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– Tiene que ayudarnos, coronel -rogó Ersilia.

– No puedo -dijo el Coronel-. No tengo la clave.

Le sirvieron un vaso de agua que no quiso tocar. El viento soplaba con fatiga.

– Usted sabe lo que quieren decir estos mensajes -insistió Ferruccio-. Haga memoria. Cuando salgamos de ésta, la vida va a ser más fácil para todos.

– No sé. No puedo -repitió el Coronel-. Haga lo que haga, mi vida nunca va a ser fácil.

– Piense -dijo Ersilia-. Mire que va a estar aquí seis meses.

– ¿Y qué? ¿Si recordara de la clave me los acortarían?

– No -dijo Ferruccio-. Nadie le puede rebajar el castigo. Pero el ejército le va a dar toda la ginebra que quiera.

Eso ayuda. Los seis meses se le van a pasar volando. El Coronel se levantó de la mesa con dignidad.

– No sé nada -dijo-. Y además, a quién le importa lo que hay en esos papeles. ¿Qué puede ganar el ejército conociendo la historia de una pobre chica de quince años que soñaba con ser actriz?.

– ¿Qué se puede ganar? -admitió Ersilia-. Usted tiene razón.

– Siempre se gana lo que no se pierde -la interrumpió Ferruccio-. La yegua jodió a todo el mundo. Me jodió a mí. Aunque sea tarde, hay que hacérselo pagar. -Se detuvo, sin aliento. La cara redonda parecía una caricatura de la luna. -Cientos de personas la están investigando, coronel. No sacan nada en limpio: ni una sola historia que no haya salido en las revistas. Peleas en los camarines del teatro, polvos con algún tipo que la ayudaba a trepar. Son escorias que mueven a compasión pero no a odio. Y lo que necesitamos es odio: algo que la ultraje y la entierre para siempre. Averiguaron si había cuentas en Suiza. Nada. Si se compraba joyas con la plata del Estado. No. Todas son donaciones. Han perdido meses queriendo demostrar que era una agente nazi. ¿Qué agente nazi podía ser si ni siquiera leía los diarios? Ahora están por publicar toda esa mierda en un libro. Lo llaman El libro negro de la segunda tiranía . Son más de cuatrocientas páginas. ¿Y sabe cuántas hay sobre la yegua? Dos. Una miseria: sólo dos. De lo único que la acusan es de no haber escrito La razón de mi vida . Chocolate por la noticia. Eso ya lo sabían hasta las monjas de clausura. Usted, en esas fichas, tiene mucho más. Si me da la clave, podemos hundir a la yegua para siempre. Que el cuerpo siga sin corromperse todo lo que quieran. Vamos a deshacerle la memoria.

– No -contestó el Coronel. Estaba cansado. Quería irse lejos. Si mañana o pasado no escapaba de la locura donde lo habían metido, se internaría en el viento y dejaría que Dios hiciera con él lo que le diese la gana.

– Déjese de joder y déme la clave -insistió Ferruccio-. Usted es un oficial superior del ejército argentino. Lo que averiguó no le pertenece.

– No puedo -dijo el Coronel-. No sé. No le puedo dar lo que no tengo.

Se acercó a la puerta y la abrió. El viento giraba en remolinos y azotaba el vacío. Una enorme luna brillaba en el cielo helado. Pensó que si lo habían condenado a morir en esa desolación esperaría la muerte con altivez, intacto. Después de todo, sólo en la muerte se podía ser, como Evita, inmortal.