Hay que jalar para entre los dos, viejo y muchacho, subir el retablo musical hasta la cumbre. Quedan muchos repechos todavía para que el organillo se deslice suavemente, casi sin empujarle, por la media meseta llana que se abre en la cima de los alcores rojos; pero Garabito sabe bien del andar. Es Pilete el que se cansa de la prisa del maestro. Con sesenta y cinco años a las espaldas, Garabito sabe bien de caminos. Pilete, apenas veinte, en primera salida le acompaña. La cenefa de florecillas despintadas de la tela que encubre el misterio de la música, blanquea en la cuesta arriba la panorámica de los olivos.
Los tiempos gloriosos del manubrio han pasado; pero aún se le puede sacar algún provecho siendo verano y pegándose la caminata a los pueblos de cercanías. En la ciudad no hay apenas nada que hacer. Saliendo a los pueblos es distinto. Se saca en una "turné" para la cama y para el tabaco, para el vinazo, para las ganas de comer que abre la andadura, para el alquiler del instrumento. El permiso de músico ambulante faculta además para caminar sin que la Civil obstaculice la bohemia que se lleva dentro de la sangre, sin miedo a la brigada carcelera, sin que el oficio que no se tiene y el caminar pueda ser un pretexto para la aplicación de la Ley de Vagos y Maleantes.
– Anda, vamos a descansar un rato -dice al muchacho -. Si hubieras hecho lo que yo cuando estuviste dentro no andarías desentrenao. El primer año que estuve yo de rastrillo para dentro se me quitaron hasta las varices. Dale que te dale patio arriba, dale que te dale patio abajo. ¿Sabes cuánto calculo que anduve en año y medio?. Pues ponte a echar cuentas: ¿Habrá doscientos metros de un lado a otro del patio? -Más de doscientos metros – dice Pilete. -Pon trescientos.
– Trescientos. Eso puede que haya. -Calculas entonces trescientos y los multiplicas por diez y ya tienes la cuenta: tres kilómetros. Todos los días tres kilómetros desde el cuarto donde aplican el garrotín hasta la barbería. Haz la cuenta por treinta y después por dieciocho.
– También, porque fueron muchos días los que estuviste a "régimen" – contesta Pilete -. Cuando se le coge la costumbre ya es igual. Te aficionas y luego casi te cuesta trabajo salir. Para la próxima, ya tendré experiencia para no acoquinarme como ahora y hacerme un ovillo como un payo.
– Es lo primero que se te atrofian, las piernas. Y eso que te lo decía: dales castigo y no te achantes que cuando salgas vas a estar como si hubieras tenido la parálisis. – Saca un paquete de tabaco de picadura para hacer un cigarrillo y lo deja sobre el mojón de señalamiento donde se ha sentado a descansar. Escupe sobre las palmas de las manos, se las restriega, da juego a los dedos frotándose las yemas y despega luego una hojilla del librito de papel de fumar. Después, entrega el "block" a Pilete -. De los malos trances más vale ya no hablar – continúa -. Alegra la cara y olvida los malos detalles de la vida. A tu edad no hay nada que preocupe. A tu edad, poco más o menos, estaba yo recién licenciado, tenía mi pañuelín de seda, mis botines de charol y mi gorrilla londinense como entonces se llevaba. A tu edad castigaba yo por lo bajini, y a embarcar para América estuve a punto, de no ser por lo de la guerra del moro, que me volvieron a llamar y me tuvieron como un puto castigando cábilas. Si no llega a ser por el paludismo que se me pegó a los riñones, hubiera tenido todavía tiempo para salir para Buenos Aires. Después, la vida que empieza a darte tumbos y guantazos a derecha e izquierda. Ahora que a tu edad, estando como estás tú más sano que una pera…
– Si no fuera por los antecedentes, habría sentado al salir plaza de paracaidista. Es lo que pensaba – dice Pilete-. Con tres veces que uno se reenganche se puede llegar a cabo primero. Y, si no hubiera querido reengancharme más, por lo menos hubiera salido hecho un hombre.
– Eso de que el ejército hace hombres vamos a dejarlo. Cada uno es lo que es, y uno no puede cambiar porque se ponga o se deje de poner un uniforme, ni porque le hagan marcar el caqui un año ni cinco. Es como la cabra que tira al monte porque lleva de nativitate la montanera.
Un camión sube la cuesta fatigosamente. Es un punto rojo que avanza lento por el zigzag de la carretera. El escape de gasoil llega monorrítmico, con la sordina que le pone la distancia. Las amapolas crecen sangrientas entre la barbechera que separa uno y otro olivo. En la linde, delante de una encina solitaria, junto a la casilla de los peones camineros, grita el gualda rabioso de unas florecillas campestres.
– ¡Paracaidista!. ¡Cualquier cosa debe ser eso de paracaidista!. ¿Qué sabes tú si los antecedentes son los que te van a librar de una muerte cierta?. Ni por todo el oro del mundo era yo capaz de tirarme de un cacharro volando. Vaya, es que ni siquiera soy capaz de montarme para volar. Paracaidista…
– Se cobran dietas y primas y te dan un buen uniforme, y el rancho, según dicen, es tan bueno como el que tapiñan los oficiales. Si no hubiera sido por la puta condena…
– Cuando el camión llegue a la casilla de los peones camineros – dice Garabito señalando el vehículo que sube -ya estamos tomando carretera y manta.
– ¡Con lo bien que se está ahora aquí! -dice Pilete echándose hacia atrás y dejándose caer sobre la hierba -. Si la vida fuera siempre este cancaneo, si que merecería la pena vivir.
– Nada más llegar tomamos un tintorro y nos alegramos la vista. No me seas penco que así es como no se llega a ningún lado.
Al llegar el camión a la casilla encalada de los camineros, Garabito se levanta y se sacude los pantalones, se acerca al manubrio, da un tirón de la vara y marca un trotecillo en la cuesta arriba. En el bolsillo trasero le pesa el plato de aluminio que, mientras Pilete trabaja el manubrio, él pasará digno y solemne entre el público.
– Vamos ya y anda – dice a Pilete que bosteza todavía tendido sobre la hierba-. No me sueñes, que como dice en la lápida que hay a la entrada del cementerio protestante, los sueños sueños son…
Pilete camina despacio hacia el organillo. De pronto, da una carrera y se acomoda en su puesto en la vara de tiro.
Garabito se siente feliz con la mañana iniciada con un madrugón. Feliz, lejos del olor penetrante del "patio" de su última quincena carcelera que lleva aún pegado a la ropa, que aún le escuece el ánima trotamundos. Le huele a primavera la mañana. Hay que apretar. Pilete remolonea en la vara izquierda. El camión pasa ya junto a ellos y hace sonar la bocina para que se aparten a un lado y se peguen a la derecha. Pilete da un corte de mangas al camionero que se asoma a la ventanilla vociferando.
– Pilin – chilla Garabito – que no vales una mierda; que no parece sino que tienes un cristalino y estás changao por los cuatro costaos; que sino aprovechamos la frescura que nos queda se nos pegarán las alpargatas.
Alpargatas compradas a propósito para la andadura. Alpargatas diestras y cabrías que se agarran al borde polvoriento del camino.
El camión es de nuevo un punto rojo que en lo alto brilla bajo el sol.
Garabito quisiera detenerse otra vez al amparo de cualquier sombra, porque los años no pasan en balde, y dar con el brazo, con el codo castizo, una vuelta al manubrio por gusto de darla, sin venir a qué, sólo por el placer de contagiar su alegría de vivir a los cuatro vientos; pero, en vez de hacerlo, jerárquico y chulón, grita de nuevo:
– Jala, chaval, que nos coge el torete; que dentro de media hora no hay Dios que de un paso cuesta arriba.
Los hombres han ido en grupo, poco a poco, desapareciendo de la puerta de la taberna de Florencio para dirigirse, por la calle del General Sanjurjo, a la plaza. Al descuido de un piochazo que se agarra a la ubre de la piedra gris ha huido también Eugenio de la escena. Sobre el velador, en la terraza, bajo el toldo rayado, espejea vacía una botella de Coca-Cola.
En jarro el brazo izquierdo, bien sujeto con las manos el piochín, Toto suelta un salivazo de rabia por la ausencia. Imagina a Eugenio rondando las celosías, olisqueando como un perro el olor de Mariquita por los canceles entreabiertos. Cualquiera – piensa – le habrá dado ya el santo y la seña: "¿ La Larga?. Sirviendo. ¿Dónde quieres que esté?. En la segunda manzana, en la casa del jardín grande. ¡Cuando la veas ni la conoces de cómo se ha puesto!".
Se muerde los labios. El sol reverbera en la calina añil de los paredones, duro, alto y atroz. El sudor le resbala por la espalda y le empapa la pretina del pantalón remangado a media pierna. El sombrero de palma, sobre los ojos entristecidos, pierde su horizontalidad de pronto y sale despedido por un manotazo de furia, girando sobre si mismo como un canto rodado. Lo recoge en mitad de la calzada donde ha ido a parar y escucha avergonzado las chanzas de toda la cuadrilla: "Toto, loco, ¿te picó el alacrán?. Avenates, eso es lo que a ti te dan. Pero a todos los locos les da por lo mismo: por no doblarla. Mientras estés de aquí para allá con el sombrerito, cancaneo…".
El maestro de obras ordena silencio. Los mazos, los picos y las palas prosiguen cavando las regolas. Luego el maestro de obras se levanta de los tubos de gres en donde está sentado a horcajadas fumando un cigarrillo y se dirige a Toto:
– Toto, chalao, que te la buscas; que, si eres tan señorito, con pedir la boleta estás cumplido; que por la mitad de lo que tú ganas hay muchos que se partirían los cuernos dando piochazos.
Le entra en cajas el corazón, cuando levanta la vista para mirar al maestro, y ve de nuevo a Eugenio en la terraza, bajo la marquesina, ahora ante una jarra de cerveza.
– Mira, mira a tu amigo – dice el maestro -. Mira a tu amigo que por mucho que lo mires no te va a regalar el dinero que dicen que trae ahorrado. A los que son como tú y como él es lo que les conviene, poner tierra por medio.
– Sin faltar, eh – contesta al maestro -. Sin faltar que yo a usted no le estoy faltando, ni el Eugenio tiene nada que ver en esto. Sin faltar, que lo mismo pido el boleto ahora mismo, pero se acuerda usted de Toto y de todos sus muertos, que yo no tengo mujer que mantener ni chavales para que nadie me falte; que le estoy a usted aguantando carros y carretas y me estoy cansando ya de tanto cachondeo.
– Aquí nadie te ha faltado ni te ha dejado de faltar, que eres tú muy jovencito para ser tan chulo y para atemorizarme con tus bravatas, que lo que sobran en la obra precisamente son brazos.
Tanto cavilar para nada. No echa cuenta de las palabras del maestro, que vuelve ya a sentarse sobre el anillo de los tubos de gres. Como si la tierra fuera la culpable de sus celos, la machaca con furia con la piocha.