Y he aquí que volviéndome del país del peculado al país de los sicarios suenan afuera unos tiros de ametralladora, y el alma que me habían descosido los zancudos con sus cuchillas de afeitar me la vuelven a coser a bala las ráfagas de la metralleta: tastastastastastastas. Colombia asesina, malapatria, país hijo de puta engendro de España, ¿a quién estás matando ahora, loca? ¡Cómo hemos progresado en estos años! Antes nos bajábamos la cabeza a machete, hoy nos despachamos con miniuzis. Y remontando el río del tiempo, a contracorriente de sus apuradas aguas que me quieren arrastrar, empecinadas, a la muerte, volvía los ojos a mi niñez, a los descabezaderos de la noche en mi niñez cuando el machete tomaba posesión de Colombia. Machete conservador o liberal, compatriota, paisano, hermano, que saltabas desde el rastrojo a mansalva a cortar los fríos rayos de la luna con tu filo rojo de sangre, ya te cambiaron, ya te olvidaron, pero yo no, aquí estoy yo el que nunca olvido para rezarte y evocarte y recordarte y recordarle a tu Colombia desmemoriada, ingrata, que tú exististe un día en que fuiste el rey de la noche.

Municipio de Medellín, Departamento de Antioquia, República de Colombia, papel sellado, firmas, sellos y estampillas, burocracias, y bajando por los ríos de la patria los decapitados: descabezados por los machetes, despanzurrados por los gallinazos, hinchados por el agua y todos, todos, todos, conservadores y liberales por igual, igualados por la Muerte, mi madrina, la verraca que es la que rubrica siempre abajo todos los sumarios. Y que vengan los loros verdes poliglotas de lengua gruesa y me digan si sí o si no. Loritos conservadores y loritos liberales, hermanos míos en Colombia la del odio, no se hagan ilusiones con las palabras que son bien poca cosa: torpes, imprecisas, mendicantes, incapaces de apresar la cambiante realidad que se nos escapa como un río que pretendiéramos agarrar con la mano. «¡Viva el gran partido liberal, abajo conservadores hijueputas!» pasaba gritando una bandada de loros sobre la finca de mi niñez, Santa Anita. Salíamos corriendo con una escopeta a tumbarlos. ¿Tumbarlos? Se nos iban como un polvaredón verde, dejándonos en el azul del cielo una estela de carcajadas: «jua, jua, jua, jua, juaaaa!». Más tarde pasaba otra bandada, ahora de loros conservadores, copartidarios de mi papá, y gritaba: «¡Viva el gran partido conservador, abajo los liberales!». O sea lo mismo pero al revés. ¿Y eso por qué? ¿Por qué los unos una cosa y los otros otra? Hombre, porque a los unos les daba educación doctrinaría el Directorio Liberal de Antioquia, que presidía el doctor Alberto Jaramillo Sánchez, y a los otros el Conservador, que presidía el doctor Luis Navarro Ospina, santo varón que madrugaba todos los días a misa y que tenía el pelo cortado en cepillo. ¿Pero a quién carajos le importa hoy esto? A nadie. Conservadores y liberales por igual eran una mísera roña tinterilla, leguleya, hambreada de puestos públicos, y en siglo y medio de contubernio con la iglesia se cagaron entre todos en Colombia. Que tiene, claro, componedero, yo no digo que no, pero es más fácil armar un huevo quebrado. Amanecer de sinsontes y atardecer de loros, Colombia, Colombita, palomita, te me vas.

Sobre Puerto Valdivia en el Cauca y Puerto Berrío en el Magdalena vuelan bandadas de loros felices, burlones, rasgándome con su aleteo verde, brusco, seco, el luto lúgubre del corazón. Y se iba el río obsecuente de mí mismo en pos del Cauca que iba al Magdalena que iba al mar. En el Magdalena había caimanes pero en el Cauca no porque era demasiado malgeniado y torrentoso, todo un señor río arrastracadáveres, revuelcacaimanes. Ay abuela, ya los ríos de Colombia se secaron y los loros se murieron y se acabaron los caimanes y el que se pone a recordar se jodió porque el pasado es humo, viento, nada, irrealizadas esperanzas, inasibles añoranzas.

Y como un alma en pena que vuelve a desandar los pasos volvía al corredor delantero de Santa Anita una tarde florecida de azaleas y geranios en que puse a la abuela a leerme a Heidegger (contra su voluntad), y en que mientras ella me leía resignada y yo me mecía plácido en mi mecedora tratando de seguir el hilo de los arduos pensamientos, un colibrí que revoloteaba sobre las macetas me enredaba el hilo con su vuelo y no me dejaba concentrar. De súbito el colibrí se posó en un geranio, el tiempo dejó de fluir y la tarde se eternizó en el instante. En la oscuridad de la noche, en la ceguedad de mi vida, en la prisión de mí mismo, en la estrechez de ese cuarto, en la pequeñez de esa cama, entre zancudos y balas, pude recuperar ese instante y tenía los colores del colibrí: azul, rojo y verde.

Por lo pronto Dios no existe, este Papa es un cerdo y Colombia un matadero y aquí voy rodando a oscuras montado en la Tierra estúpida. Ay abuela, si vivieras, si tus ojos verdes desvaídos volvieran a alumbrarme el alma… Y trataba de dormirme contando muertos. ¿La abuela? Muerta. ¿El abuelo? Muerto. ¿Mi tía abuela Elenita? Muerta. ¿Mi tío Iván? Muerto. ¿Mi primo Mario? Muerto. ¿Mi hermano Silvio? Muerto. ¿Y yo? ¿Muerto? Muertos y más muertos y más muertos y en la calle Colombia suelta matando más. ¡Qué bueno! ¡Ánimo, país verraco, que aquí no hacen falta escuelas, universidades, hospitales, carreteras, puentes! Aquí lo que sobra es hijueputas. Hay que empezar a fumigar. ¿Cómo se pueden llamar, musicalmente hablando, las ráfagas de una metralleta? ¿Trino? ¿O trémolo? Hermanos cerdos, cochinitos, marranitos: perdón por mi comparación con la alimaña vaticana, pero es que me giró muy rápido el globo terráqueo y se me barrió la cabeza. No ha parido la puta Tierra en cinco mil millones de años que lleva girando a ciegas mayor engendro que ése.

Amaneció y por las polvosas persianas pasó al cuarto el sol estúpido. Me levanté, me puse los pantalones y la camisa y me dirigí al baño a orinar. Al entrar al baño me vi por inadvertencia en el espejo, que jamás miro porque los espejos son las puertas de entrada a los infiernos. Era un pobre espejo deslucido, sin marco, como de hotel de putas, pegado en la pared sobre el lavamanos, y tenía rajado el ángulo superior derecho. Entonces lo vi, naufragando hasta el gorro en su miseria y su mentira en el fondo del espejo: vi un viejo de piel arrugada, de cejas tupidas y apagados ojos.

– ¡Quién sos, gran hijueputa! -le increpé-. ¿De dónde te conozco?

Por las cejas lo reconocí.

– Ah… -dije dando un paso hacía atrás para apartarme del espejo.

– Ah… -dijo el viejo gran hijueputa dando un paso hacía atrás para apartarse del espejo.

Luego giró hacía el inodoro, alzó la tapa, se abrió la bragueta, se sacó el sexo estúpido y se puso a orinar.

– Vivir es negocio triste -pensó mientras orinaba-. Los momentos de felicidad no compensan la desgracia.

Miró la repisa de los remedios adosada a la pared del inodoro y buscó con los ojos el Eutanal: ahí estaba, el elixir de la buena muerte, y a su lado la jeringa.

– Antes -pensó- Colombia se dividía en conservadores y liberales. Hoy se divide en asesinos y cadáveres.

Y volvió a su tema, su consabido tema, insultar a ese pobre país bobalicón y estúpido.

– ¡País bobalicón y estúpido! -le increpó-. Ésta es la hora en que no has podido ganar el mundial de fútbol, con todo y que tenés la inteligencia en las patas.

De afuera, de la calle, venía un concierto histérico de bocinas: el infaltable embotellamiento que se armaba todos los días a las siete de la mañana en el cruce de la Avenida Nutibara con la Jardín, las dos únicas que tenía Laureles, viejas, viejas, viejas, más viejas que él. Y que lo oye y que se le dispara el resorte:

– Vos lo único que te merecés, Colombia, es al maricón Gaviria, que con todos los huecos que te tapó y las calles que te construyó, te abrió la importación de carros y te embotelló el destino. ¿Por que lo elegiste, pendeja, quién te obligó? ¿Te pusieron acaso un revólver en la cabeza? Ahora ya no vas para ningún lado (si es que para alguno ibas), país de mierda.

Por sobre la barahúnda de los claxons de pronto sonaron unos tiros y el rostro se le suavizó:

– ¿Tiros? ¡Qué bueno! ¡Abran campo para los niños que están pariendo!

Y es que tiros para él eran fiesta: le recordaban la pólvora de diciembre en su niñez.

El viejo terminó de orinar, vació el inodoro, se guardó el sexo estúpido y se cerró la bragueta. Al salir del baño al cuarto vio reverberando en el polvo del aire los rayos de un sol rabioso.

– ¡Putas madres! -exclamó-. Vaginas delincuentes que no castiga la ley. ¿Van a seguir pariendo? ¿Gaviritas, Samperitas, Pastranitas, senadores, gobernadores, ministros, ciclistas, futbolistas, obispos, curas, capos, putos, papas?

Así era siempre: iba atando maldiciones con maldiciones como avemarías de un rosario.

Salió del cuarto y tomó hacía abajo por la empinada escalera rumbo a la cocina a prepararse un café.

– ¿Café? ¡Idiota! ¡Cuál café! ¡Si en el país del café no hay café!

A falta de café puso a hervir agua, y cuando el agua hirvió le echó lo que había: vinagre y sal.

– ¿Cáncer? -dijo-. ¡Cáncer una mujer pegada a uno como una sanguijuela sesenta años succionándole el alma!

Y se tomó el agua deliciosa de vinagre y sal, saboreándosela, y renovándole las maldiciones de paso a «ese país miserable donde una raza maldita pare y mata», palabras de él.

– ¡Malos hijos de mala patria! -les gritó-. ¡Síganse matando los unos con los otros en cumplimiento de su destino de asesinos asesinados! Amén. Ite missa est.

Acabada la misa el viejo hijueputa volvió a subir la escalera, entró al cuarto, pasó al baño, y de la repisa del baño tomó el Eutanal. ¿Y saben qué hizo? Con algodón que empapó en alcohol desinfectó el tapón de caucho del frasco. ¡Como si el Eutanal fuera un remedio! ¡Y como si los muertos se pudieran infectar!

– ¡Pendejo! -se dijo-. ¿Qué estás haciendo?

El viejo pendejo ya ni sabía qué estaba haciendo. Entonces, por inadvertencia otra vez, volvió a verse en el espejo, y vi sus ojos cansados mirándome con un cansancio infinito.

Tomé la jeringa de la repisa, le quité el protector de plástico a la aguja, y sosteniendo el frasco con la mano izquierda y la jeringa con la derecha, metí la aguja en el frasco por el tapón de caucho, jalé el émbolo y la llené de Eutanal. Volví a tapar la aguja con el protector para no irme a Pinchar, me guardé la jeringa llena en el bolsillo de la camisa, sal¡ del baño al cuarto y del cuarto al pasillo y crucé la biblioteca. En la puerta de su cuarto me detuve antes de entrar y traté de ver en la penumbra. Carlos, que había pasado la noche a su lado en un sillón, se levantó al verme llegar.