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Su humor, naturalmente sombrío, estaba por desbarrancarse en la depresión. Se hizo la hora de almorzar. Cariño no quería regresar al hotel, donde el menú del mediodía era tan amenazante como el de la noche. En un almacén de ramos generales les recomendaron la pensión de doña Juana Ibarguren de Duarte, que atendía sólo a huéspedes fijos, pero que no dejarla escapar a comensales tan renombrados como ellos.

La pensión estaba en la calle Winter, a tres cuadras de la plaza. Después del zaguán se abría un comedor enorme, a través del cual se divisaba un patio de enredaderas y glicinas. Magaldi llamó a la puerta y preguntó si aceptaban diez personas más para el almuerzo. Una mujer robusta, de lentes, con un pañuelo en la cabeza, asintió sin sorprenderse. «Son tres platos», dijo, «y por cada plato hay que pagar setenta centavos. Vuelvan dentro de media hora».

Los aguardaba un almuerzo memorable, con humitas en chala y puchero de gallina. Cariño recordaba que compartieron la mesa con tres huéspedes estirados, que calzaban polainas y usaban cuellos de palomita: uno era, creía, oficial de la guarnición local; los otros se presentaron como abogados o maestros. Las hijas de doña Juana comieron en silencio, sin levantar la mirada del plato. Sólo una de las mayores lamentó, al pasar, que el único hermano estuviera lejos de la casa. Nadie, dijo, imitaba tan bien como él las imitaciones de Cariño.

Magaldi acaparó la conversación. La compañía y el vino le habían mejorado el humor. Entretuvo a las jóvenes explicándoles con detalles las secretos de la grabación de los discos en cuartos herméticos, donde los cantores dejaban caer la voz dentro de una bocina gigantesca, y cautivó a los huéspedes hablándoles del gran Caruso, a quien había paseado por Rosario. La única que parecía ajena al hechizo de Magaldi era la hija menor, que lo examinaba con seriedad, sin sonreírle ni una sola vez. Tanta indiferencia incomodó al cantor. «Noté», me dijo Cariño, «que al final del almuerzo se había olvidado de los demás y sólo se dirigía a ella».

Evita Tenía quince años. Era pálida, traslúcida, con unas largas cejas depiladas que estiraba dibujándolas casi hasta las sienes. Llevaba cortado a la garcon el pelo fino y algo seboso. Como casi todas adolescentes de pueblo, apuntó Cariño, era desaseada y de una pudorosa coquetería. No sé cuánto de la imagen que él me transmitió está teñida por la Evita que frecuentó después, durante los primeros meses de 1935. La memoria es propensa a la traición y, en definitiva, lo que importa en este relato no es su desabrida belleza de aquellos años sino su osadía.

Antes de que sirvieran los postres, una calandria se posó en una de las fuentes y picoteó un grano de choclo. Doña Juana consideró que era una señal de buen augurio y propuso otro brindis. El abogado o el maestro porfiaron que no era una calandria sino un zorzal. Uno de ellos se puso unos lentes de carey oscuro para estudiar el pájaro de cerca. Evita lo detuvo con un ademán seco.

Quédese quieto -le dijo-. Cuando las asustan, las calandrias no vuelven a cantar.

Magaldi se quedó pensativo y a partir de ese momento dejó de hablar. A él, como a Gardel y a Ignacio Corsini, solían llamarlos indistintamente «el zorzal criollo» o «el ruiseñor argentino» (ruiseñor es el otro nombre de la calandria). Era supersticioso, y debió sentir que si por azar coincidía en la misma mesa con un pájaro arisco, que sólo se deja ver en cautiverio, era porque ambos estaban hechos de la misma sustancia. Magaldi creía en la reencarnación, en las apariciones simbólicas, en el poder determinante de los nombres. Que Evita mencionara sin querer el más secreto de sus temores -no poder cantar- le hizo suponer que entre Ella y él había también un lazo invisible. Cariño me lo dijo con un lenguaje más esotérico y temo que, en mi afán de aclarar sus ideas, lo que estoy haciendo es enrarecerlas. Habló de Ra, Umi, peregrinaciones astrales y de otros paisajes del espíritu cuyo significado no entendí. Una de sus imágenes, sin embargo, se me quedó grabada. Dijo que, después del incidente de la calandria, las miradas de Evita y de Magaldi se cruzaban a intervalos. Ella jamás apartaba los ojos. Era él quien bajaba la cabeza. Después de los postres, Ella dijo, con voz inapelable:

– Magaldi es el mejor cantor que hay. Yo también voy a ser la mejor actriz.

Antes de que se marcharan, la madre llamó a Magaldi y se lo llevó a uno de los dormitorios. Desde el comedor se oían las eses cadenciosas de la mujer, pero no sus palabras. El cantante murmuró algo que sonó a protesta. Al salir, había recuperado su apariencia melancólica. «Sigamos conversando mañana, dijo. «Recuerdemeló mañana».

El cine Crystal Palace se llenó esa noche de sábado. La orquesta de Cariño actuó iluminada por las arañas del techo. Magaldi, que prefería la penumbra, encendió en el escenario dos candelabros y creó el efecto lúgubre que convenía a sus canciones de desdicha. Las mujeres de la familia Duarte ocuparon media fila de plateas, en el fondo, y aplaudieron con entusiasmo. Sólo Evita parecía lejana e inconmovible. Sus grandes ojos castaños estaban clavados en el escenario y no reflejaban nada, como si se le hubieran retirado los sentimientos.

A la salida esperaban seis o siete chacareros, que habían llevado a sus familias para demostrarles que Magaldi era de carne y hueso y no sólo una ilusión de la radio. Las madres de algunos presidiarios se acercaron a Pedro Noda con cartas de súplica para que se aliviaran los horrores de los calabozos de Olmos. Sobre el cordón de la vereda, apoyados en la puerta de sus voiturettes , estaban los empresarios del Crystal Palace , que habían organizado un banquete en el Club Social. Vestían trajes blancos y camisas de cuello duro. Parecían impacientes y, cada tanto, hacían sonar las bocinas. Entre Magaldi y ellos se interponía doña Juana, cruzada de brazos, impertérrita. Estaba muy elegante, con una gran rosa de organdí en el escote. Esperó unos pocos minutos y se adelantó hacia el cantor. Lo tomó del brazo y lo desvió de su camino. Cariño, que estaba atento, oyó el diálogo rápido y seco.

– Acuerdesé de lo que me prometió: mañana almuerzan otra vez en mi casa, ¿no? Usted y Noda vienen como invitados míos.

– No sé si vamos a poder -la esquivó Magaldi-. Es una función de vermut. Nos deja poco tiempo.

– La función es a las seis. Tienen tiempo de sobra. ¿Por qué no vienen a las doce y se quedan hasta las tres?

– Está bien. A las doce y media.

– Y hágame un último favor, Magaldi. Pase a las once por la plaza, ¿puede? A Evita le han dado quince minutos para que diga versos por el altoparlante. Se muere de ganas de que usted la oiga. ¿Se ha fijado bien en ella?

– Es bonita -dijo Magaldi-. Tiene condiciones.

– ¿No es cierto que es muy bonita? Se lo dije. Este pueblo le queda chico.

Las bocinas de las voiturettes los apremiaron. Magaldi se desprendió como pudo y entró en uno de los autos. Toda la noche estuvo enterrado en sus pensamientos, dejando caer unos pocos monosílabos de compromiso. Casi no comió, bebió sólo un par de grappas, y cuando le pidieron que templara la guitarra, alegó que estaba sin ánimo. Noda tuvo que cantar solo.

Regresaron al hotel poco antes de que amaneciera. Se distrajeron en el vestíbulo de entrada con las trepidaciones del expreso que venía de atravesar el desierto. Cariño propuso dar una vuelta a la manzana y, antes de que nadie respondiera arreó a Magaldi, que obedecía con resignación.

Era noviembre, el cielo estaba limpio y en el aire flotaban las chispas del rocío. Recorrieron una cuadra de casas iguales, en las que se oía crepitar a las gallinas. Vadearon un baldío, un corralón, los adoquines desparejos de una cochería. Caminaban con las manos en los bolsillos, sin mirarse.

– ¿Qué esperás para contarme lo que te pasa? -dijo Cariño-. A ver si aprendes a confiar en alguien.

– Estoy bien -contestó Magaldi.

– A mí no me jodés. Yo nací conociendo a la gente.

Se detuvieron bajo un farol. La luz dibujaba un círculo tembloroso. «Sentí», me dijo Cariño, «que los diques de adentro se le venían abajo. No podía con su alma y necesitaba desahogarse».

Doña Juana, contó Magaldi, le había pedido que apadrinase a Evita en Buenos Aires, después de haber pasado meses oponiéndose al viaje. No quería que la hija se fuera sola, a los quince años, cuando apenas había terminado la escuela primaria. Pero Evita, dijo, no se doblegaba. Insistió tanto que le quebró la voluntad. Era huérfana, no tenía allá otro pariente que un hermano conscripto y soñaba con ser actriz. Por Junín habían pasado dramaturgos como Vacarezza, cantores como Charlo, recitadores como Pedro Miguel Obligado. A todos les había pedido ayuda y todos la negaron con el pretexto de que era una niña y debía madurar. Magaldi, en cambio, veía más lejos que cualquiera de ellos. Los superaba en fama, en relaciones, en recursos. Nadie rechazaría una de sus recomendaciones. Esa chica tiene cualidades, había dicho. Y no podía volverse atrás. Además, estaba la calandria. Se había posado en la mesa para marcar un destino. Desoír los avisos de una calandria era invocar la mala suerte.

Estaba aclarando rápido. Al otro lado de las vías, el cielo se desperezaba entre largos vahos de color naranja. Al doblar la esquina, divisaron el hotel. Magaldi se detuvo. Dijo que había vacilado durante toda la noche pero que la conversación le había despejado el juicio. Sabía por fin qué hacer. Viajaría con Evita a Buenos Aires. Le pagaría una pensión, la presentaría en la radio. Era ya demasiado tarde o demasiado temprano, y a Cariño no le quedaban fuerzas para disuadirlo.

– Tiene quince años -fue lo único que dijo-. Sólo tiene quince años.

– Ya es una mujer -respondió Magaldi-. La madre me lo dijo: se hizo mujer de un día para el otro.

Siguió un domingo insulso, interminable, de ésos que uno prefiere olvidar. Evita recitó por los altoparlantes de la casa de música un poema de Amado Nervo con exceso de gorgoritos y una dicción calamitosa. Dijo «muertos, y «penumbra», recordó Cariño, con un silabeo canyengue que imitaba el de Gardel: «¿Adónde van los muertos, señor, adónde van? Tal vez en un planeta bañado de penumbra…» La aplaudieron. Cruzó la plaza con las hermanas, mientras una soprano de aldea desmigajaba el «Ave María» de Schubert. Magaldi se quitó el clavel blanco que llevaba en el ojal y se lo ofrendó. Según Cariño, estaba seducido por la lejanía de Evita, por el desdén con que Ella expresaba algo que quizá fuera admiración.