Toto chasca el pulgar y el índice:
– Te imaginas a éste en Bélgica y luego de vuelta poniendo un puesto de pipas en la plaza y es que te mueres de risa. Mira cómo me carcajeo.
La brisa trae el eco de los disparos del somatén.
– ¿Es la guerra? – pregunta Eugenio.
– Son los del somatén, ¿es que no te acuerdas?.
– Me acuerdo, claro, no me había de acordar. Lo que pasa que creí que eso ya se había acabado. En serio-deja la mirada ausente, como perdida en los tejados de las casas -. Ahora me parece todo nuevo. No puedo creer que haya vivido aquí toda mi vida. Y eso que hace ahora un año que tomé el petate.
El eco de los disparos asusta a las golondrinas posadas sobre el poste de telégrafo que cruza la calle y se pierde campiña arriba. Los alambres se estremecen como las cuerdas de una guitarra. Las golondrinas revuelan la línea de la calle, suben hasta los aleros de los tejados y vuelven a posarse de nuevo en los alambres de cobre.
– ¿Qué fue de la Mari, Toto? – pregunta Eugenio,
– ¿De qué Mari?.
– De qué Mari va a ser, hombre…, de la Mariquita.
– ¿De Mariquita la Larga?.
– La Larga.
– Sirviendo. ¿Qué quieres que haga?.
Las golondrinas vuelven a escapar de los alambres y a sobrevolar la calle. Luego se alejan remontando el vuelo hacia el azul.
Los disparos sacuden las sienes y las espaldas de Eugenio. Sienes de veinticinco años cansadas de novelas del oeste, de tebeos; espaldas uncidas al yugo de la cadena automovilista un sólo año de trabajo, el único, el primero en su vida, tras veinticuatro viviendo de lo que su madre mal podía arrimar y con la queja siempre en los labios: "Que para lo que se gana, macho, doblarla no merece la pena. Prefiero quedarme sin fumar, pero doblarla por una miseria…". Todo hasta que encontró la ocasión de evadirse. Voluntad de no quemar tres mil pesetas que le tocaron en suerte en los cupones iguales que compró de corazonada con la ganancia de media peonada en el molino harinero cargando sacos de cien kilos, y tomar un día el "catalán" camino del norte.
– Suerte que tuvo uno – dice de pronto -. Veinticinco francos al día. Comida y "chambre" en la residencia. Los domingos, un garbeo por París.
– Que si tú pudieras echarme una mano – dice Antonio -. Que si tú pudieras ayudarme a salir también de aquí, a huir de esto.
– Pero, si está sirviendo, se podrá saber al menos dónde está ¿no, Toto? -¿Quién? – La Mariquita. -Voy ahora al cúrrelo – dice Toto-. Ya te diré.
Cuando de manos hablaremos. Y que se pongáis de acuerdo. A ver si te lo llevas y deja de llorar.
– También yo me tengo que ir ya – dice Antonio -. También yo. Me has de perdonar, Eugenin, pero no hay más remedio.
Eugenio queda solo, con los codos apoyados en el velador, con la mirada perdida en la línea de la calle Real, hasta donde han regresado las golondrinas que vuelven a sobrevolar el asfalto a dos palmos del suele.
En la botella de Coca-Cola vacía cae una lista eje sol. La pone boca abajo y le acaricia el gollete. Luego apura el poso de color marrón que ha quedado en el fondo del vaso y escupe.
Toto y Antonio el de Cristóbal, cada cual por su lado, caminan lentos y cansinos hacia el tajo de las regolas. A Toto le ha tocado en suerte el tajo de la calle Real, porque Eugenio le ve volver sobre sus pasos y empezar a picar sobre el asfalto gris al fondo de la calle.
Toto clava la piocha en la zanja. De la piocha saltan chispas azules y rojas. A veces, en vez de hundirse blandamente, se engancha en la zahorra del firme. Es difícil mantener la regularidad de las cavadas porque el firme se resquebraja con los golpes y la línea ideal tirada a cordel, bajo la que ha de enterrarse la conducción, de agua, se vertebra en secciones como una cinta métrica plegable mal estirada.
El maestro de obra, con la gorra albañilera sobre la nuca, da instrucciones a los hombres de su cuadrilla para evitar el estropicio; ambiguas recomendaciones técnicas que de nada sirven.
La luz reverbera sobre los paredones encalados a uno y otro lado de la calle. En la zanja huele fuerte a orín y a sudor. Con la mirada en la punta de su herramienta sueña Toto la francesa lejanía de Eugenio que ha regresado con la querencia de la Mariquita en la bragueta y en los ojos. Los lazos que a él le unen con Mariquita no acaban de estrecharse lo que quisiera. Ella no se anda con remilgos cada vez que se le presenta ocasión: "Pero, ¿cómo quieres que nos pongamos a festejar mientras estás ahí en las calles, dale que te dale con el piochín?. Si siquiera te colocaras en la CAMPSA, como dices que te vas a colocar… Si salieras del pueblo para ir a trabajar a otro lado y tuvieras un jornal fijo… Si no hubieras todavía entrado en quinta pero, con la licencia en el bolsillo ya para dos años y en el mismo plan…". No sabe que contestarle. Levanta los hombros y sigue paseando a su lado por la carretera en las largas tardes de los domingos iguales, aburridos, idénticos: de la iglesia al transformador o al cementerio, para volver despacio y llegar hasta la fonda de doña Mercedes y dar otra vez la vuelta a la plaza para empezar de nuevo. "Tú, que eres un hombre, es el que debías de hacerte cargo. Si nos ponemos a festejar, algún día se nos iría la mano y tendríamos que acabar casándonos a prisa y corriendo. Las mujeres somos tan tontas como para eso y como para más. Nos pasaría, tarde o temprano, lo que pasó a mi hermana, lo que les pasa a todos. A vosotros, los hombres, se os da una mano y acabáis por tomaros el pie. Nos cogéis el pan debajo del sobaco. No quiero ser una esclava todavía. Al menos, mientras esté sirviendo, tendré un pedazo de pan que llevarme a la boca, y un vestido y unas medias que ponerme. Si siquiera tuvieras una cosa fija me conformaría, aunque fueran ocho duros, aunque fueran menos los que ganaras, pero ¿tener que vivir como hemos vivido en mi casa toda la vida?. ¿Con mi madre trayendo hijos al mundo y mi padre saliendo por las mañanas para ponerse en la puerta de la taberna a esperar un chapuz?”.
A veces, a Mariquita se le saltan las lágrimas en el paseo y se las seca disimuladamente en la oscuridad de la carretera. A veces, él se acerca y la toma del brazo, y ella se deja coger un instante las manos, pero enseguida se suelta bruscamente: "Déjame. Vete. No puede ser. No debemos vernos más. Ganas de perder el tiempo y hacérmelo perder a mi cuando estoy en edad de merecer. Ganas de martirizamos. ¿Si siquiera hubieras entrado en la CAMPSA como decías?".
Piensa confusamente en Mariquita. La imagina limpiando el suelo, baldeando con agua, jabón y un cepillo de esparto el porche de ladrillo de la casa de la colonia donde ha entrado a servir. Se avergüenza de no haberle dado razón de ella a Eugenio. "¿Quién, la Larga? Sirviendo. ¿Dónde quieres que esté?".
El maestro de obras llama ya su atención: "¡Toto, que te la buscas; que hay que estar en lo que se está haciendo; que, para soñar, te quedas en tu casa. Que aquí se viene a doblarla!".
Vuelve en si. Despierta. Procura remediar el estropicio de las falsas cavadas machacando los quebrados trozos de alquitrán.
– Si, arregla, arregla. No sé lo que quieres arreglar – dice el maestro de obras -. Vuelve a lo tuyo y pon la cabeza en lo que haces.
Eugenio -rojo y azul como una banderola de señales – apura una segunda Coca-Cola en el extremo de la calle, sentado aún a la puerta de la taberna de Florencio.
El sol pega duro. Alto y vertical deja caer a plomo sus rayos sobre el blanco del caserío. Toto saca del bolsillo un pañuelo de hierbas, le hace cuatro nudos, y se lo coloca sobre el pelo encrespado. Luego, ajusta sobre él el sombrero de palma y aprieta el cáñamo del barbuquejo. Los pensamientos le van y le vienen como las golondrinas que bajan a ras de tierra buscando las larvas en la tierra removida.
El maestro de obras se encamina murmurando entre dientes hacia donde Toto trabaja:
– No es mal enemigo el que avisa, Toto. En este plan otro día y te doy el boleto rápido. No eres ningún señorito para ganar el jornal por las buenas. Mucha fantasía le echas tú al trabajo para ser tan pobre como eres.
Toto sigue trabajando sin levantar la cabeza. Dentro de la boca, los dientes le han abierto una pequeña herida en la punta de la lengua, de tan fuerte como sobre ella los tiene apretados.
– ¡Hombría!. ¡Cualquier cosa es hombría! – dice el capataz -. ¡Pulmón y corazón es lo que hay que echarle al trabajo!.
Mariquita le ayuda a bajar las escaleras y camina luego tras él con la "chaise-longue" plegada. La extiende bajo el árbol de sombra en el jardín y entra de nuevo en la casa para salir con dos almohadas y una silla. Andrés lee ya un libro tendido en la hamaca.
– Quita – le dice Mariquita -. Levanta. Estarás más cómodo. Espera que te ponga las almohadas.
– Ya está bien así.
– Levántate y déjame hacer. Dentro de diez minutos llamarías para pedírmelas.
Andrés acaba levantándose y se apoya en el tronco del árbol mientras Mari mulle las almohadas y las coloca sobre la cabecera de la "chaise-longue".
– ¡Qué vida que te pegas!. ¡Ya quisiera yo, ya, estar todo el santo día tendido como estás tú sin dar golpe! – dice Mari-. ¡Te puedes quejar!. Y, al fin y al cabo, para nada, porque lo que tú tienes es nada: cuentos de Calleja. Más vale que comieras, que es lo que tienes que hacer. Ya verías entonces el tiempo que te iba a durar la fiebre.
– Déjame, que estoy leyendo.
– Lee, lee mucho y quiébrate la cabeza con tantos disparates. Después dices que no duermes de noche. ¿Cómo vas a dormir con tantos embustes como te metes entre pecho y espalda?. Si yo fuera tu madre ya verías cómo te quitaba el cuento.
Sobre el couché de las pastas del libro de Salgan cae una hebra de sol. Andrés procura mantener el hilo del relato lleno de arboladuras y bergantines, de mascarones de proa y de océanos como espejos; pero los ojos se le cierran en una morriña destemplada.
Mariquita atraviesa el jardín y sube la escalinata de ladrillos del porche camino del trajín doméstico.
Un gato maúlla sobre el templete de uralita del garaje. Luego da un salto y clava sus uñas en las alas azules de un grillo que bebe una molécula de agua del envés de una hoja del jazmín trepador. Es el murmullo de la última palpitación vital que percibe Andrés antes de quedarse dormido.
Todos los días, de vuelta de misa, al pasar ante la verja, doña Eduvigis saluda con la mano enjoyada y confusa la languidez de Andrés, somnoliento y paciente en su "chaise-longue" bajo el árbol de sombra.