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13 POCAS HORAS ANTES DE MI PARTIDA

En los diez años que siguieron al secuestro, nadie publicó una sola línea sobre el cadáver de Evita. El primero que lo hizo fue Rodolfo Walsh en «Esa mujer», pero la palabra Evita no aparece en el texto. Se la merodea, se la alude, se la invoca, y sin embargo nadie la pronuncia. La palabra no dicha era en ese momento la descripción perfecta del cuerpo que había desaparecido.

Desde que apareció el cuento de Walsh, en 1965, a la prensa se le dio por acumular conjeturas sobre el cadáver. La revista Panorama anunció, en un triunfal relato de diez páginas: «Aquí yace Eva Perón. La verdad sobre uno de los grandes misterios de nuestro tiempo». Pero la verdad se perdía en un rizoma de respuestas. Un anónimo capitán de la marina declaraba: «Quemamos el cuerpo en la Escuela de Mecánica de la Armada y tiramos las cenizas al río de la Plata». «La enterraron en Martín García», informaba desde el Vaticano el cardenal Copello. «La llevaron a Chile», suponía un diplomático.

Crítica hablaba de un cementerio en una isla amurallada: «Féretros envueltos en terciopelo rojo se mecen en el agua, como góndolas». La Razón, Gente y Así publicaban mapas borrosos que prometían alguna revelación imposible. Todos los jóvenes peronistas soñaban con encontrar el cuerpo y cubrirse de gloria. El Lino , Juan, La Negra, Paco, Clarisa, Emilio murieron bajo la metralla militar creyendo que Evita los esperaba al otro lado de la eternidad y que les contaría su misterio. Qué ha sido de esa mujer, nos preguntábamos en los años sesenta. Qué se ha hecho de ella, dónde la han metido. ¿Cómo has podido, Evita, morir tanto?

El cuerpo tardó más de quince años en aparecer y más de una vez se lo creyó perdido. Entre 1967 y 1969 se publicaron entrevistas al doctor Ara, a oficiales de la marina que custodiaban la CGT cuando el Coronel se llevó el cuerpo y, por supuesto, al propio Coronel, que ya no quería hablar del tema. También Ara prefería el misterio. Recibía a los periodistas en su despacho de la embajada de España, les mostraba la cabeza embalsamada de un mendigo que conservaba entre frascos de manzanilla, y luego los despedía con alguna frase pomposa: «Soy agregado cultural adjunto del gobierno español. Si hablara, desataría muchas tormentas. No puedo hacerlo. Puedo servir de pararrayos pero no de nube».

A fines de los años sesenta, el misterio del cuerpo perdido era una idea fija en la Argentina. Mientras no apareciera, toda especulación parecía legítima: que lo habían arrastrado sobre el asfalto de la ruta 3 hasta despellejarlo, que lo habían sumergido en un bloque de cemento, que lo habían arrojado en las soledades del Atlántico, que había sido cremado, disuelto en ácido, enterrado en los salitrales de la pampa. Se decía que, mientras no apareciera, el país iba a vivir cortado por la mitad, inconcluso, inerme ante los buitres del capital extranjero, despojado, vendido al mejor postor. Ella volverá y será millones , escribían en los muros de Buenos Aires. Evita resucita. Vendrá la muerte y tendrá sus ojos .

Yo vivía en París por aquellos años y fue ahí donde una mañana de agosto encontré a Walsh por casualidad. El sol silbaba sobre la copa de los castaños, la gente caminaba feliz, pero en Paris el recuerdo de esa mujer estaba ensangrentado (o, por lo menos, así decía Apollinaire en «Zona»): era un recuerdo sorprendido en plena caída de la belleza. Los versos de «Zona» me daban vueltas en la memoria cuando me senté con Walsh y Lilia, su compañera, bajo los toldos de un café de Champs Elysées, cerca de la rue Balzac:

Aujourdhui tu marches darts Paris
cette fenmeld est ensanglantée.

Yo acababa de regresar de Gstaad, donde había entrevistado a Nahum Goldman, el presidente del Consejo Judío Mundial. En uno esos deslices de la conversación que nada tienen que ver con la voluntad, empecé a contarles las historias con que la secretaria de Goldman me había entretenido durante mis esperas. La última de todas, que también era la más trivial, le interesó a Walsh vivamente. Desde hacia diez años por lo menos, la embajada argentina en Bonn era cerrada todas las primeras semanas de agosto por remodelaciones. Donde estaba la carbonera se plantaba un jardín y, al año siguiente, el jardín era deshecho para reconstruir la carbonera. Eso era todo: el relato de un despilfarro idiota en la embajada de un país pobre.

Walsh adelantó su cara y me dijo, con aire de conspirador:

– En ese jardín está Evita. Entonces, es ahí donde la tienen.

– ¿Eva Perón? -repetí, creyendo que había entendido mal.

– El cadáver -asintió-. Se lo llevaron a Bonn, entonces. Siempre lo supuse, ahora lo sé.

– Habrá sido el Coronel -dijo Lilia-. Sólo él lo pudo haber llevado. En 1957 era agregado militar en Bonn. Han pasado trece años, no diez.

– Moori Koenig -confirmó Walsh-. Carlos Eugenio de Moori Koenig.

Recuerdo sus anteojos de carey, la solitaria brizna de pelo que se levantaba sobre la frente abombada, los labios finos como un tajo. Recuerdo los grandes ojos verdes de Lilia y la felicidad de su sonrisa. Un cuarteto de músicos disfrazados de arlequines enturbió el «Verano» de Vivaldi.

– De modo que el coronel de «Esa mujer» existe -dije.

– El Coronel murió hace pocos meses contestó Walsh.

Tal como él lo había advertido en un breve prólogo, «Esa mujer» fue escrito no como un cuento sino como la transcripción de un diálogo con Moori Koenig en su departamento de Callao y Santa Fe.

De aquel encuentro tenso, Walsh había sacado en limpio sólo un par de datos: el cadáver había sido enterrado fuera de la Argentina, de pie, «en un jardín donde llueve día por medio». Y el Coronel, en las interminables vigilias junto al cuerpo, se había dejado llevar por una pasión necrofílica. Todo lo que el cuento decía era verdadero, pero había sido publicado como ficción y los lectores queríamos creer también que era ficción. Pensábamos que ningún desvarío de la realidad podía tener cabida en la Argentina, que se vanagloriaba de ser cartesiana y europea.

– Supongo que construyen la carbonera para que no se corrompa la madera del ataúd -continuó Walsh-. Después, por miedo a que descubran el cuerpo, rehacen el jardín y vuelven a enterrarlo.

– Evita estaba desnuda -dije, invocando el cuento-. «Esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y muerta. Con toda la muerte al aire.»

– Tal cual -dijo Walsh-. El Coronel la exhibía. Una vez la escupió. Escupió el cuerpo indefenso, mutilado, ¿te das cuenta? Le había cortado un dedo para probar que Ella era Ella. Por fin, un oficial del Servicio lo denuncio. Sólo entonces lo arrestaron. Debían haberlo dado de baja pero no lo hicieron. Sabía demasiado.

– Estuvo detenido seis meses -dijo Lilia-. Vivió en la peor soledad, en un páramo, al norte de Comodoro.

– Casi se volvió loco -siguió Walsh-. Le suprimieron la bebida. Ésa fue la peor parte del castigo. Tenía alucinaciones, trataba de fugarse. Un amanecer, al mes y medio del arresto, lo encontraron medio congelado cerca de Punta Peligro. Fue providencial, porque ahí el viento es salvaje y el polvo cubre y descubre los objetos en cuestión de segundos. Un mes más tarde tuvo más suerte todavía. Lo recuperaron en una cantina de Puerto Visser. Llevaba dos días bebiendo. Estaba sin un centavo, pero amenazó con su arma al cantinero y lo forzó a servirle. Si lo hubieran encontrado medio día después, el hígado le habría estallado. Tenía una cirrosis galopante e infecciones en la boca y las piernas. Pasó la fase final del arresto desintoxicándose.

– Te olvidaste de las cartas -dijo Lilia-. Nos contaron que todas las semanas le escribía a uno de los oficiales del Servicio, un tal Fesquet, exigiéndole que trasladara al páramo el cuerpo de Evita. No creo que la bebida haya sido la peor parte del castigo. Fue la ausencia de Evita.

– Tenés razón -dijo Walsh-. Para el Coronel, la ausencia de Evita era como la ausencia de Dios. El peso de una soledad tan absoluta lo trastornó para siempre.

– Lo que no se entiende es cómo llegó Moori Koenig a ser agregado militar en Bonn -opiné-. Era indeseable, peligroso, borracho. Primero lo castigan por exhibir a Evita y al año siguiente se la entregan. No tiene lógica.

– Muchas veces me he preguntado qué pasó y yo tampoco consigo explicármelo -dijo Walsh-. Siempre creí que el cadáver estaba en algún convento italiano, y que a Moori Koenig lo habían mandado a Bonn para despistar. Pero cuando lo visité en su departamento de Callao y Santa Fe, me aseguró que él la había enterrado. No tenía por qué mentir.

Los arlequines habían marchitado las últimas flores del «Verano» de Vivaldi y tendían sus gorros hacia las mesas. Walsh les dio un franco y la mujer de la viola agradeció con una reverencia mecánica y solemne.

– Vayamos a buscar el cuerpo -me oí decir-. Salgamos para Bonn esta noche.

– Yo no -dijo Walsh-. Cuando escribí «Esa mujer» me puse fuera de la historia. Ya escribí el cuento. Con eso he terminado.

– Escribiste que un día ibas a buscarla. Si la encuentro, dijiste, ya no me sentiré más solo. El momento ha llegado.

– Han pasado diez años -me contestó-. Ahora estoy en otra cosa.

– Yo voy, de todos modos -le dije.

Sentí decepción y también tristeza. Sentí que estaba viviendo algo parecido a un recuerdo, pero del lado inverso, como si los hechos del recuerdo aún estuvieran por suceder.

– Cuando la encuentre no sé qué voy a hacer. ¿Qué se puede hacer con un cuerpo como ése?

– Nada -dijo Lilia-. Dejarlo donde estaba, y después avisar. Sólo vos sabes a quién tendrás que decírselo.

– Un cuerpo de ese tamaño -repitió Walsh en voz baja.

– Tal vez lo cargue en el baúl del auto y lo traiga -dije-. Tal vez lo lleve a Madrid y se lo entregue a Perón. No sé si él lo quiere. No sé si él quiso ese cuerpo alguna vez.

Walsh me contempló con curiosidad desde la lejanía de sus anteojos opacos. Sentí que mi obstinación lo tomaba por sorpresa.

– Antes de viajar, deberías saber cómo es su aspecto -me dijo-. Ha cambiado mucho. No se parece a las fotografías ni a las imágenes de los noticieros. Aunque te parezca increíble, es más hermosa.

Abrió su billetera. Debajo de la cédula de identidad había una foto amarillenta y arrugada. Me la mostró. Evita yacía de perfil, con el rodete clásico bajo la nuca y una sonrisa sesgada. Me sorprendió que Walsh llevara esa imagen como amuleto, pero no se lo dije.