– Dios, ahora sí que la hemos cagado. No hacía falta que lo declarase para que todos entendieran lo que de pronto tenían encima. Sonó, desgarrada, la voz de Gallardo:

– Me han dado, joder, me han dado, venid aquí.

Faura oyó que Klemper les decía, a él y a López:

– Cubridme. Y antes de que tuvieran tiempo de replicar, salió de, la torrentera. Faura y López, también sin pensar, se incorporaron y dispararon sus fusiles. Faura lo hizo primero contra la casa más próxima, recargó y tiró luego, sobre la marcha, hacia el lugar en el que vio el fogonazo de uno de los que trataban de darle a Klemper. El cabo había llegado ya adonde estaba Gallardo, a unos diez metros, y lo arrastraba hacia el resguardo con decisión. Más allá, Faura divisó, durante una fracción de segundo, el corpachón inmóvil de Balaguer.

O mucho se equivocaba, o estaba listo. El muy hijo de perra había tenido la mejor muerte. Mucho mejor de lo que se merecía, si es que para aquello, cómo dejaba de alentar un humano, debía contar algo lo que hubiera hecho antes.

Klemper pudo llegar ileso, trayendo consigo a Gallardo.

El gaditano no ofrecía buenas perspectivas. Tenía un tiro en la barriga y otro en el muslo, y por los dos perdía sangre en abundancia. A dos horas de marcha del campamento, y si un milagro no lo remediaba, estaba sentenciado. Pero quería creer que era posible seguir viviendo, y acuciaba al cabo que lo examinaba y trataba de encontrarle la herida:

– La pierna, la pierna, la siento empapada, hay que cortar la sangre de la pierna, cabo, deprisa, por tu madre, córtala.

– Tranquilo, ya la tengo -repuso Klemper, mientras preparaba un torniquete con el propio correaje de Gallardo.

– ¿Y Balaguer? ¿Qué pasa con él? -preguntó Casals.

– Creo que está muerto -dijo Faura-. No se mueve.

Ahora no les disparaban. Sus enemigos no derrochaban la munición, sabían que tarde o temprano tendrían que salir, y si no, aguardarían a atacar al alba, cuando los legionarios ya no tuvieran escapatoria.

– Mi sargento, qué vamos a hacer -dijo ansiosamente Gallardo, que era el que menos podía contribuir ya a lo que hubiera de hacerse.

Bermejo parecía bloqueado. De hito en hito miraba a Klemper, a quien estaba tentado, seguramente, de responsabilizar del desastre. Pero era él quien había escogido marchar hasta allí, era por su culpa por lo que ahora estaban demasiado lejos para poder esperar socorro. Y mientras él se debatía sin saber qué decidir, el cabo se la había jugado y estaba ocupándose de lo más urgente, atender al herido.

– Hay que hacerse cargo -dijo al fin, con dureza-. Ahora mismo, estamos muertos. Nos ha sonado la hora y como no venga Dios a sacarnos de aquí la hemos jodido. Así que no nos queda más que echarle huevos y abrirnos paso a viva fuerza. Somos seis, dos hacen falta para llevar a Gallardo. Los demás dispararemos. No hay otra.

– ¿Y Balaguer? -preguntó Casals.

– Si se lo han cepillado, ahí se queda -respondió Bermejo-. Me jode dejárselo, pero sólo cargamos vivos. No nos sobran brazos.

– Calma, que ya se corta -mentía mientras tanto Klemper.

Faura, acaso por primera vez en toda su existencia, sintió verdaderamente que estaba al borde de la muerte. Comparándolas con aquella sensación que le embargaba de pronto, las experiencias previas, tanto sus melodramáticas veleidades suicidas de años más jóvenes, como las ocasiones, mucho más reales y consistentes, en las que había vivido antes el peligro del combate, se le antojaban tan insignificantes y tan falsas como un teatrillo de títeres. Se daba cuenta ahora de que nunca se había visto así, a merced de la muerte, no meramente expuesto a ella, sino sometido a su designio sin que le cupiera contemplar la posibilidad de librarse. Hasta entonces, cuando había luchado, lo había hecho en circunstancias de superioridad, o como mucho de una momentánea igualdad que siempre podía contar con que se rompería en su favor. Asaltaba fortines que antes había bombardeado la artillería, marchaba contra colinas que trituraba la aviación, y aun sin ese apoyo, siempre el empuje y la iniciativa estaban de su lado. Muchos caían en los ataques, pero otros muchos no.

Y en el fondo, aunque se dijera desear que le tocara a él la bala, confiaba en que no tenía por qué darle necesariamente. Ahora, en cambio, eran los suyos los que se hallaban en inferioridad y los que no podían esperar ayuda. Era él el que estaba predestinado a caer, como todos los que le acompañaban.

En ese momento, no antes ni después, Faura entendió que su vida hasta allí había sido mentira. Que hasta aquella zanja en la que ahora se guarecía había sido libre para inventar su camino y eso había hecho, inventárselo, pero de una forma irreflexiva y disparatada por la que en adelante le tocaba pagar. En adelante, durara eso lo que durara. Las alas negras de la muerte lo cubrían con su sombra y bajo ellas sintió, como nunca antes, la potencia de la verdad y el sabor del miedo. Le tocaba por fin a él, como antes lo había visto en otros. Se le aflojaban los miembros, se le cerraba la garganta, y por momentos parecía a punto de deslizarse hacia el pánico. Pero en aquella hora, el tirador escogido acabó haciendo honor a su reputación de aplomo y sangre fría. Siempre que había tratado de representarse aquel momento, se había imaginado a sí mismo resignándose con despego hacia su propio infortunio, viéndose morir desde fuera sin rabia ni compasión. No sucedió así, ni mucho menos, porque también aquella actitud imaginada era parte de la mentira. Aplastado en la zanja, mientras contaba las balas que había en sus cartucheras, cuando el empeño parecía menos sostenible que nunca, lo que el legionario Faura decidió fue que quería seguir viviendo. Y que iba a pelear hasta el límite de sus fuerzas y de su suerte, contra la misma lógica si hacía falta, para conseguirlo.

– Me estoy muriendo, me cago en mi estampa, me voy a quedar aquí -gimoteaba Gallardo, poniendo su voz al sentir de todos.

– Vamos, no te asustes, yo te llevaré -le consolaba Klemper.

– Casals, ayuda al cabo -ordenó Bermejo, con cara de no estar ya allí.

15

Cuando lo vio saltar el primero afuera, con el fusil por delante, disparando como un demonio, Faura tuvo que admitir que el sargento Bermejo era un hombre valiente. Mientras Klemper y Casals salían con Gallardo colgado de los hombros, ofreciendo un blanco inmejorable y sin posibilidad de responder, el sargento asumió el deber de interponerse y sacrificar su propia seguridad para protegerlos. Faura, Navia y López también disparaban, pero desde el borde del torrente, y podían recargar pegados al suelo, con relativa seguridad. El sargento, en cambio, lo hacía de pie y a cuerpo limpio, mientras iba siguiendo, y tapando con su propia persona, al herido y a quienes lo acarreaban. El fuego de cobertura que hacían sus hombres, y que empezaba a estar apuntado (Faura y López ya habían localizado a un par de tiradores enemigos), le daba más posibilidades que las que había tenido Balaguer, minutos antes. Pero, con todo y con eso, las balas se clavaban en el suelo a su alrededor, y era un milagro que no le acertaran. Después salió Navia, también sin dejar de disparar, y a continuación López, haciendo otro tanto. Faura aún gastó un peine de munición contra las chumberas de las que parecía venir más plomo, y luego de poner un peine nuevo, saltó a su vez, con el corazón golpeándole desenfrenadamente.

Llegó junto al cadáver de Balaguer, que yacía boca arriba, con los brazos caídos atrás. Parecía que lo hubiera parado de un puñetazo un gigante aún más grande que él. Con una mezcla de insensatez y cálculo previsor que luego le asombraría, se inclinó sobre el cuerpo para vaciarle las cartucheras y procurarse munición suplementaria.

– Faura, qué haces, imbécil, corre -oyó bramar al sargento.

Un balazo se clavó a apenas treinta centímetros del lugar donde maniobraba, en el pecho de Balaguer. Verlo, y sentirlo perforar la carne del cubano, le produjo una sensación irreal, y al mismo tiempo, curiosamente reconfortante. Era un indicio de suerte, un tiro que le buscaba y no le había mordido. Un guiño del ángel custodio, se dijo, acordándose de aquel personaje en el que no pensaba desde hacía años.

Pese a todo, no gastó más tiempo del necesario para hacerse con el contenido de las cartucheras de Balaguer y cuando hubo terminado se levantó sin mirarle siquiera a la cara para despedirse. Se lanzó a la carrera a todo lo que daban de sí sus músculos, buscando reunirse con el grupo que ya se le escapaba. Klemper y Casals lograban transportar a Gallardo a buena velocidad, y los otros tres, un poco rezagados y formando una especie de abanico, devolvían el fuego sin desmayo, con la cadencia máxima permitida por el tiempo de recarga del fusil y los cinco tiros de cada peine del máuser. La conciencia de que les quedaba un largo camino y no les convenía quemar todos los cartuchos era algo de lo que parecían haber prescindido. Y bien Mirado, no dejaba de ser una actitud coherente con la situación. No tenían más remedio que apostarlo todo para salir de aquella emboscada. Luego, ya se vería.

Cuando se reunió con los otros, ya habían salvado unos dos tercios del terreno descubierto y tenían al alcance una pared tras la que podían desenfilarse de los tiradores que los acosaban. La suerte parecía andar ahora de su parte, pero entonces se oyó un grito ahogado.

– Ach, Dreck…

La bala le había dado al cabo Klemper en el hombro derecho. Aunque no era éste en el que cargaba a Gallardo, el impacto le hizo vacilar y perder pie. Casals y el gaditano se fueron tras él al suelo.

– Dios, de ésta no salimos -se quejó Gallardo, con la cara torcida en un gesto de dolor y desesperación.

López se detuvo a ayudarlos. Pero Klemper se puso él solo en pie.

– Deja, que puedo seguir, tú dispara -le rechazó.

– ¿Seguro?

– Seguro, que me queda el otro hombro. Dispara, que eso lo vas a hacer tú mejor que yo. Vamos, joder.

Klemper se echó de nuevo a Gallardo encima, con la ayuda de Casals, y reanudó la marcha. López aún se quedó dudando un instante, antes de volverse para apuntar su fusil. Ese titubeo fue suficiente. No llegó a alzar el arma más arriba del estómago. A mitad del movimiento, recibió un tiro entre los ojos. Había proporcionado la ocasión, y para aprovecharla estaba ahí uno de aquellos temibles fusileros rifeños habituados a poner la bala justo donde se proponían. Decían que algunos de ellos, con apenas doce años, eran capaces de acertarle a una perra chica a cincuenta metros, y blancos como aquel que acababan de hacer movían a creérselo. Al legionario López, nacido o no en los Balcanes, desertor o no de la Legión Extranjera Francesa, virtuoso acreditado del fusil, le había escrito el final uno de su misma especie, aunque enfundado en la chilaba parda de los guerreros de las montañas. Debía de ser su destino, o así salió sin más la carambola. Tampoco había que buscar grandes explicaciones ni ocultos significados en la manera en que se le cortaba el camino a un hombre entre aquellas peñas.