– Está bien -dijo-. Faura, elige a la que más te guste de las dos.

El legionario vaciló un instante. El sargento acababa de ponerle en la situación que menos le complacía, es decir, en el centro de la atención de todos. Miró a las mujeres y trató de comparar. Aunque ninguna de las dos llevaba la cara tapada, las ropas que las envolvían y la postura en que se encontraban no contribuían a facilitarle la elección. Atisbó la mejilla de una de ellas, que le pareció más o menos tersa, y eso, sin más, resolvió el asunto. Se fue derecho a ella y le arrancó de las manos al niño al que se aferraba. Tras entregárselo a la otra, tiró del brazo de su elegida. La mujer no ofreció resistencia. A sus pies yacían, una sin sentido y la otra sin pulso, las dos mujeres que se habían opuesto a la voluntad de los vengadores. Lloraba y miraba al suelo, temblorosa y encogida, y Faura, cuando la observó de cerca, la encontró razonablemente hermosa. Si así eran las buyahis, le parecían de las moras más finas que había visto hasta allí. En general, encontraba Faura que la condición natural de las rifeñas no carecía de atractivo, pero casi todas se echaban a perder a edades tempranas por lo mucho que se descuidaban. Difícilmente podían evitarlo en una tierra donde, además de tener y criar a los hijos (arrostrando entre otros el deterioro de los sucesivos partos a vida o muerte), les tocaba asumir en el campo y la casa las más duras faenas. Pero aquella mujer, para su edad, se conservaba bien. Se le sentía al tacto la carne firme, tenía bastante buena planta y Sus ojazos claros, como los de la muchacha, llamaban la atención.

– No es tonto el valenciano, aunque a veces llegue a parecer que no tiene sangre -opinó Bermejo, con regocijo.

Y volviéndose al cabeza de familia, añadió:

– Me voy con mis hombres a probar a esta mujer tuya, jasán , que me ha entrado por los ojos. Espera aquí y no te muevas.

El sargento atravesó el patio para reunirse con Faura. Al paso, le echó la mano por el hombro a Klemper y se lo llevó con él.

– Vamos, cabo, coño, que quiero verte contento. Klemper se dejó arrastrar. Bermejo cogió del brazo libre a la mujer y los cuatro se metieron en la casa. Fueron hasta la habitación donde seguía Balaguer con la niña. Encontraron al cubano meneándosela encima de la chiquilla exánime. Al verlos, paró y ofreció una excusa:

– Joder, como tardaba el siguiente, pues me estaba distrayendo.

– Mira que estás salido, cabrón -juzgó el sargento, sin reprochárselo-. Anda, sácala de aquí y llévala al patio.

El mulato se recompuso los pantalones y cogió en vilo a la muchacha, después de taparla como pudo con los jirones de sus ropas. Cuando pasó junto a ellos, camino del patio, Faura reparó en que la mujer a la que conducían apenas intentaba extender la mano hacia la niña ultrajada. En su semblante, mientras veía cómo se llevaban a la que acaso fuera su hija, había una vacía expresión de mártir. El legionario no podía saber, pero acertó por algún mecanismo de percepción inconsciente a intuir que a la mujer, en aquel instante en que la fatalidad terminaba de cebarse en ella, se le venían a la mente todas las pruebas que había tenido que superar hasta allí; desde su empleo como bestia de carga apenas alcanzada la edad en que las piernas fueron capaces de sostenerla, hasta la boda arreglada por sus padres con aquel hombre mayor, pudiente y desconocido que una noche después de la boda la había arrancado sin miramientos de la niñez. Sólo eso, la costumbre de aguantar que los acontecimientos le pasaran por encima, podía explicar que se dejara empujar así, inerte, callada y como muerta, por aquellos soldados que iban a infligirle un daño del que no le cabía dudar.

Faura ayudó al sargento a tumbarla, en el mismo lugar donde antes había estado tendida la muchacha. La oscuridad, rota sólo levemente por la luz de luna que se metía entre los postigos entornados del estrecho ventanuco abierto al patio, impedía captar los detalles menores, pero en algún momento, durante la operación, los dedos de Faura tropezaron con restos de sustancia viscosa. Se los limpió, sin pensar demasiado de qué pudiera tratarse, en las ropas de la mujer.

– Vamos, cabo -invitó el sargento-. Te la sujetamos.

Klemper la miraba, y alternativamente a Bermejo. Faura, como testigo único del duelo (ella no contaba, sólo estaba ahí para ser usada), advirtió por primera vez que el sargento estaba ganando la partida. En Klemper, como en cualquier otro hombre del Tercio, había una fisura que le rajaba el alma de parte a parte. Sólo había que saber buscársela, y el sargento, que no era ningún imbécil, aunque pudiera hacer y decir las imbecilidades más insignes, estaba acertando a abrírsela.

– Hostias -apretó aún-, ¿es que voy a tener que hacerlo todo?

Y sin encomendarse a nadie, Bermejo le arrancó las ropas a la mujer. No se molestó en sacarlas por donde correspondía. Las desgarró como si estuvieran hechas de papel, arrastrando al hacerlo los miembros de ella, que seguían los movimientos de las manos que los iban desnudando como si carecieran de fuerza propia. La cara de la mujer estaba vuelta a un lado, enterrada bajo la rodilla de Faura, que se mantenía junto a ella para reducirla, aunque casi parecía innecesaria la precaución. Cuando el sargento terminó, un cuerpo blanco, de vientre suavemente ondulado y grandes pechos un poco derramados sobre las costillas, pero aún apetecibles, se ofreció ante la mirada confundida del cabo Klemper.

– Coño, si lo tiene peladito -exclamó Bermejo-. Qué puta.

Una entrepierna completamente lampiña, en efecto, era lo que tentaba los vacilantes deseos del cabo. Una rareza, que sí, podía observarse en alguna meretriz de campaña que había descubierto las ventajas que en términos de higiene podía reportarle prescindir del vello, pero que ni siquiera entre ellas era frecuente, porque a las mujeres habituadas a servir de desahogo a los ardores de los legionarios no solían quedarles demasiados escrúpulos. Ni Bermejo, ni Klemper, ni Faura podían imaginar que el rasurado, lejos de suponer en aquella mujer la peculiaridad viciosa que les sugería, era una práctica extendida entre las rifeñas casadas. Porque tenían a la vista y a su disposición su intimidad, pero desconocían todo de los usos, el carácter y la mentalidad de aquella gente, cuya vida les habían dado el derecho a destruir, pero ni remotamente alguna posibilidad de compartir o entender.

– Vamos, cabo, a por él, que sabemos que no eres maricón.

No le pareció a Faura que el cabo se arrancara por obra de la burda provocación respecto de su masculinidad que encerraba la frase del sargento. Cuando le vio echarse mano al pantalón y comenzar a desabotonárselo, más bien pensó que Klemper cedía a un impulso que había tratado de eludir, pero que finalmente aceptaba que no tenía sentido, allí donde estaba, y manchado ya por su complicidad en la faena, seguir refrenando. Quién no estaba hambriento de mujeres, llevando aquella vida de polvo y sudor y asomada a la muerte un día sí y otro también. El miembro completamente erecto de Klemper, que se exhibió sin pudor ante sus compañeros, le delató las ganas, la recalcitrante hambre de vivir y hacer vivir que a despecho de todo lo movía, como a cualquier otro animal del barro salido y a ser ceniza condenado.

No era la primera vez que Faura asistía a una cópula ajena. Ni siquiera la primera vez que la presenciaba en circunstancias más o menos bruscas. Los burdeles de campaña no tendían a estar concebidos de manera que se preservara la intimidad de las transacciones carnales, los clientes no eran dados a avergonzarse por la proximidad de testigos y a las profesionales que los atendían más de una vez les tocaba hacer por narices lo que no hubieran hecho de grado. Con todo, ver al cabo (desnudo de cintura para abajo, pero sin quitarse siquiera las cartucheras) entrar y salir con fuertes golpes de cadera de aquella mujer resignada a todo, mientras oía sus resoplidos y jadeos, le produjo una impresión singular y hasta chocante. El circunspecto, el siempre templado Klemper, mostraba en el trance el mismo denuedo fanático que un perro inopinadamente favorecido con una perra consentidora.

La mujer encajaba el ataque sin emitir más ruido que algún gemido ahogado. Faura veía su boca buscando algo que morder, y en algún momento temió que le enganchara la alpargata. Le pareció, o quiso que le pareciera, que no sufría demasiado. Que aguantaba como una parturienta el parto, con la diferencia de que el esfuerzo a que la sometía la cosa que tenía aquel hombre era irrelevante comparado con el que implicaba la expulsión de una criatura, y que tan bien conocía. El dolor para ella podría ser, sería, sobrevivir a aquello, tener que recordarlo y saber lo que significaba frente a los demás; pero en la soledad, inasible para Faura y para los demás hombres, de su conciencia de mujer sufrida y brava, el acto en sí, el zarandeo y el tosco frenesí de aquella soldadesca que la sometía, parecía ser nada, una pantomima ínfima y ridícula a la que no había por qué prestar ninguna atención.

Todo esto caviló Faura mientras se despachaba el cabo, pero también, y sobre todo, cuando le llegó el turno y fue él mismo el que se bajó la ropa y descubrió su propia virilidad alborotada. Quizá le sirvió para sentirse menos vil, pero no le bastó para perder la noción de su vileza. Con ella debió y pudo manejarse mientras buscaba la posición y una vez más, pero en esta ocasión sin pagar dinero y sin mediar consentimiento, daba a su carne enfervorecida el agasajo de una carne recién poseída por otro. Nada en la situación mermaba el vigor de su arrebato. Antes bien, notaba, y tuvo que admitir, que lo incrementaba tortuosamente. Deseaba a aquella mujer, le encendía palpar la consistencia de su cuerpo, observar la forma redonda y hundida de su ombligo y el tierno rizo oscuro de sus pezones que se agitaban con cada embestida. No obtuvo, en aquella escaramuza miserablemente forzada, menos placer que en cualquiera de las ocasiones en que unas piernas femeninas se habían avenido a ceñirle y a acogerle. Incluso era posible que obtuviera más, porque había en aquello, en dar el paso que estaba dando, una manifestación de conformidad con las fuerzas adversas contra las que antaño había luchado inútilmente, una rendición que le proporcionaba una tenebrosa forma de éxtasis. Siguió moviéndose sobre la mujer, hasta que de pronto notó que ella se estremecía, con un espasmo involuntario que contrastaba con la tenaz inmovilidad que había mostrado hasta entonces. Eso aumentó su goce hasta el límite, y tuvo como consecuencia, como rara vez le ocurría ya, que la culminación le sorprendiera y dejara su fruto dentro de la mujer.