Navia fue menos reflexivo.

– Pues yo no pienso ir -advirtió-. Que le den por culo al credo.

– ¿Qué quieres, abandonarlo para que se ensañen con él?

Navia no encontró respuesta a esa pregunta. Faura, contra su costumbre, intervino para proponer una solución distinta:

– No sobrevivirá, de todos modos. Puedo rematarlo desde aquí.

Klemper se le encaró. En los ojos cansados de aquel hombre que había hecho de la guerra su forma de vida, que desde los brumosos pasos de los Cárpatos hasta los riscos polvorientos del Rif había recorrido un camino más largo y más difícil que él, Faura leyó algo que no supo descifrar a primera intención. Por un momento le pareció un reproche, pero luego fue como si le compadeciese por la mezquindad y, por último, como si renunciara a hacerle entender algo que su juventud, su inexperiencia y su miedo (es decir, sus ganas de vivir, a pesar de todo) le incapacitaban para compartir. El cabo tan sólo dijo, al final:

– No se mata a un compañero.

– Pues si nos mandas a cualquiera de los dos es como si nos mataras -apostilló Navia-. Lo que tenemos que hacer es obedecerle. Irnos ya.

– No pensaba mandaros a ninguno -respondió Klemper-. Cubridme.

Como cuando había ido por Gallardo, el cabo no dio lugar a que nadie le disuadiera. Simplemente echó a correr, ante el estupor de los dos hombres a quienes acababa de encomendarse. Navia protestó:

– Será idiota. Pero hizo, como Faura, lo único que podía hacer: abrir fuego, adelantándose a los moros que iban a intentar cazar al cabo. La oportunidad que les proporcionaba era magnífica. A los efectos, Klemper sólo podía contar con un brazo, y eso para tratar de arrastrar a un hombre que le sacaba no menos de veinte kilos. Se mirase por donde se mirase, era un suicidio, y Faura se preguntó por qué, a quién ofrendaba Klemper su vida. Acaso fuera a ellos, a él y a Navia, a quienes no podía ayudar y para cuya salvación, si aún era factible, sólo iba a ser una rémora. Acaso fuera al propio sargento, y a los demás que habían caído antes; acaso quisiera pagarles, él también, la deuda que había contraído con ellos al hacer aquel disparo en el patio, por razones que ahora, en presencia de la muerte y a la vista de lo que de aquel acto suyo se había seguido, le parecían erróneas y funestas. O acaso no fuera por ninguno de ellos, acaso Klemper, como tantos otros legionarios antes y después de él, creía sin más llegado el momento de liquidar el débito previo que le había empujado a alistarse en las tropas de choque.

Llegó el cabo a levantar al sargento, a abrazarlo y a tirar de él. Bermejo debía de haber perdido ya el conocimiento, Porque no reaccionó de ninguna forma. Así, abrazado al hombre al que se había enfrentado, al hombre que le había llevado con su imprudencia hacia la muerte y que incluso se la había deseado delante de todos, recibió Klemper el disparo que le impidió seguir gobernando sus actos y lo Convirtió en un fardo a merced de los actos de otros. Y así cayeron los dos, enlazados, el cuerpo de Bermejo encima de su frustrado rescatador.

Los moros invisibles interrumpieron el fuego otra vez.

Los legionarios oyeron cómo gritaba uno, sin poder contener el júbilo:

– Al-lahu akbar .

Navía y Faura dejaron de disparar también. Dijo el asturiano:

– Ya está, ya lo consiguió. Ahora vámonos de una puta vez.

Faura no reaccionó de momento. Aún estaba absorto en lo que acababa de ocurrir ante sus ojos, aún miraba hacia los dos cuerpos que habían caído no lejos de donde yacía el legionario Casals. Tampoco Klemper se movía, por lo que cabía deducir que el tiro era malo. Eso, naturalmente, no significaba que fuera mortal. Tal vez, en pura teoría, tuviera una posibilidad de vivir sí alguien iba por él y conseguía llevarlo adonde pudieran atenderle. En ese momento crucial de su recorrido, Faura hubo de dilucidar qué clase de hombre era. Ante él se abría una bifurcación que no permitía inhibirse, ni tampoco tomar un camino intermedio. Lo que allí hiciera lo iba a definir y acompañar durante el resto de su existencia, fuera larga o corta, eso daba lo mismo, porque todo era corto y largo a la vez enfrente del infinito que ahora le contemplaba. Es posible que al legionario Faura le humillara un poco saber, ante aquel espejo inmenso, quién y qué era. Pero lo que uno es, sólo cabe asumirlo, se dijo, y hacer con ello, sencillamente, lo que corresponde hacer. Comprendió que él no era como Casals, como Bermejo o como Klemper. Que si a alguien se asemejaba, si alguna compañía merecía, era la de Navia, y el destino había hecho su selección para mostrárselo, para que no abrigara duda al respecto.

– Yo me largo, Faura. Allá tú.

– Espera un momento.

– ¿Que espere, a qué?

– A que haga lo que hay que hacer.

No esperó que Navia le entendiera, y tampoco esperó que aquello le enalteciera o atenuara el juicio que había de recaer sobre él. Pero puso toda su aplicación y se tomó el tiempo necesario. Primero, por si aún podía darse cuenta, le metió el balazo en la cabeza a Klemper. Después, con idéntica concentración, pese a la facilidad que para él tenía atinarle a aquella distancia a un blanco inmóvil, remató a Bermejo. Una vez que estuvo hecho, se puso en pie y le dijo a Navia, sin énfasis:

– Ya podemos irnos. Los dos legionarios echaron a correr pegados al monte, sin mirar atrás. No podían descartar que en cualquier momento el fuego volviera a desencadenarse sobre sus cabezas, y a cada paso cada uno de ellos temía que sonara la detonación y que una bala hambrienta de carne le picara la espalda. Pero corrieron y corrieron, fiados a la protección del monte, sin preocuparse de dosificar las fuerzas y echando el resto en el envite. Y no sonó ningún disparo. El dios que se divertía a su costa les daba cuerda, y Navia y Faura no rehusaron aprovecharse.

Cuando constataron que habían conseguido eludir la emboscada, y que de pronto se abría ante ellos una posibilidad, por dudosa y exigua que fuera, de librar el pellejo, tuvieron que hacer frente a un problema del que en medio de la angustia anterior habían llegado a prescindir. No podían correr en cualquier dirección, sino que debían buscar el camino de Segangan, la ruta que al final los devolviera al campamento. La referencia que habían usado al principio, la cumbre del Uixan, no era ahora visible, y Faura, que tenía dos meses más de servicio que Navia, lo que de acuerdo con las ordenanzas le convertía en jefe del binomio y le hacía responsable, se detuvo a buscar otra.

– Espera, que no sé si vamos bien -le dijo al asturiano.

– Vamos de cojones, no nos disparan.

– Ya, pero a ver si nos estamos desviando.

– Todo de frente por aquí, vamos bien.

– ¿Sabes orientarte por las estrellas, Navia?

– Qué va. Lo siento, compadre. En la mina no se ven mucho.

Tampoco Faura sabía. Buscó entonces la luna, y más o menos calculó que la dirección correcta sería dejándola a la mano a la que estaba cuando habían emprendido el camino de vuelta. No era una referencia muy fiable, y no valdría todo el tiempo, pero podían seguirla mientras no volvieran a tener el monte a la vista. Además, coincidía con la impresión de Navia, en la medida en que su criterio pudiera servirle. Así que siguieron por donde iban galopando fusil en mano. Los dos recurrían al mismo truco de soldado, cogerlo justo por el centro de gravedad para que se equilibrara solo y llevarlo más cómodamente.

– No me puedo creer que los hayamos dejado atrás -jadeó Navia.

– No te lo creas todavía.

– ¿Tú que dices, que nos están siguiendo por ahí arriba para volver a cortarnos el paso?

– Yo no digo nada. Pero por arriba me extrañaría, les costaría darnos alcance. Se tarda más en avanzar por las laderas que por el llano.

– A lo mejor creen que han acabado con todos. Faura se volvió a su compañero. Empezaba a fastidiarle.

– Cállate, Navia, y guarda el aire para correr.

Durante bastantes minutos continuaron avanzando a la carrera, casi tan rápido como podían, hasta que ambos comprendieron que iban a reventar si seguían a ese ritmo. Aflojaron un poco el paso. Nadie parecía perseguir s, ante ellos sólo se extendía la silenciosa cadena de colinas del paisaje rifeño. Allí, en aquellas estribaciones el macizo del Uixan, los relieves eran suaves y formaban una ondulación continua, por la que los dos legionarios iban buscando siempre el camino más bajo y protegido. A la derecha, sobre uno de los montes más altos, vieron otra de aquellas hogueras. Por un momento pareció que hacían alguna clase de señales. En cualquier caso, iban a pasar lejos de ellos, quiso tranquilizarse Faura, a quien el cansancio ya comenzaba a aturdir. Entre el creciente latido que le golpeaba las sienes y la paulatina escasez de oxígeno, el razonamiento y la vista se le nublaban.

Pero los dos, Navía y Faura, sacaron fuerzas de donde no las tenían. A trechos volvían a correr, luego se desfondaban y arrastraban los pies durante un rato, hasta que se rehacían y se forzaban a una nueva carrera. La cima del Uixan asomó sobre las otras montañas y les confirmó que llevaban el rumbo adecuado. Al otro lado de las alturas que les cerraban el horizonte estaba Segangan, la salvación. Tendrían que inventar algo para explicar la pérdida de sus compañeros, aunque bien mirado no les quedaba otra salida que fingir ignorancia; siempre, claro estaba, que lograsen deslizarse otra vez dentro del campamento con sus fusiles. A Faura le pareció de pronto sorprendente estar planteándose semejantes preocupaciones. Preocupaciones de vivo que esperaba seguir viviendo, y no de condenado a muerte. Pero había que tenerlo en cuenta: llegar a Segangan no bastaba, debían volver a su puesto sin que nadie supiera dónde habían estado. Por faltas mucho más leves que aquella de la que eran partícipes, llevarse armas sin permiso y perderlas ante el enemigo, podían fusilarlo a uno en el Tercio.

Tendría que acordar con Navia lo que decían, pensó Faura, dejando que aquella cuestión, inimaginable tan sólo medía hora antes, se convirtiera en la evasión mental más natural para sobrellevar el esfuerzo y alejar su atención de la punzada que le atravesaba el vientre. Por lo que conocía al asturiano, no era quien habría preferido para tener a medias un secreto de aquella índole, pero tampoco lo juzgaba incapaz de mantener la boca cerrada, siendo de interés común el asunto.

Sin embargo, Faura no iba a tener ocasión de poner a prueba la discreción ni la capacidad de disimular de su compañero. Después calcularía que estaban a unos dos tercios del camino, no muy lejos ya de las líneas españolas, cuando sonó el fusilazo. Casi al instante, antes de que a Faura le diera tiempo a volverse, Navia se dobló por la cintura con un gemido abrupto. Cayó su máuser al suelo, y le oyó decir: