dulces. Según mi abuelo, que era un hombre necio, sólo se podían cortar con la «medialuna» (un alfanjito filudo encajado en un palo que guardaba en su cuarto), y al atardecer: no arrancándolas a tirones con la mano bajo el solazo porque se secaba el naranjo. Para probarle que no, que no se secaba, y de paso que no nos iba a imponer su voluntad, con la indicada mano las arrancábamos a tirones bajo el indicado solazo. ¡Ay abuelo, las iras que te hacíamos dar por cariño! Te sofocabas, te sulfurabas, te calentabas, se te subía la adrenalina y se te bajaba la bilirrubina. Y con la adrenalina arriba y la bilirrubina abajo, congestionada la cara, sudorosa la frente, perdida la cabeza, echando chispas por los ojos y babaza por la boca se te salía lo Rendón. En uno de esos berrinches tremebundos te dio la embolia que te paralizó el lado izquierdo.

– Abuelito, ¿por qué sos así, tan rabicundo, a quién saliste? No te enojés tanto por tan poca cosa que te hace daño. ¿Para qué querés esas naranjas? ¿Te las vas a comer todas? ¡O es que te las pensás llevar a la tumba! Si se te paraliza el otro lado por otra rabia no vas a poder ni ir al baño. Meditá, pensá, razoná, no seás loco.

De cáscara gruesa que se pelaba fácil y cascos repletos de botellitas jugosas, las naranjas ombligonas de Santa Anita me endulzarán cada que las necesite y hasta el día del juicio, en que mi señor Satanás se servirá llamarme a su reino, el recuerdo.

En La Pintada hay dos farallones picudos como dos tetas, que se yerguen apuntando al cielo, tentando a Dios. Por entre ellos surge la luna, la luna loca, la luna roja, roja de sangre. Las nubes se apartan a su paso y el astro demente sube y alumbra al mundo. Entonces el machete y la tea toman posesión de la noche: tumban cabezas, queman veredas, hacen de las suyas. Colombia, la gran alcahueta, los deja hacer. Que acaben con lo queda, hasta con el nido de la perra como decía mi abuela.

Bravo a veces pero esta noche calmadito, hipócrita, por La Pintada pasa el Cauca arrastrando sus aguas traidoras color de barranco. Por un puente colgante lo cruzamos. El puente se bambolea a nuestro paso, incierto como un borracho. Si caemos no salimos. En eso este río es como el perro López: insaciable, voraz, avorazado, lo que agarra no lo suelta. Y por virtud del susodicho perro, pillo redomado, tunante taimado, bribón disimulado, truhán quintaesenciado, cejijunto lujurioso, hidrófobo rabioso, rufián rapaz, pozo sin fondo, uñas de gato, presidente de México, espejo de malnacidos, prototipo de granujas, paradigma de bellacos, vuelvo al cuarto y al concierto de los zancudos, que me zumban en el oído con una frecuencia de seiscientos hertz. Si, definitivamente el que caiga al Cauca de él no sale, ése es un río traicionero. Tiene tantos remolinos en sus aguas como malas intenciones en el alma. Soñé entonces que en su bamboleo el puente nos tiraba al río. Hundiéndonos en el agua revuelta y turbia, desesperados, tratábamos mi hermano y yo de salir del carro. Desperté ahogándome, con el sol en los ojos.

¿Darío? -llamé angustiado, pero no me contestó.

Corrí a su cuarto y no estaba. Lo encontré abajo en el jardín bajo el sol mañanero hojeando un viejo álbum de fotos. Marchitas fotos, descoloridas fotos de lo que un día fuimos en el amanecer del mundo. De papi, de Silvio, de Mario, de Iván, de Elenita, el abuelo, la abuela… Para nunca más.

– ¿Le estás pasando revista al cementerio?

– Mira.

Y me señaló entre las fotos una de dos niños como de cuatro y cinco años:

– Nosotros.

Él de bucles rubios con un abrigo, yo detrás de él con una camisa a rayas abrazándolo.

– ¿Ésos fuimos nosotros? ¡Cuánta agua ha arrastrado el río!

– El Cauca -comentó-. Anoche soñé que lo cruzábamos en el Studebaker por el puente viejo de La Pintada, y que él se nos lanzaba al agua.

Me quedé de una pieza, querido amigo: habíamos soñado lo mismo. Y es que le voy a decir una cosa: al final Darío tenía el alma sincronizada con la mía, sueño por sueño, recuerdo por recuerdo. Pero no se asombre demasiado que por algo era mi hermano: veníamos del mismo punto, del mismo hueco, unas entrañas oscuras llenas de lamas y babas.

De preñez en preñez, de parto en parto, poseída por una furia reproductiva que la impelía a amontonar hijos y más hijos en una casa de espacio finito regido no por la enmarihuanada mente de Einstein sino por el inflexible axioma de que un cuerpo no puede ocupar simultáneamente el lugar que ya ocupa otro, tratando de ajustar los doce apóstoles pero sin lograrlo porque también le nacían mujeres, entre niños y niñas la Loca pasó por el número doce y se siguió rumbo al veinte. A los doce hijos mi casa era un manicomio; a los veinte el manicomio era un infierno. Una Colombia en chiquito. Acabamos por detestarnos todos, por odiarnos fraternalmente los unos a los otros hasta que la vida nos dispersó.

Transcurridos varios años de separación volví a encontrarme con Darío en Bogotá, lejos de ella, y entonces pudimos ser hermanos. Y en prueba de mi cariño le regalé su primer muchacho: de dieciséis añitos tiernos, con un mechón de cabello en la frente y ojos color de esmeralda. Cierro los míos, pardos, para evocarlo, y:

– ¡Quitate la ropa, niño! -le digo.

Era tanta su perfección y su belleza que empiezo a creer en la existencia de Dios. Se llamaba Andrés.

– ¿Si te acordás, Darío, del Andresito que te regalé en Bogotá cuando nos reconciliamos y te contagié el vicio de los muchachos?

– ¿Cuál?

– ¿Cómo que cuál? ¡El más hermoso, no te hagás!