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El segundo sábado de mayo divisaron a lo lejos la costa de Córcega. El viaje llegaba a su fin. Poco después de la medianoche, Galarza llevó el tocadiscos a la bodega, lo dejó bajo el pedestal del ataúd, y se acostó en la misma posición de la Difunta, con los dedos entrelazados sobre el pecho. La música del allegretto lo invadió con una paz que compensaba todas las tristezas del pasado, la música dibujó llanuras y remansos y bosques de lluvia en el desierto de sus sentimientos. La amaba: se dijo. Amaba a Persona, y la odiaba. No tenía por qué haber, en eso, la menor contradicción.

El Cante Biancamano atracó en Génova a las ocho de la mañana. El palacio San Giorgio estaba engalanado con enjambres de escarapelas y gallardetes; el gran faro tenia la luz inútilmente encendida. Mientras tendían la planchada y descargaban los equipajes, Galarza divisó, en la plaza de la aduana, una formación militar. Dos caballeros de uniforme y bicornios emplumados empuñaban espadas o bastones junto a una carroza de caballos. La banda de los bersaglieri ejecutaba el «Va, pensiero», de la ópera Nabucco, cantado por un coro invisible. Entre las estatuas de la plaza iban y venían bandadas de monjas con las tocas rígidas de almidón. Un cura de palidez alarmante escrutaba la cubierta del barco con unos gemelos de teatro. Cuando descubrió a Galarza, lo señaló con el índice y le pasó los gemelos a una de las monjas. Luego, corrió hacia el muelle y le gritó una frase que se perdió en el alboroto de los maleteros. Tal vez dijera «Noi siamo dell’Ordine di San Paulo»; tal vez «Ci vediamo domani a Rapallo». El viajero estaba mareado, confundido. Se había preparado para la travesía pero no para las sorpresas de la llegada. Oyó, de pronto, un redoble de tambores. Hubo un instante de silencio. El cura se inmovilizó. Los caballeros de bicornio levantaron con marcialidad los bastones. Uno de los oficiales de la nave, que pasaba cerca de Galarza, frenó su marcha e hizo la venia.

– ¿Qué pasa? -le preguntó el viajero-. ¿Por qué hay tanto barullo?

– Zilto! -dijo el oficial-. ¿No ve que están por desembarcar los manuscritos del maestro?

Una avalancha de trompetas desplegó la marcha triunfal de Aída. Como si obedeciera la señal de los primeros compases, el ataúd de Evita fue deslizándose por una cinta rodante desde la bodega hacia el muelle. Estalló una salva de fusilería. Ocho soldados con morriones de luto alzaron la caja y la depositaron penosamente en la carroza, donde la cubrieron con la bandera italiana. Los caballeros empuñaron las riendas y la carroza comenzó a alejarse. Todo sucedió tan rápido y la música fue tan envolvente, tan fragorosa, que nadie vio las señas desesperadas de Galarza ni oyó sus protestas:

– ¿Adónde se llevan eso? Eso no es de Toscanini! ¡Es mío!

También el cura y las monjas se habían evaporado en la muchedumbre. Prisionero en la cubierta, cercado por sillas de ruedas, cajas y baúles que eran desplazados hacia la planchada con lentitud desesperante, Galarza no conseguía abrirse paso. Divisó al capitán demasiado lejos, en el puente, despidiéndose del rebaño de pasajeros, y trató de llamar su atención. No le salía la voz.

Después de tres o cuatro eternos minutos, el ataúd reapareció entre los galpones de los almacenes generales. Lo adornaban unos pocos ramos de flores pero, por lo demás, todo estaba igual que antes, como si regresara de un paseo inofensivo. Sólo Galarza estaba desquiciado, enfermo de pánico. Uno solo de los caballeros guiaba la carroza; el otro trotaba detrás, con el bastón aún en alto, junto al cura y al cortejo de monjas. Al entrar en el muelle, todos los personajes se colocaron disciplinadamente en los mismos lugares que ocupaban cuando el barco estaba llegando: la banda de bersaglieri, los soldados, los cargadores de baúles. Sólo algunos de los pasajeros, desatentos, se alejaban con sus familias. Hubo un raro paréntesis de silencio y, antes de que se alzara, vibrante, la marcha triunfal de Aida, se oyó exclamar a uno de los oficiales:

– Guarda un po! Che confusione!

– Un error garrafal -confirmó un tripulante, detrás de Galarza.

Diez o doce marineros comedidos retiraron de la carroza el ataúd de Evita. Lo desabrigaron de la bandera y lo depositaron con desdén sobre los adoquines del muelle, mientras el cajón de los manuscritos de Toscanini se deslizaba solemnemente por la cinta rodante. Galarza aprovechó el desconcierto que sucedió a las descargas de fusilería para bajar corriendo por la planchada.

Antes de que pudiera acercarse al ataúd que casi había perdido, el cura salió de algún lugar que estaba oculto por la carroza y le puso una mano en el hombro. Galarza se lo quitó de encima con el codo sano y, al volverse, tropezó con una expresión beatífica.

– Lo estábamos esperando -dijo el cura-. Soy el padre Giulio Madurini. Qué le parece lo que ha pasado. Por poco se arruina todo.

Hablaba con un acento argentino impecable. Galarza sospechó.

– ¿Dios? -le dijo. Los del Servicio habían decidido usar la misma contraseña del Coronel, que era también la del golpe contra Perón.

– Es justo -respondieron el cura y las monjas a coro, con el tono de los que rezan las letanías.

También las monjas debían ser parte de la trama urdida por Corominas porque se hicieron cargo de todo. Retiraron el equipaje de Galarza y contrataron a una cuadrilla de estibadores para transportar el ataúd hasta un ómnibus de parroquia. A pesar de su volumen, Persona entró sin dificultad en el enorme espacio que había debajo de los asientos.

– Qué tamaño -dijo con admiración el cura-. No me la imaginaba tan grande.

– No es Ella -explicó Galarza-. Tuvimos que rellenar el cajón con piedras y ladrillos.

– Mejor así. Parece un macho. Un hombre hecho y derecho.

De cerca, Madurini tenía un sorprendente parecido con Pío XII: la misma tez cerúlea, los mismos dedos largos y afilados que se movían en cámara lenta, la misma nariz de águila sobre la que se encaramaban unos anteojos redondos, de aros metálicos. Se instaló al volante del ómnibus e indicó a Galarza que ocupara el asiento de al lado. Las monjas se arremolinaron en los de atrás. Parecían excitadas. No dejaban de parlotear.

– Creí que me habían robado -dijo Galarza, con alivio-. Se me secó la garganta.

– Fue una confusión estúpida -opinó el cura-. Nadie tuvo la culpa. Con un cajón de semejante tamaño, cualquiera se equivoca.

– No la perdí de vista en todo el viaje. Quién iba a pensar que por un momento de distracción, al final…

– No se caliente más. Las hermanas frenaron a los de la carroza y les explicaron todo.

Después de atravesar los pasos escarpados de los Apeninos, el cura se desvió por un camino de tierra. A los costados se desperezaban trigales y campos de flores. Unos pocos molinos trituraban a lo lejos sus propias sombras esqueléticas.

– ¿Alguien lo siguió, padre?

– Llámeme Alessandro. Los del Servicio me mandaron un documento falso. Hasta que termine esta historia me llamo Alessandro Angeli.

– De Magistris -dijo Galarza-. Giorgio de Magistris. -Lo reconocí en seguida, por la cicatriz. Es impresionante.

Llegaron a Pavia poco antes de las doce. Se detuvieron media hora en una hostería junto a la estación de trenes donde el cura orinó entre suspiros y devoró dos platos desmedidos de fideos con hongos. Luego desapareció con el ómnibus en un campo de arroz y regresó acalorado.

– No hay peligro -dijo-. ¿Alguien lo siguió en el barco, Giorgio?

– No creo. Estuve atento. No vi nada raro.

– Ahora tampoco hay nadie. Quedan cuarenta kilómetros planos. Tenemos que atravesar un bosque.

– ¿Adónde vamos ahora? -preguntó Galarza. Quería estar seguro.

– Las pólizas de embarque dicen que la Difunta debe ser entregada a Giuseppina Airoldi, de via Mercali 23, Milán. La hermana Giuseppina viene aquí atrás, y tiene su domicilio en este ómnibus. Podemos llevar el cuerpo donde queramos.

Era un sábado cálido. Por las estrechas calles cercanas a la puerta Garibaldi, en Milán, caminaban mujeres en bata, arrastrando las chancletas, con las sienes estremecidas por pequeños abanicos de arrugas. Los pájaros chillaban con desafino y se lanzaban sobre el ómnibus desde la cresta de las araucarias. Poco después de las dos se detuvieron ante las columnas del cementerio Monumental. A través de las rejas asomaban las tumbas del Famedio: en el centro, la estatua de Manzoni suspiraba entre ángeles negros de alas quebradas.

Caminaron entre hileras de cipreses hasta el límite oeste del cementerio. Los monumentos se iban degradando del mármol a la piedra y de insolentes cúpulas góticas a crucifijos sin pretensiones. En el jardín 41 sólo había lápidas. Madurini se había puesto en el ómnibus la sotana y los ornamentos funerarios y ahora rezaba, con voz monótona, los latines del responso. Una de las monjas agitaba el incensario. Persona fue deslizada a duras penas hacia la fosa de cemento de su próxima eternidad. Mientras los enterradores batallaban con el ataúd, Madurini sopló al oído de Galarza:

– Tiene que llorar, Giorgio. Usted es el viudo.

– No sé cómo. Así, tan de repente.

Sobre la tumba contigua estaba apoyada la lápida de mármol gris que iban a emplazar sobre el foso. Galarza leyó: Marta Maggi de Magistris 1911-1941. Giorgio a sua sposa carissima.

Todo se ha terminado, pensó Galarza. No la voy a ver más. Sintió alivio, sintió pena, y los sollozos acudieron sin esfuerzo a su garganta. No lloraba desde que era niño, y ahora que el llanto invadía sus ojos con una sed áspera y dolorosa, le parecía una bendición.

Hacía ya casi un mes que el Coronel esperaba el cuerpo. Un domingo a la noche, Fesquet y dos suboficiales habían recuperado la copia enterrada en la iglesia de Olivos, sustituyéndola por el original. «El 24 de abril, esa mujer sale en el Cap frió», le informaba el teniente en un radiograma cifrado. «Llega el 20 de mayo al puerto de Hamburgo. Va consignada a nombre de Karl von Moori Koenig, radioaficionado. El cajón es de pino, recuerde, con la leyenda LV2 La Voz de la Libertad.» Pero el mensaje siguiente lo inquietó: «Embarco en el Cap frió. Yo mismo llevo el cuerpo».

Por un lado, le alegraba que las amenazas a Fesquet hubieran surtido efecto. Más de una vez le había escrito que estaba dispuesto a denunciarlo como maricón ante un consejo de guerra. No se jactaba: lo haría. Por otro lado, las cosas habían ido demasiado lejos. Fesquet había desertado. De otro modo, ¿con permiso de quién viajaba en el Cap frió? Quizá la desesperación lo había vuelto loco. O fingía una enfermedad. Quién sabe, quién sabe, se desesperó el Coronel. Ni siquiera podía ya detenerlo y ordenarle que regresara: se había puesto fuera de su alcance. Vaya a saber si, en esos extremos de la desesperación, los reflejos de Fesquet seguían intactos. Mandó al Cap frió un par de telegramas preguntándole, en clave: ¿Se ha fijado si alguien lo sigue? ¿Ha tomado precauciones para que nadie se acerque al ataúd, en la bodega? ¿Quiere que le consiga un parte médico para que pueda regresar al Servicio? Repitió los telegramas durante tres días, pero nadie le contestó.