Cuando salimos a la calle el radio del carro de la funeraria daba las últimas noticias con alharaca: que Gavirita declaró, que Samperita decretó, que Pastranita conminó. A papi lo despedían con mierda. Qué le vamos a hacer, entre la mierda nacemos y vivimos y nos vamos.

A las dos horas volvieron los de la funeraria con las cenizas en una urnita. La urnita sabrá Dios adónde fue a parar en semejante caos de casa. En cuanto a las cenizas, las cargo desde entonces en el pecho, del lado izquierdo, en esta cripta de cementerio en que se me ha convertido el corazón. El que vive mucho carga con muchos muertos, es natural. Así lo establece la primera ley de los vivos o ley de la proporcionalidad de los muertos, que yo descubrí y que estipula una relación directa entre los años que vive el cristiano y los muertos que carga, cargando más el que vive más: V=M'd (Ve igual a eme al cuadrado por de), donde y es vivo, m es muerto y d la constante universal del desastre, que por ser una «constante» cambia «constantemente» como el espacio de Einstein: se curva, se encoge, se estira, se expande, se alarga. Véase mi tratado de tanatología «Entre fantasmas» donde queda todo esto muy bien explicado, con sencillas palabras y numerosos ejemplos tomados de la vida diaria. Va como por la decimoquinta edición.

Muerto papi me fui al demonio jurando que jamás iba a volver. Nunca digas de esta agua no beberé porque justo de esa agua es de la que vas a beber tratándose de la maldición de Colombia. No había pasado un año de esa muerte y ya estaba de regreso para otra.

Por la vieja carreterita de Rionegro, donde les dio por construir el aeropuerto nuevo para cagarse en el paisaje, bajaba el taxi de curva en curva camino de Medellín. Una curva, otra curva, otra curva, a la derecha, a la izquierda, pasando de tierra fría a tierra caliente, arrullándome en el vaivén de los recuerdos. Por esta misma carreterita subí y bajé incontables veces con Darío en nuestro Studebaker repleto de bellezas. ¿Cuánto hace? Años y años. Un carro de ésos hoy es pieza de museo y vale una fortuna. En cuanto a las bellezas, si es que viven, ay, no han de servir ni como carne para los leones del zoológico o para hacer salchichas. As¡ pasa. En el ajuste final de cuentas les va menos mal a los carros que a los cristianos. En fin, dejemos esto.

El campo recién bañado por la lluvia desfilaba con su verde límpido por las ventanillas del taxi. Aquí y allá, a la vera del camino o dominando una colina, con sus paredes encaladas de blanco, sus corredores de chambrana y macetas florecidas sobre las chambranas, viejas casitas campesinas me veían pasar y me decían adiós.

– ¡Adiós! ¡Adiós! ¡Fernando!

– ¡Cómo! ¿Ustedes todavía ahí, no las han tumbado?

– todavía no. Aquí seguimos, y como siempre tan bonitas.

Y constataba con dolor que el tiempo infame aún no las había tumbado sólo para burlarse de mí, para recordarme lo que yo había sido un día, y conmigo Colombia entera, unos niños locos, que ya no seríamos más porque habíamos envejecido y perdido, para siempre, la inocencia, y con la inocencia la esperanza. Las ilusiones las fuimos dejando regadas por el camino, y las últimas que nos quedaban las quemamos ayer en una gran hoguera que encendimos en el patio.

El taxi seguía bajando y ya se sentía el calor de Medellín. Atrás se quedaban las casitas campesinas fulgurando, brillándome en el fondo de los Ojos, con sus corredores de chambrana, sus macetas florecidas, sus paredes encaladas, diciéndome adiós para siempre porque ya sabían, antes de que yo lo supiera, que estaba escrito en el libro del destino que nunca más nos volveríamos a ver.

– ¿No tendría la gentileza, señor taxista, de apagar ese radio? Estoy harto, hasta la coronilla, de Pastrana. Por no oír a ese marica le pago el doble de lo que marque el taxímetro.

Tan viejo me vería el asesino, tan jodido, tan desamparado, que en vez de matarme lo apagó. Al que se quiera suicidar un consejo: pare un taxi en cualquier calle de Colombia, el primero que pase, el que sea; súbase y no bien arranque pídale al chofer lo que le pedí al de arriba. Y santo remedio para los males de esta vida con despachada expedita a la otra. Aunque lo que si no sé es con qué. Si con un cuchillo, con un machete, con un revólver, una varilla de hierro o un piolet. ¿No sabe qué es un piolet? ¡Qué importa! No va a necesitar buscarlo en el diccionario: lo va a ver.

– Gracias. Con el radio apagado pienso mejor.

¿Si te acordás, Darío, del Studebaker, envidia de Medellín? «La cama ambulante» lo llamaban, y se le revolvía el saco de la hiel a esa ciudad pobretona donde sólo los ricos tenían carro.

– ¡Maricas! -nos gritaban cuando nos veían pasar, cargada nuestra máquina prodigiosa de bote en bote de muchachos.

¿Maricas? Eso era como Cuba hambreada gritándoles imperialistas a los Estados Unidos. Les tirábamos un cubito de caldo Maggi por la ventanilla y ni los determinábamos.

– Sigan pariendo, cabrones, que aquí nosotros vamos dando cuenta de lo que salga.

Por este mismo barrio de Buenos Aires por donde voy ahora bajando y entrando a Medellín, ¡cuántas veces no subimos de salida en ese Studebaker cargado de muchachos! Liberados de la ciudad y de su maledicencia congénita, a la vera del camino, bajo la luz de la luna y la turbia mirada de Saturno, con el primer aguardiente y en la primer parada se iban quitando la ropa. Un arroyito tintineante cantaba cerca, y mugían las vacas. Muuuu, muuuu, muuuu… ¿Si te acordás, hermano? Darío: cuando pasen cien años, que son nada y se van rápido, vas a ver que esta ciudad miserable nos va a levantar una estatua.

Paró el taxi frente a mi casa, le pagué el viaje al asesino, bajé con la maleta, toqué y me abrió el Gran Güevón, que ni me saludó: se dio medía vuelta y se fue dejándome en la puerta de entrada con el saludo en los labios y la maleta en la mano. Descargué la maleta en el piso y en ese instante vi a la Muerte en la escalera.

– ¡Cómo! ¿Otra vez aquí? -le increpé-. Ya te hacía como Dolores del Río: muerta. En fin, serví para algo, mujer, y cuidáme esta maleta mientras vuelvo y la subo al cuarto, que vine a ver a mi hermano.

Con breve gesto de desdén y burla me indicó el jardín.

– Que no entre nadie -le encargué-. No se te vaya a ocurrir abrirle esta puerta a ninguno que nos matan.

Cerré la puerta y me dirigí al jardín con el corazón tembloroso. En una tienda improvisada con sábanas extendidas sobre los tendederos de ropa se había instalado en su hamaca.

– ¡Darío, niño, pero si estás en la tienda del cheik!

Lo apreté fuertísimo contra el corazón y sentí que volvíamos a ser niños y que acampábamos en el patio en una tienda de exploradores armada con palos de escoba, cobijas, colchas y sábanas, convencidos de que caía la noche en África.

– ¡Gruac! ¡Gruac! -dijo una sombra brusca que aleteó del mango al ciruelo.

– Hace días que anda por aquí ese pájaro -me explicó-, pero por más que quiero no logro verlo. Se me va, se me va.

Con dificultad volvió a sentarse en la hamaca y continuó en lo que estaba: limpiando de semillas y basura un paquete de marihuana que había desplegado sobre una de esas mesitas imbéciles, dizque noruegas, de patas puntudas, temblequeantes, que hizo Argemiro el genio in illo tempore. Sacaba una semillita aquí, otra semillita allá, y las iba tirando a los cuatro vientos sobre la grama del jardín.

– Me la trajo Aníbal chico de regalo -me explicó-. Muy buena. Se la venden en la policía.

– ¿Envuelta en pliegos de El Colombiano?

– Ajá.

– Que por lo menos sirva para eso ese pasquín.

Y en tanto sus manos descarnadas, fantasmales, seguían limpiando meticulosamente, sin prisas, la yerba santa de los haschidis, que iba sacando del pliego del pasquín, nos pusimos a hablar, de una cosa, de la otra, de la progesterona que le había provocado la retención de líquidos en el cuerpo y de las bellezas de antes cuando no existían estas malditas plagas del sida y el Internet, y cuando la vejez se nos hacía tan ajena, tan lejana, como el día en que dizque se va a apagar el sol. Que se apague que para eso Dios atiza el caldero hirviendo del infierno con la mano del Diablo. ¡O qué! ¿Nos va a cortar también este viejo cabrón la calefacción allá abajo?

– Las enfermedades son de dos clases -le expliqué-: las que se curan y las que no. Las que se curan, se curan solas o con antibióticos. Y las que no, las cura Nuestra Santísima Madre la Muerte, el remedio de los remedios.

– Exacto -asintió con indiferencia, como si la cosa no fuera con él.

Luego, en papel de envoltura de cigarrillos Pielroja, fue enrollando el cigarro de marihuana, que selló con saliva y que empezó a fumar con aspiraciones profundas. Y mientras el humo arcano le iba enturbiando el alma se puso a recordar un muchacho negro buenísimo que nos habíamos conseguido en el Central Park de Nueva York, una noche del verano.

– Ay Darío, ya estás como los viejitos, viviendo para recordar.

– Nos lo llevamos a nuestro apartamento del Admiral Jet, donde yo era «super», lo pusimos entre los dos en medio de la cama…

– Y nos lo pasábamos del uno al otro como pelota de pingpong. ¡Qué noche más caliente, hermano!

Y me puse a bendecir a Dios que nos había dado esa belleza y tantas otras, inmerecidamente, y a maldecir de este Papa santurrón que se las da de ecuménico. ¡A ver! ¡Cuándo este tubérculo blancuzco se ha acostado con un negro!

Fue entonces cuando la Loca comentó desde el segundo piso, desde su ventana:

– ¡Qué gusto me da ver a los dos hermanitos juntos y que se quieran!

¿Gusto? ¿Pero habráse visto mayor descaro? Sólo en una cabeza perturbada y cínica podía caber semejante mentira. ¡Cuánto no hizo una vida entera por separarnos, amontonando hijos y más hijos en el manicomio furibundo de su casa como si el espacio se estirara! ¡Qué se va a estirar el hijueputa, ésas son marihuanadas de Einstein! Hasta que un día (tanto golpea la gota de agua la roca que al fin la rompe), se salió por fin con la suya y parió al Gran Güevón, el engendro de Cristoloco en que conjuntaba en él solo, sin mezcla alguna y con una pureza absoluta por desquiciamiento de la genética, todos los genes rabiosos de la imbecilidad Rendón.

– No hay día en que no descubra cosas, Darío: Cristoloco es como la oveja Dolly: salió clonado.

Me levanté y dejándolo en el jardín, en su etérea hamaca de marihuana, volví al vestíbulo a subir mi maleta a alguno de los cuartos y a ver dónde me podía instalar los días que me esperaban.