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Esa noche, después del recital, tomaron el tren que venía del Pacifico. Doña Juana y las hijas despidieron a Evita en el andén, llorosas. Bajo las luces amarillas de la estación, Ella parecía infantil y medio dormida. Llevaba medias zoquetes, una pollera de algodón y una blusa de lino, un casquito de paja y una valija raída. La madre le deslizó diez pesos en el escote y se quedó todo el tiempo a su lado, acariciándole el pelo, hasta que el tren apareció. Fue una escena de radioteatro, me contó Cariño: el príncipe azul rescataba de su infortunio a la provincianita pobre y poco agraciada. Todo sucedía más o menos como en la ópera de Tim Rice y Lloyd Webber, aunque sin castañuelas.

El vagón estaba casi vacío. Evita prefirió sentarse sola y apoyó la frente sobre la ventanilla, contemplando las rápidas sombras del paisaje. Cuando el tren se detuvo en Chivilcoy o en Suipacha, una hora más tarde, Magaldi se le acercó y le preguntó si era feliz. Evita no lo miró. Le dijo: «Quiero dormir», y volvió la cabeza hacia la oscuridad de la llanura.

Desde esa noche, Magaldi fue un hombre dividido. Pasaba la mañana y parte de la tarde en la pensión de la avenida Callao donde vivía Evita. Allí compuso sus más hermosas canciones de amor, «Quién eres tú» y «Cuando tú me quieras», sentado en una silla de cuero de potro. Cariño, que lo visitó un par de veces, recuerda la cama monacal, de hierro; la palangana descascarada; las fotos de Ramón Novarro y Clark Gable pegadas con chinches a la pared. El estrecho cuarto estaba invadido por un invencible tufo a mingitorio y a lejía, pero Magaldi, entregado a la felicidad de su guitarra, cantaba en voz baja, sin incomodarse por nada. También Evita parecía más allá de toda miseria. Se paseaba en viso, con una toalla en la cabeza, retocándose el esmalte de las uñas o depilándose las cejas ante un espejo cariado.

Al caer la tarde, Magaldi se entretenía en la radio repasando con Noda las cinco o seis melodías que cantaban en la audición de las nueve de la noche. Después, se reunía con músicos y letristas de otras orquestas en el 36 Billares o La Emiliana , de donde se retiraba todos los días a la una de la madrugada. Nunca dejaba de pasar la noche en la enorme casa familiar de la calle Alsina, donde su cuarto sin ventanas estaba sombreado por santarritas y jazmineros. La madre lo esperaba levantada, le cebaba unos mates y le refería las venturas del día. El nombre de Evita no asomaba en esas conversaciones. Según Cariño, Evita pesó siempre en la vida del cantor como una culpa o como una vergüenza inconfesable. Le llevaba dieciocho años: eran siete menos de los que le llevaría Perón. A Magaldi, sin embargo, le parecían un abuso.

Fue en esos meses cuando la suerte comenzó a desairarlo. A fines de noviembre, tuvo un altercado con don Jaime Yankelevich, el zar de las radios: en un solo día perdió su contrato para 1935 y la ocasión de que Evita tuviera la prueba de declamación que le habían prometido. A regañadientes, Magaldi aceptó actuar en radio Paris, pero un feroz ataque al hígado le retrasó el debut. Esos percances dañaron su amistad con Noda y enfurecieron a Evita, que pasó días sin dirigirle la palabra.

En el relato de Cariño me desconcertaron, desde el principio, las fechas. Los biógrafos de Evita coinciden en que Ella se fue de Junín el 3 de enero de 1935. No saben si viajó con Magaldi o sin él, pero se aferran con tenacidad al 3 de enero. Se lo dije a Cariño. «¿Qué muestran ellos para estar tan seguros?», me preguntó. «Un boleto de tren, una fotografía?» Admití que no había visto ninguna prueba. «No puede haber pruebas», me dijo. «Yo lo sé porque lo viví. A mí los historiadores no tienen por qué corregirme la memoria ni la vida».

Según Cariño, Evita pasó con él la Navidad de 1934. Su hermano Juan estaba esa noche de guardia en Campo de Mayo, las pruebas de actuación habían fracasado en radio Sténtor y en radio Fénix, no le quedaba nada del dinero que le había dado su madre. Se quejó de que Magaldi la desamparaba. Era, le dijo, un hombre dominado por la familia, al que no le gustaba divertirse ni bailar. Cariño le sugirió entonces que regresara a Junín y que le diera el susto de su ausencia. «Vos estás loco», respondió Ella. «A mí de Buenos Aires sólo me sacan muerta».

Desde que Magaldi se repuso de los ataques de hígado, Evita se convirtió en su sombra. Lo esperaba en la sala de control de las grabadoras o en un café de Cangallo y Suipacha, frente a la radio. El comenzó a eludirla y rara vez la visitaba en la pensión, aunque seguía pagando los gastos. Llevaba más de una semana sin verla cuando se estrenó El alma del bandoneón en el cine Monumental. Ella estaba en el tumulto del vestíbulo, pidiéndole autógrafos a Santiago Arrieta y a Dorita Davis. Se había pintado las piernas para fingir que lucia medias de seda. Magaldi sintió de nuevo una invencible vergüenza y se deslizó cabizbajo entre la muchedumbre, pero le abrieron paso los aplausos, los relámpagos de magnesio y los gritos de las admiradoras. Lo precedían Noda y el narigón Discépolo, que había compuesto la música de la película. Detrás, con esfuerzo, desfilaban Cariño y Libertad Lamarque. Evita lo divisó de lejos y se le colgó del brazo. Magaldi atinó a preguntarle: «¿Qué hacés acá?». Ella no le contestó. Avanzó con él, resuelta, triunfal, encarando los fogonazos de los fotógrafos.

Fue el acabóse. Magaldi se levantó de la platea no bien apagaron las luces. Ella lo siguió, trastabillando sobre unos zapatos de tacos demasiado altos. Discutieron con ferocidad. Mejor dicho: Ella le habló ferozmente, él escuchó con resignación, como siempre, y la dejó rumiando su ira en la hostilidad de la noche. No volvieron a verse.

«Lo sedujo con el desdén y lo perdió por exagerar la osadía», me dijo Cariño. «Hacía ya tiempo que Magaldi se aburría con Ella. Su amor era de espuma, como el de todos los donjuanes, pero si Evita lo hubiera tratado con paciencia, él habría aguantado la relación hasta el fin, por responsabilidad o por culpa. Tal vez nunca le habría dado su lugar, porque una mujer se hace respetar el primer día o no lo consigue más, pero Magaldi era hombre de palabra. Sin la pelea del Monumental, no la habría dejado tan desvalida como la dejó.»

Más de una vez tuvo que socorrerla Cariño en las aciagas vísperas de ese otoño. Le pagó tres días de alojamiento en una pensión de la calle Sarmiento, compartió varios almuerzos de medias lunas en las mesas de mármol de El Ateneo y la invitó a la función de matinée de un cine de barrio. Ella estaba siempre ansiosa, devorándose las uñas, acechando una oportunidad cualquiera para declamar en la radio. No quería mandar cartas de lamento a Junín por miedo a que la obligaran a regresar, ni aceptaba los centavos que le ofrecía su hermano Juan, porque lo sabía endeudado hasta los huesos. Algunos biógrafos creen que fue Magaldi quien le consiguió el primer trabajo a Evita en la compañía de comedias de Eva Franco. No es así: él ni siquiera la vio actuar. El que le enderezó la vida fue Cariño. Me contó ese final feliz de la historia la única tarde que lo vi. Me acuerdo del momento preciso: de los pájaros que trinaban en los árboles sin hojas, de los kioscos herrumbrados en el parque de enfrente, donde vendían libros usados y estampillas raras.

«Una noche, a mediados de marzo, la encontré en un cafetín de Sarmiento y Suipacha», me dijo. «Estaba ojerosa, todo le daba náusea, tenia las piernas arañadas por costras y raspones. A los quince años, ya había aprendido las peores negruras de la vida. íbamos a despedimos cuando se puso a llorar. Me impresionaron las lágrimas en esa criatura tan fuerte, a la que no derrotaban las desdichas. Creo que nunca lloró ante nadie sino mucho tiempo después, cuando se entristeció por la salud que había perdido y la voz se le quebró en el balcón de la plaza de Mayo. La llevé a mi casa. Esa misma noche llamé por teléfono a Edmundo Guibourg, el columnista de Crítica, al que todos los cómicos respetábamos. Sabía dónde encontrarlo, porque se entretenía hasta el amanecer escribiendo la historia de los orígenes del teatro argentino. Le describí a Evita y le pedí la gracia de un trabajo cualquiera. Supuse que él podría ubicarla como traspunte, maquilladora o ayudante de modista. Nadie sabe por qué desvíos de la suerte acabó apareciendo como actriz. Debutó el 28 de marzo de 1935 en el teatro Comedia. Interpretaba a una mucama en La señora de los Pérez , obra en tres actos. Llegaba desde la penumbra del foro, abría una puerta y avanzaba hacia la mitad del escenario. Ya nunca más iba a marcharse de allí.

«Después de la muerte de Gardel», me dijo Cariño con una voz remota, diluida por la fatiga o por el sueño, «los argentinos sólo teníamos a Magaldi. Su fama no decayó ni siquiera cuando derivó hacia la cursilería y compuso canciones que aludían a los horrores de Siberia, con los que ningún oyente se identificaba. Con frecuencia lo alcanzaba alguna enfermedad de la que se curaba con cataplasmas y ventosas, escondido en el caserón de la calle Alsina, sin aceptar otra compañía que la de la madre. En los teatros, respondía a los aplausos con una inclinación fugaz y más de una vez se distrajo, mezclando la letra de una canción con la música de otra. Creí que estaba curado cuando se casó con una moza de Río Cuarto y anunció que iba a ser padre. Pero esa dicha lo mató. Un derrame de bilis fulminante se lo llevó de un día para otro. Evita trabajaba entonces en la compañía de Rafael Firtuoso. La noche del velorio, después de la función, sus compañeros desfilaron por el Luna Park para despedir a Magaldi. Ella se negó. Los esperó sola, en un bar de las cercanías, tomando con displicencia un café con leche.»

Hubo otras frases aquella tarde pero no quiero repetirlas. Me quedé un largo rato sentado en silencio junto a Cariño y luego caminé hacia el parque hostil, arrastrado por una marea de preguntas que ya nadie podía responder, y que tal vez tampoco a nadie le importaban.