Se retiró de tal modo que a los otros, al cabo y al sargento, debió de hacérseles evidente lo que había ocurrido. El sargento no formuló por ello la menor queja. Esperó a que Faura ocupara su puesto y se dispuso a emplearse a continuación. Mientras se colocaba ante la mujer, que seguía con la cara apartada y respiraba entrecortadamente, dijo:

– Ya ves cómo son mis hombres. Como toros. Incluso Faura, que parecía frío. No me dirás que te habían follado antes así, ¿eh, marrana? Pues ahora el sargento, para que no te olvides de la Legión.

Nunca Bermejo le había parecido a Faura tan necio y sórdido como le sonó entonces. Vio cómo se acoplaba con la mujer y comprendió, con una náusea que mezclar en ella sus simientes los hacía para los restos hermanos de algo que era más fuerte y definitivo que la sangre.

13

Después de que Bermejo se vaciara en ella, la mujer quedó desmadejada y en apariencia inconsciente. Podrían haberla dejado allí, seguramente, sin que hubiera supuesto el menor peligro. Pero el sargento les ordenó levantarla y arrastrarla, semidesnuda como estaba, de vuelta al patio. Una vez más, ella se dejó hacer, aunque ahora la vencía el cansancio o la afrenta y tuvieron que llevarla en vilo.

La devolvieron con las mujeres y los niños, entre quienes se derrumbó y con quienes se apretujó en medio de un rumor de sollozos sofocados. De pronto a Faura se le hizo insufrible aquella imagen, todos aquellos seres humanos apiñados y abrazados que se protegían patéticamente de la inclemencia que los tenía a su merced. Y deseó que todo acabara de una vez, aunque sabía lo que su deseo implicaba.

También el sargento, después de aplacar sus más elementales ansías de macho rabioso, pareció sufrir un acceso de lucidez y comprender que llegaba el momento de terminar con la representación.

– Cojonuda, tu mujer -se dirigió al cabeza de familia-. Se nota que le pone interés y yo diría que no era la primera vez que probaba rabo de soldado. Lástima no poder quedamos para darle un poco más. Pero tenemos que ir acabando, que nos espera un trecho hasta el catre.

El hombre pudo oírle y entenderle, o no. La cabeza la tenía hundida sobre el pecho, los ojos ya secos de lágrimas perdidos ante sí.

– Gallardo, búscame por ahí dentro una gumía, que alguna debe de haber -ordenó el sargento-. Casals -llamó al catalán--. A ver, tú que tienes más mano. Ve degollando al viejo y a los chavales.

– A sus órdenes, mi sargento -repuso Casals, sacando su afilada navaja cabritera, la herramienta que prefería para aquel menester.

Casals protagonizó uno de los contados actos de piedad de aquella noche. Degolló al viejo y a los dos muchachos con rapidez, sin darles apenas tiempo al segundo y al tercero a percatarse de lo que sucedía con el primero. Quien sí lo vio, y no pudo aguantarse, fue la mujer que conservaba más fuerzas, y que saltó como un resorte gritando:

– Driss, Muhand, lah, lah, lah.

El sargento apenas cruzó una mirada con Balaguer. El mulato frenó de un bayonetazo seco y apuntado la carrera de la mora. Cuando se vio clavada por mitad del pecho contra el fusil que sostenía aquel negrazo, la mujer quedó suspendida en un pasmo infinito. Balaguer, con destreza y buen pulso, la empujó hacia atrás, y ayudándose del pie le sacó la bayoneta, Constató que tenía suficiente y la dejó agonizar en paz.

El hombre, a esas alturas, terminó de perder el juicio. Eso fue lo que interpretó Faura al verle patalear como un poseso, intentando en balde soltar las manos de las ligaduras y hacer sonar su voz taponada por la mordaza que con meticulosa saña le había anudado entre las mandíbulas el legionario Casals. En el colmo de lo que pudiera esperarse de un ser humano así reducido, llegó a alzar una mirada inflamada de furia al sargento que entre tanto le contemplaba quieto, gastando con desgana su eterna media sonrisa de bordes agrios.

– Vaya, jasán , estás jodido, ¿eh? -observó Bermejo-. Pues yo creo que no deberías, coño. Les estamos dando gusto a tus mujeres, y a los demás te los matamos rápido. Casals es el mejor artista que tengo con el hierro, y ya has visto Balaguer cómo pone la bayoneta en el sitio.

El hombre seguía retorciéndose, y Bermejo sin moverse un milímetro. Puede que fuera en ese momento, al fin, cuando sintió que empezaba a bajarle la ebullición de la cólera por el martirio de su hermano: cuando en su cerebro enardecido por el odio y el sexo brutal, se insinuó una ecuación susceptible de ajustarse a las leyes desorbitadas del álgebra que le dictaba su venganza. A aquellas alturas, la barbarie devuelta casi le compensaba la sufrida, casi lograba hacerle al sargento Bermejo soportable la idea de que a su hermano lo hubieran mutilado y empalado sobre la arena amarilla de Zeluán. Pero aún faltaba un poco. Siempre, aunque eso el sargento no acertara a saberlo, iba a faltar un poco, hasta que se olvidara de la ecuación y simplemente siguiera, a sangre, fuego y cuchillo, con aquella vida nueva que había aprendido a vivir. Porque todo lo que un hombre conoce, se queda en él.

El sargento dejó que el moro pataleara, hasta agotarse. Esperó a eso, o quizá a que Casals, dejándose llevar automáticamente por su nuevo ímpetu coleccionista, rebanara las orejas de los tres cuerpos que yacían desangrándose a sus pies. Bermejo asistía complacido al trajín de Casals. Faura lo observaba también, con curiosidad no exenta de fascinación, por la limpieza con que la navaja del catalán iba despegando de los cráneos aquellas rebabas de carne y cartílago, sin usar más fuerza de la que se necesitaba para arrancar los higos chumbos de la planta. Espió de reojo a López, a Balaguer, a Navia y a Klemper, que como él presenciaban mudos la operación de Casals. El gesto del serbio era insondable, como si a su juicio no estuviera sucediendo nada digno de mención, y en ese momento Faura creyó más que nunca en su leyenda, en que era de veras un desertor de la Legión Francesa que había ido a refugiarse al Tercio. Trató de imaginar qué horrores habría vivido y cometido antes para llegar a aquel punto de impasibilidad, para quedarse allí, abúlico, dejando que el catalán se luciera, sin sentir la menor necesidad de intervenir ni de demostrar que él ya había hecho cosas como aquélla y aún peores. Balaguer, en cambio, abría unos ojos enormes, como si fuera un niño que acabase de descubrir entre los matorrales un nido con huevos de color azul. Daba la sensación de que también a Navia le impresionaba el espectáculo, pero de manera bien distinta: su rostro se veía amarillento y contraído. Klemper, por último, tenía la expresión de alguien cuya cabeza estuviera en otra parte, tratando de hallar la salida de laberintos cada vez más irresolubles.

Gallardo, como era de esperar, encontró la gumía. Con ella en alto, como un trofeo, salió de la casa al patio. Era una buena pieza, de mango negro repujado con esa plata cochambrosa y grisácea que trabajaban los moros, pero que no dejaba de resultar aparente en contraste con la madera oscura. Del mismo metal estaba hecha la vaina.

– Estupenda -dijo Bermejo, mientras la recogía de la mano de Gallardo.

La desenvainó con energía, produciendo un ruido de lata al rozar la hoja, en su salida, la carcasa en la que estaba alojada. Blandió el arma un instante, haciendo que su brazo prolongara el arco de aquella media luna de acero apuntada al suelo. Luego, se la ofreció a Casals.

– ¿Yo, mí sargento? -repuso el catalán, que terminaba de envolver en un trapo su cosecha de orejas cortadas.

– Tienes más arte que el resto. Y más afición. Cógela.

Se la arrojó a los pies. La gumía, nada fácil de usar a distancia, rebotó en el suelo en vez de clavarse en él. Casals estiró el brazo para alcanzarla y cuando la tuvo asida le pasó una yema por los dos filos.

– De filo, regular. Y está oxidada -apreció.

– Mejor. Vamos, agarradlo -dijo, señalando al hombre exhausto.

Gallardo y Balaguer se acercaron a él. El mulato, tras alzarlo, le puso los brazos alrededor, mientras el gaditano le inmovilizaba una pierna. Hacía falta otro. Pero nadie entre los demás dio muestras de animarse.

El sargento los sopesó. Y eligió rápido, como si lo tuviera previsto.

– Ven acá, Faura.

Faura no se hizo el remolón. Se echó el fusil a la espalda y se arrodilló para sujetar la otra pierna, que el hombre movía con los últimos restos de energía que le quedaban. No le costó demasiado atraparla y pegarla al suelo. Bermejo se plantó entonces ante el cautivo.

– Rafael Bermejo Fernández -recordó, despacio-. Que se te quede el nombre, para que te lo lleves puesto al infierno. Porque ahora es cuando Alá termina de olvidarse de ti y te llega tu maldita hora, cabrón.

Faura fue a buscarle al hombre la mirada, pero justo entonces el otro apretó con fuerza los párpados, y por un momento pareció que iba a quedarse con los ojos cerrados. No duró mucho así, de todos modos. Cuando el rifeño sintió que el sargento le subía la chilaba y le enganchaba los zaragüelles, los ojos se le abrieron como platos y Faura pudo verlo sin impedimento: el fulgor terminal del alma de aquella mísera criatura humana, centelleando ante la inminencia del dolor y la muerte. Ajeno a esa luz trémula que hipnotizaba a Faura, Bermejo bajó los pantalones y descubrió un sexo arrugado y tan lampiño como el de la mujer.

– Mira tú qué cosa -dijo, sin hacer más comentario al respecto. Al punto se volvió a Casals y con el índice le señaló el colgajo.

Lo que siguió fue de una monstruosa naturalidad. El catalán se inclinó, cogió sin aspavientos lo que tenía que cortar, lo estiró cuanto pudo y aplicó el filo interior de la gumía. Lo hizo de izquierda a derecha y de arriba abajo, metódico y cuidadoso, para no herir con la punta del cuchillo a ninguno de sus compañeros. No resultó tan limpio como con las orejas, pero Casals era fuerte y su ánimo decidido. Faura, sin saber por qué, quizá por no ahorrarle nada a su memoria, quiso forzarse a mirarlo. Con aquella tortura, por atroz que fuera, le habían familiarizado los cadáveres de españoles que había visto con la misma mutilación, algunos de ellos, incluso, con el despojo atrancado en la boca. Pero no era lo mismo, pese a todo, verlo en un muerto que contemplar cómo se lo hacían a un hombre vivo que se debatía desesperadamente para evitarlo. Apartó la vista, y cuando la sangre le salpicó las manos y la sintió caliente sobre su piel, no pudo aguantar más.

Soltó la pierna desnuda y convulsa, se levantó y se fue al rincón a vaciar el estómago. No fue el único. Contra una pared se desahogaba ya Gallardo, y poco después los imitó Navia. Entre las arcadas y las explosiones del vómito, vio o soñó que Casals desamordazaba al hombre y ahogaba su incipiente grito con la piltrafa que tenía en la mano. Después, siempre sin precipitarse, volvió a atarle la mordaza, bien prieta; cuchicheó algo con Balaguer y, una vez obtenido el permiso del sargento, reemplazó al cubano a la espalda de su víctima. Degolló al moro delicada, casi amorosamente, rematando aquella labor para la que estaba dotado y en la que casi exhibía, el sucio Casals, una siniestra elegancia.