Éste era el momento del cuento que más le gustaba a Munat. Cuando quedaba de manifiesto la astucia del muchacho, y él ponía en ridículo a quienes le habían despreciado tan injustamente. Como había visto hacer a su madre, en ese punto intercalaba un breve silencio, para cerciorarse de que tenía la atención de los que la estaban escuchando, antes de rematar el relato con la coletilla que la tradición imponía: Y después de andar por aquí y por allí, me puse el calzado y se me rompió .

Aquella noche, en la atmósfera tenebrosa de su casa, que de pronto ya no era el refugio donde alimentaba sus ensueños adolescentes, sino la boca del infierno, Munat pensó en la bestia de las siete cabezas y en el muchacho que tenía la suerte y el valor para cortarlas y para salir airoso de las empresas más difíciles. Aquel muchacho que no se llamaba de ninguna manera, porque así era como le había llegado el cuento. Era lástima que a ninguna de las transmisoras anteriores, entre las muchas ocurrencias de cosecha propia que habrían ido enhebrando en el relato, le hubiera dado por adjudicarle al héroe un nombre que ella pudiera pronunciar ahora, aunque fuera para sí, como conjuro contra el temblor que la traspasaba hasta la médula de los huesos.

Munat no había vivido ajena a la crueldad del mundo y de los hombres, porque en la tierra y el tiempo en que le había tocado nacer estaba demasiado presente para que nadie pudiera sustraerse a su influjo. Ella misma había despellejado conejos muchas veces, y había sostenido sus entrañas calientes en la mano, y como todos los niños ayudaba también a desollar las cabras. Los propios cuentos que aprendía y recitaba, incluido aquél, estaban repletos de crudezas: su héroe empezaba aplastando una cabeza de serpiente, continuaba cortando las siete de la bestia y terminaba obligando a mutilarse por dos veces a los pretendientes de sus cuñadas. Tampoco ignoraba Munat los efectos de la guerra. A los seis años había oído tronar a los cañones por primera vez. Había visto surcar el cielo a los aviones de los españoles, que arrasaban los poblados rebeldes con bolas de fuego. Y dos meses y medio antes había asistido, como todos, al horrendo espectáculo de la derrota y masacre de los invasores. Un par de días después del hundimiento del frente, le llamó la atención un griterío no lejos de donde vivía. Se asomó a mirar, aunque su padre, al que notaba inusualmente agitado desde que se había sabido del descalabro de los extranjeros, le tenía advertido que permaneciera encerrada en la casa. Lo que vio entonces le causó una extraña impresión. Uno de aquellos hombres de uniforme, pero desarmado, descubierto, y despojado por completo de ese orgullo altanero con que los había visto pasearse hasta entonces, trataba de desasirse de un grupo de mujeres que lo acosaban. El hombre cojeaba y parecía malherido. Al final las mujeres lo habían reducido y habían ahogado sus chillidos bajo el coro agudo de sus albórbolas triunfales. La imagen del fugitivo que desaparecía bajo los golpes de aquella gente enardecida le había despertado un mal presentimiento. En los días siguientes, Munat se había acostumbrado a otra novedad terrorífica: el hedor, las mutilaciones y las muecas agónicas de los militares muertos que salpicaban el campo; aquellos muñecos al principio hinchados y después acartonándose poco a poco, de los que los niños se reían, sobre los que las mujeres escupían y en los que hurgaban con desgana, por la hartura, los perros y los cuervos. Munat no terminaba de saber si había que celebrar o no lo que había pasado, porque al tiempo que percibía la alegría de casi todos, se daba cuenta de que su padre permanecía preocupado y sombrío, contagiando de ese ánimo al resto de los adultos de la casa, que apenas si alzaban el tono de voz, como si hubiera algún comportamiento ominoso que encubrir.

Ahora, con aquel hombre grande y maloliente encima, mientras otro le tapaba la boca con su mano rugosa e inflexible, a cuyo través a duras penas podía respirar, Munat comprendía que su padre tenía razón y que los demás estaban equivocados. Y a la vez no comprendía nada, no sabía por qué le tocaba a ella vivir aquel cuento horrible en el que no había un héroe que la librara del monstruo de las siete cabezas, tal y como a ella se lo habían contado y ella había aprendido a contarlo a otros: desperezándose de la siesta y sin darle mayor importancia. El dolor físico, insoportable al principio, quedaba ahora relegado en su cerebro. A Munat, mientras aquel gigante enfebrecido la destrozaba, le dolía más sentir cómo saltaban en pedazos las leyes del universo en el que se había hecho a sonar y ser feliz. Ni siquiera podía acordarse de su madre, de su padre, de sus hermanos, que estaban en el patio a merced de la furia de aquellos soldados desalmados que ya habían liquidado a su tía lamna, por tener el valor de intentar defenderla. Ahora no podía decirlo, por la mano que le atascaba la boca, pero en su cerebro siguió repitiendo, como una letanía que era ya su único recurso para evitar que todo se desintegrase: lah, lah, lah . No, no, no.

Luego, fue su propia conciencia la que acabó disgregándose. Alcanzó a sentir y ver que el hombrón de piel oscura y sonrisa de marfil que la había arrancado de los brazos de su madre terminaba de desahogarse, y también fue consciente de cómo tomaba el relevo el que la había estado acallando hasta entonces. Medio aturdida lo vio bajarse los pantalones y encajó su peso cuando le cayó encima, segundos después, buscándola con urgencia y torpeza mientras el negro la sujetaba y cuidaba de impedir que gritase. Pero Munat ya ni siquiera lo intentaba. Le bastaba con oírse a sí misma, dentro de su propia cabeza: lah, lah, lah . Perdida ya casi toda noción de la realidad inmediata, sólo las arcadas que le soliviantaban el estómago la mantenían anclada allí, entre los hombres que en ella saciaban la sed imperiosa de sus instintos.

Vio casi en sueños cómo el segundo soldado, cumplido el ritual, se levantaba, se subía los pantalones y retrocediendo de espaldas hacía la puerta abandonaba la habitación. Alguien que ya no era ella, que ya no era nadie, contó a los hombres que vinieron detrás. Contó uno, contó dos, contó tres. El que la había forzado el primero siguió allí todo el tiempo, inmovilizándola y tapándole la boca, sin dejar de animar a los que se sucedían sobre su cuerpo y susurrándole a ella, con un siseo pastoso, palabras que no habría podido entender ni aunque hubiera sido capaz de escucharlas. Tan pronto parecía insultarla como ofrecerle consuelo, igual que sus manos tan pronto la aplastaban como resbalaban sobre ella en una lenta caricia, enjugándole el sudor de la frente. Fue el suyo, el de aquel hombre que estuvo presente durante toda la infamia, el único rostro que se le quedó grabado a Munat. Los demás pasaron sin llegar a tener facciones, como sombras o fantasmas confundidos con la oscuridad sofocante que la rodeaba. Pero nunca podría olvidar aquella sonrisa blanquísima, aquellos ojos inyectados en sangre, aquel cuadro invertido de una cara humana que flotaba sobre ella cuando miraba hacia atrás, rehuyendo al individuo que en cada momento la acometía. jamás, en la vida desarticulada que podía quedarle en adelante, dejaría de acompañarla aquel recuerdo, que asomaría una y otra vez en mitad de la noche para devolverla a esa otra noche convertida ya en sumidero inexorable de su existencia.

En algún momento, Munat termino de perder el conocimiento. Se vio a sí misma a la orilla de un lago, delante de un plato de cuscús. Cuando el monstruo salió de las aguas, sus ojos se anegaron de lágrimas, pero se mantuvo firme, porque una esperanza la sostenía. Su llanto iba a despertar al bravo muchacho sin nombre, y las siete cabezas de la bestia caerían a sus pies. Así era el cuento, desde siempre.

12

Cuando Gallardo salió al patio, abrochándose, el sargento Bermejo miró a Klemper y a Faura, los dos hombres, además de él mismo, que aún no habían pasado con la niña. Los ojos de Navia, Casals y López, un poco turbios después de la descarga, también viraron de soslayo hacia sus compañeros. Y otro tanto hicieron los moros amordazados, que aun deshechos en llanto y aplastados por la humillación, conservaban, en su perjuicio, la capacidad de razonar y anticiparse a las vejaciones que estaban por venir. Las mujeres continuaban apiñadas con los niños, abrazadas a ellos y sin atreverse a levantar la vista del suelo. No tenían, estaba claro, nada que ganar si lo hacían.

Pero ninguno de los dos, ni Klemper ni Faura, se movió. Hasta ese momento el turno se había ido decidiendo espontáneamente, después de que el sargento designara a los dos primeros. Cuando salía uno, se arrancaba sin más otro de los que faltaban, el que estaba más cerca o tenía rnás apretura. Ahora, en cambio, los dos entre quienes correspondía dirin-dr quién iba a continuación se mostraban remisos.

– Vamos, cabo, por galones -dijo Bermejo.

Klemper sacudió la cabeza.

– No me apetece, mi sargento. Que vaya Faura, si quiere.

– ¿Y por qué no? El austriaco enfrentó la mirada de su superior.

– ¿No le parece que ya ha tenido bastante esa pobre? Bermejo observó al cabo, pensativo. Volvía a desafiarle, pero no era la insubordinación (por lo demás, discutible, tratándose de lo que se trataba aquella noche y en aquel instante concreto) lo que le pesaba más. Le molestaba que aquel hombre, al que por otra parte apreciaba y en el que confiaba como en ningún otro, se resistiera a participar del espíritu que reunía a los demás y los animaba a seguirle a él, a su sargento. Otro tanto le pasaba, aunque en menor medida, con Faura. No terminaba de gustarle que fuera tan frío y reconcentrado, ni que diera todo el tiempo una cierta sensación de creerse superior al resto. Pero le tenía estima, porque tiraba como nadie y porque el hecho notorio de ser el único del pelotón que tenía estudios y venía de una familia de posición, aunque a veces se le subiera y le hiciera parecer algo displicente, no le impedía dar el callo y jugársela como el que más. Los dos eran por encima de todo sus hombres, y quería demostrárselo.

– Tienes razón, cabo -dijo, conciliador. A Klemper le cogió desprevenido la réplica del sargento.

– Además -prosiguió Bermejo- sería un desperdicio, cuando tenemos ahí a otras dos que todavía están de buen ver. Seguro que tú eres de los que prefieren el vino un poco más hecho, Pues mira, ahí te alabo el gusto. A lo mejor a Faura, aunque sea más joven, le pasa igual y por eso tampoco se anima. ¿Eh, Faura, es eso?

Faura no era dado a pronunciarse cuando creía que el silencio podía constituir una opción más ventajosa, e interpretó que aquél era el caso. El cabo, posiblemente por otras razones, adoptó idéntica actitud. Con ello dejaron al sargento el camino abierto para maniobrar.