Víctor pasó a la sala y se sentó en un sillón. Entonces vi a la Muerte mirándonos. Ahí estaba, la solapada, con sus mil ojos burlones de omnipresencia rabiosa que todo lo ven, envuelta en unos velos sucios, desgarrados, su manto de ceniza. Cuando me dirigí a la cocina a prepararle a Víctor un café, los velos a mi paso se esfumaron: la Muerte se hizo a un lado y se deshizo.

En la cocina me tropecé con Marta y me eché a reír. Me acordé del diagnóstico que acababa de hacerle mi hermano Manuel: que estaba la pobre tan flaca que se le podía tomar una radiografía con una vela. Y así era, en efecto, la angustia la iba a matar. Si papi no se moría pronto de lo que tuviera, se moría ella de angustia antes que él. Lo cual me afirmó en mi decisión.

– Martica -le dije entonces en la cocina-, papi ya no tiene remedio, y que siga sufriendo no tiene sentido. Lo voy a ayudar a morir.

Y moviendo ollas, vasos, tazas, platos, rompiendo con su ruido su silencio angustiado empecé a buscar el café y a maldecir de la Loca y su insania: no había. En esa casa de un país que había apostado su destino a esa maleza y que la producía por millones de toneladas no había ni un miserable paquete de café. Claro, como la Loca no tomaba café… ¿Por qué habríamos de tomar entonces nosotros? Y como la Loca de paso tampoco comía porque le había dado por ponerse a dieta… ¡Que aguantáramos hambre también!

– El que come poco vive más -sentenciaba y punto. Palabra de DIOS.

El egoísmo de esta mujer destornillada que se creía infalible, dueña de la verdad como Papa, se expandía con una insanía tal que mucho cuento era que no estallara y nos volara en una explosión iracunda la casa.

– ¿Y ahora qué le vamos a dar a Víctor? -le pregunté a Marta enfurecido.

– Aire que es lo que comemos aquí -me contestó y nos echamos a reír.

– ¿De qué se ríen? -preguntó con curiosidad la Muerte, que me había seguido retardada a la cocina y no había alcanzado a oír.

– De vos, entrometida, zángana -le contesté-. ¡De quién más! ¿Y dónde andabas, haragana? ¿Descansando? Quitáte de ái que estás estorbando, no te me atravesés más. Dejáme pasar.

Se hizo a un lado ofendida, salió de la cocina al jardín y por el cielo del jardín se marchó.

– ¿Adónde vas, puta? -le grité mientras se iba dejando en el ciruelo enredados jirones de sus velos de ceniza-. ¿Vas por el Papa, o qué? Andá pues de carrera por ese viejo mariquetas pero no te tardés que aquí hacés mucha falta. En este país de mierda sobran como cuarenta millones. Llevátelos a todos, incluyendo a las bellezas si querés, que total de unos años para acá ni se les para. Han caído en una impotencia rabiosa y sólo copulan para parir. Te lo digo yo, mujer, que conozco íntimamente a todos estos hijos de puta.

– ¿A quién le estás hablando? -me preguntó Marta asombrada-. ¿Se te corrió la teja?

¿La teja? ¿A mi? ¿A mí, a mí, a mí, en un planeta devastado y cuando ya no tenemos redención? ¡Si morirse no es tan grave, niña! Lo grave es seguir aquí. Qué manía tan mezquina ésta de los mortales de aferrarse como garrapatas a la vida, a contracorriente de nuestra profunda esencia.

No sé por qué le conté a Marta que había decidido apurarle la muerte a papi, y después de ella a Carlos y a Gloria. Tal vez porque era demasiada la carga para mí solo. Necesitaba cómplices en el horror. A Aníbal lo excluí porque con sus quinientos perros y doscientos gatos tenía sufrimiento de sobra. A Manuel y a Darío por irresponsables. Que siguieran este par de irresponsables el uno fabricando hijos con sus mujeres y el otro en sus orgías con sus muchachos: con su sida, su aguardiente y su marihuana, y no pongo en la presente lista el basuco porque de ése sólo me enteré más tarde, cuando mi pobre hermano Darío, que nunca tuvo remedio, ya no tenía salvación.

Pero volvamos a donde estábamos y sigamos para adelante, rumbo al sitio designado donde nos está esperando la Muerte, el vacío inconmensurable de la nada, el despeñadero de la eternidad.

– Víctor, no hay nada que darte, ya sabés como es esto aquí. Vivimos en el permanente ayuno, en un faquirismo inveterado. ¿Vos ya desayunaste? Pues contentáte entonces con eso, hombre feliz, afortunado, que el manido verbo «comer» lo borramos nosotros desde hace mucho del diccionario por originales. Y en eso si, modestia aparte, nos podemos considerar pioneros del género humano. Hambre es lo que llevamos aguantando en esta casa desde que sentó su infame culo en el solio de Bolivar el bellaco de Samper, y lo que le espera al mundo. Por lo pronto al que no lo mate en este puto manicomio un cáncer o un sida lo mata el hambre.

Y para llenar el silencio que amenazaba con instalarse entre nosotros le pedí que me contara de sus hijas, de sus hijos, de lo que fuera. Que se acordara de cuando ellas eran tres y tres nosotros y salíamos de paseo los domingos, en dos carritos destartalados, a acampar a la orilla de las quebradas y a bañarnos los niños en sus charcos. Después nacieron otros en su casa y otros en la mía y fuimos muchos, y las quebradas fueron a dar al Cauca, al río, al río, rumoroso, que tiene una «u» en medio y que ya va llegando al mar.

Volvió la noche como todos los días, puntual, exacta, a las seis que es cuando en Medellín oscurece. El cielo se encendió de estrellas y cocuyos y se encendieron de foquitos las montañas.

– ¿Cuántos hijos de puta estarán naciendo en estos precisos momentos? -me pregunté.

– Millones -me contesté-. La Muerte no se da abasto con semejante paridera.

Pero al decírmelo reparé en que «darse abasto» no era una expresión mía sino de la abuela. Ay abuela, Raquelita, niña mía, no habías muerto, seguías viviendo en mí, extraviada en mis pensamientos.

Pasé al cuarto de papi y me encontré con que Carlos le estaba conectando una nueva botella de suero:

– Quedan ésta y otra para la noche -me informó-. Mañana habrá que comprar más.

Pero bien sabía él que no, que papi ya no tenía mañana. Lo había dicho para que papi oyera y creyera que iba a seguir viviendo. Y hacía bien. Mientras uno no se dé cuenta de que se muere, bendita sea la Muerte.

Carlos graduó la nueva botella, y las goticas que en un principio cayeron rápido se dieron a desgranarse pausadamente, calmadamente, al ritmo incesante y seguro de un rosario.

– Los misterios que vamos a contemplar hoy son dolorosos, ¿o no, abuela?

– Si, m'hijo -me contestó.

– ¿En el primero qué es lo que se contempla? ¿Que le dan como un millón ciento cincuenta mil quinientos latigazos en la espalda a Cristo y lo dejan vuelto un Nazareno?

– No te burlés de la religión, niño, que te vas a ir derechito a los infiernos.

– Mejor. Estoy harto de esta casa tan aburrida donde no pasa nada. Aquí lo único que hace uno es rezar. Lunes rosario, martes rosario, miércoles rosario, jueves rosario, viernes rosario, sábado rosario, domingo rosario. ¿No te cansás de esta repetidera?

– Pero si fuera una película, eso si les iba a gustar…

– ¡Claro! Es que cada película es distinta y el rosario es el mismo: avemarías y avemarías. ¿Nunca se te ha antojado ir al cine, abuelita?

Que para qué, que ésas eran novelerías.

– ¿Novelerías «El Corsario Rojo» o «El Corsario Negro»? Por Dios, abuela, estás loca, no sabés lo que decís. ¿Por qué hablás de lo que no conocés? Vos lo único que sabes es lavar, planchar, barrer, trapiar, cocinar, criar gallinas y marranos, cuidar perros y limpiar café. Ah, y oír radionovelas. ¿Cuántas te oís al día? ¿Cinco? ¿O diez? ¡Qué aburrición!

– ¡Eh! ¿Y por qué me tienen que llevar la cuenta? ¿Es que ustedes pagan la luz?

– No, abuelita, no es por la luz, la luz la paga el abuelo. Es que las radionovelas te pueden embrutecer.

Ola, como dije, entre cinco y diez y las mezclaba todas, la de las once de la mañana con la de las seis de la tarde, y si uno le preguntaba por una la confundía con otra. Su mundo era una lucha inacabable entre los buenos buenos y los malos malos. ¿Y yo, abuelita, dónde estaba? ¿Entre los buenos? ¿O entre los malos?

La televisión nunca le gustó porque no tenía poder de sugestión. Porque las imágenes, que son unívocas, no le encendían como las palabras la imaginación, que se le iba en las radionovelas a galope tendido sobre las ondas de radio por la estepa congelada de Rusia con el correo del zar, o al asalto lanza en ristre de un castillo medieval.

Por pobreza de presupuesto, por mezquindad de país, por indigencia mental, las telenovelas colombianas en cambio pasaban todas en un cuarto y sus actores eran tan feos, tan feos, tan sosos, tan desangelados que haga de cuenta usted gentecita corriente de la vida, de la que uno ve día a día por montones en la calle, orinando contra un poste o caminando en sus dos patas. ¡Qué aparatico imbécil el televisor! Maravilloso el radio y sus radionovelas en que la señora podía, si quería, imaginarse que andaba en lecho de rosas tomando champaña con el Príncipe Azul. Aunque pensándolo mejor, ¿para qué iba a querer mi abuela tomar champaña habiendo chocolate? ¿Y para qué un Príncipe Azul si tenía a su lado y para siempre a mi abuelo?

– Abuelita, ¿vos querés al abuelo?

– Qué pregunta tan boba, niño. ¡Claro que si.

– Entonces decíme a quién querés más: a él o a mí.

– A los dos.

– No, abuela, no me trampiés, no te me salgás por la tangente. Contestáme: a quién más: a él o a mí.

– A los dos.

Y de ahí no la sacaba nadie. Pero yo bien sabía que a quien ella quería más era a él. Después de él, eso si, la verdad sea dicha, por sobre sus centenares de hijos y nietos me quería a mí. Yo por mi parte la quería a ella más que a nadie, con un amor ilimitado. Si ella no me correspondía en la misma medida, qué me importa, qué carajos, el amor es así: desbalanceado, desajustado, desequilibrado, cojo.

Y ahí voy, arrastrado por la noche lenta, en esa cama desvencijada de tabla que crujía hasta por los vaivenes de mi conciencia, y en la que ni cabía porque la había hecho en tamaño liliputiense mi tío Argemiro, el genio, cuando le dio por meterse a carpintero, a fabricar mueblecitos en miniatura para adultos con los pies en el aire y zumbando en el aire los zancudos, cortando el tiempo inconsútil estos hijos de puta con su zumbido, trazando rayitas en la oscuridad como cuchillas de afeitar que me descosían el alma. Si la cama al menos no fuera tan corta y la noche tan larga y los «musiciens» no zumbaran y se callaran… Pero no, por las leyes de Murphy que rigen el Universo, todo en el peor de los mundos tenía que andar mal. Y maldecía del presidente perro de México José López Portillo que trajo a este planeta desventurado la plaga de los zancudos. Granuja ensoberbecido, vano, hinchado de presunción y de humo por tu PRI corrupto del que fuiste capo sexenal, ¿te nos vas a ir de este mundo impune, tu país alcahueta no te piensa castigar?