Andrés no se ha levantado todavía. Para él no hay excursión. Su hermana y los amigos de su hermana le son indiferentes. Si no estuviera obligado a reposar, saldría a pasear solo. Solo deambularía por los secos barbechos blancos, por la tierra árida, quemada por el sol. El timbre de la bicicleta de Lisi, al pasar bajo su ventana, le ha despertado definitivamente. Se sienta en la cama y se distrae viendo cruzar los pájaros, mientras Lisi se pierde en la cinta brillante del asfalto, calle arriba.

Muy temprano oyó a su padre. Escuchó la bocina del automóvil bajo la arcada del garaje. A la misma hora lo oye cada día y continúa durmiendo. Poco antes de las siete lo despiertan para la primera toma de alimento, para el primer vaso de leche. Se lo sirve Mari, la doméstica, tan joven como él; pero maciza, fuerte, rubicunda. No tiene apetito, pero desea que Mari entre ya en su cuarto con la bandeja del desayuno. Se impacienta y mira su reloj de pulsera colocado sobre el cristal de la mesilla de noche.

Mari entra por fin con la bandeja del desayuno y se sienta a los pies de la cama:

– ¿Te lo comerás todo, no?.

– Te lo tienes que comer todo. -Si.

– Estás débil. Estás flacucbo. Estás hecho un pajarito.

– No te metas. Te tiene sin cuidado que coma o deje de comer.

– Anda -dice Mari -haz un esfuerzo. Si fuera tu hermana había acabado ya con todo.

Cuando Mari sale del cuarto toma la bandeja y la coloca sobre la mesilla de noche. Vuelve a tenderse sobre la cama y entorna los ojos.

Lisi pedalea ya rítmicamente. A Lisi le hace ilusión la jira campestre. En ella tendrá ocasión de conocer a Momi, de la que tanto ha oído hablar.

Los guijarros minúsculos de la orilla del asfalto se disparan oblicuos bajo las llantas de aluminio. Comienza a silbar débilmente. Le cuesta hacerlo mientras pedalea a prisa, con el desayuno aún casi en la boca, con el regusto en el paladar de las galletas, la mermelada y la mantequilla. Intenta imaginarse a Momi y va uniendo perfiles conocidos con peinados conocidos y con naricillas conocidas y con labios carnosos y con pestañas, y va formando una imagen que no llega a cuajar porque se desvanece con cada nuevo pedalazo.

Sin desmontar de la bicicleta, tira del cordón de la campanilla de la casa de Araceli. La casa de Araceli es el punto de reunión de los excursionistas. Nadie contesta a su llamada. La repite una y otra vez hasta que, por fin, Araceli en pijama se asoma al balcón:

– Pero ¿qué hora es?. ¿Te has vuelto loca? – le grita.

No sabe qué contestar. Hace bocina con las manos tras la verja. Grita también:

– Pensé que era tarde, ya ves…

– Espera un momentín que ya le doy al pestillo y bajo.

– ¿De verdad que no ha venido nadie?.

– ¿Quién va a venir, mujer, con la hora que es? – se regincha de la baranda de la balconada con medio cuerpo fuera y da un corto silbido, luego chasca la lengua y hace palillos con los dedos -. Creí que no iba a resultar. Te cae muy bien la marsellesa, Lis. Si llego a saber que entona con la falda me compro también una.

Hace arabescos con el manillar y termina sosteniéndose con una mano sobre un árbol del acerado:

– Hay que arriesgarse -dice-. ¿Te gusta en serio?. Con las combinaciones de color hay siempre que arriesgarse. Y con la falda de tergal blanco va aún mejor.

En la verja salta el pestillo automático.

– Pasa – dice Araceli -. Sube y no hagas ruido que está todo el mundo en la cama.

Lisi deja la bicicleta sobre la valla y atraviesa el jardín. Sube de puntillas la escalera. Araceli la espera en el descansillo del primer piso. Se abrazan, se manosean, se pellizcan como si hubieran pasado muchos años sin verse:

– ¡Qué barbaridad, qué madrugadora!.

– No tenía ni chispa de sueño – miente -. Me levanté porque no tenía ni chispa de sueño.

– Vamos a mi cuarto – dice Araceli -. No hagas ruido.

Camina tras ella por el pasillo encerado. Al llegar al cuarto de Araceli se deja caer sobre la cama deshecha. Le gusta el cuarto de Araceli; el dibujo del papel de las paredes, el tocador forrado de cretona. La casa de Araceli no es una casa arrendada como la de ella. Si no fuera porque a su hermano le dio por toser, hubieran veraneado en la playa, como todos los años, y no se vería obligada a dormir en un cuarto extraño, sin intimidad, alejada de todos sus recuerdos infantiles, de sus muñecos de trapo, de sus gacelas de porcelana de todos los tamaños y sin una ventana frente al mar.

La cama guarda el aroma tibio del cuerpo de Araceli. Restriega la cara por la almohada. Araceli se lava los dientes en el cuarto de baño. Le llega el olor fuerte y penetrante del dentífrico, el murmullo del agua que cae sobre el lavabo. Se incorpora y se deja caer sobre uno de los guarderones. Araceli sale del cuarto de baño con un cepillo de cabeza en la mano. En el espejo de luna ovalada del tocador, mientras mueve las piernas como si aún continuara pedaleando, contempla el jardín invertido, invertida la imagen de Araceli que se cepilla el pelo ante el espejo.

– ¿Por fin, cuántos somos? – pregunta.

– Vete a saber. A última hora, por lo menos la mitad cambia de idea.

En la verja suena el campanil. Invertidas, cinco bicicletas aguardan tras el cancel. Salta de la cama, se asoma al balcón y agita las manos.

– Baja un momentín – dice Araceli – y les adviertes que no se me pongan a enredar. En cuanto despertáramos a mi padre aguábamos la función. Ya sabes que con eso del sueño es peor que una marmota. Araceli se asoma al balcón para verla cruzar el jardín; luego regresa al tocador y se pone a hacer visajes con la cara, mientras va ordenándose descuidadamente los cabellos sobre la frente.

El cielo es de un azul leve. Hay unas nubes espectrales, delgadas como filamentos de algodón, que pasean muy despacio por el azul. Sigue recostada sobre la baranda de la galería y sus ojos no están fijos en ningún objeto sino perdidos, ausentes, en la lejanía cenicienta del olivar, que se bifurca al fondo en dos ramales, tras el alternador y las tapias encaladas del cementerio.

De un momento a otro llegará a la Colonia veraniega el ómnibus azul con rayas verticales amarillas que recoge a todos los niños americanos en edad escolar, para llevarlos, como todos los días, al "scholl-children" de la Base.

Para todo el mundo – hasta para los niños – el largo día de la segunda quincena de julio, es un día más solamente. Lisi volverá de su excursión con la piel más tostada si eso fuera posible y Andrés habrá languidecido unas horas más, cuando anochezca, bajo las moreras y los plátanos de India sobre la chaise-longue, en el jardín. O todo habrá entonces terminado para ella, o, por el contrario, se verá obligada a inaugurar una nueva vida.

Sonríe con amargura, con resignación. Es preferible que de una vez suceda lo que tiene que suceder. La esperanza del imponderable se agarra, no obstante, cabalística, preñada de interrogantes, al hilo desmayado de su carraspera cuando abandona la galería, en el momento mismo que un reactor traza con su estela de keroseno una línea platina sobre el cielo.

El sol sube despacio por las laderas de los Alcores. La tierra negra y esponjada de las huertas rebrilla con la luz nueva; con la luz nueva reverbera la tierra calma, que se tornasola de ocres y de azules en los surcos donde la flor blanca del algodón, húmeda de blancura, se despereza.

Al fondo el pueblo asoma a la vertiente sur. Del pueblo, a un tiro de pistola, llega el tintinear de las esquilas de las cabras que salen a pastar a los secos barbechos.

A la puerta de la taberna de Florencio, silenciosos, con los brazos cruzados o dejados caer a lo largo del cuerpo, una hilera de hombres tristes y serios, esperan el chalaneo de lo que caiga, el medio jornal por cuidar un jardín, por descargar una "frigidaire" o unos muebles de improbables rezagados veraneantes, mientras envidian la suerte de los que lograron ser admitidos como peones en las obras de pavimentación y acometida de agua de la calle Real.

El reactor da una vuelta sobre si mismo y enfila una toma de altura en el imaginario gráfico del azul. En la puerta de la taberna, los hombres siguen sus piruetas con los ojos entreabiertos. Un carro cargado hasta los bordes de cañas de maíz temprano, tirado por dos bueyes parsimoniosos, busca la curva de la calle para tomar la carretera sorteando las regolas abiertas.

Florencio sale a la calle con un gancho de hierro para correr el toldo listado que encapota la terraza de la taberna. Los hombres se apartan para dejarle paso y lo miran dar vueltas y más vueltas al torniquete mientras el toldo va desplegándose. Luego vuelven a mirar hacia el cielo donde el reactor y su estela de keroseno se han ya disipado como un mal sueño. El boyero pica con la punta de su aguijón el lomo de los bueyes que caminan despacio con su carga cimbreante.

Cuando de nuevo regresa a la galería y vuelve a apoyar las manos sobre la baranda, la baranda está ya seca y los dedos resbalan en el polvo dorado de la herrumbe. La carreta cargada de maíz cruza por delante de la verja verde. Una lista de sol se quiebra sobre el rojo de las panochas en lo alto del carro, donde se anudan las cordadas de cáñamo que sujetan la carga.

Está familiarizado con la carretera que, desde la Colonia veraniega serrana, le lleva cada mañana a la ciudad. Conoce cada peralte, cada ensanche, cada una de sus curvas y de sus repechos.

Con la mano derecha sobre el volante, baja despacio, suavemente, la última pendiente de los Alcores, de los collados rojos sembrados de olivos, donde en menos de cinco kilómetros es inútil buscar una linde de separación, ni siquiera una servidumbre de paso; con la mano derecha sobre el volante reluciente, suave al tacto que nada le recuerda a aquellos otros de ebonita de los "Ford", ni los de madera nudosa de los "tres hermanos comunistas" tomados al enemigo, con los que tantas veces cruzó las cotas buscando las vaguadas desenfiladas, con su carga de vida o de muerte: muertos en la cuesta arriba, muertos de los que cercaban la ciudad -otra ciudad con muchos más miles de almas que la que ahora tiene a sus pies – cuya caída pronosticaba para el día siguiente cada nuevo boletín de guerra y que tardó en rendirse dos años; y vivos, vivos cuesta abajo que reemplazarían a aquellos muertos y morirían también posiblemente.

Se ahorró el sudor, el frío, la fiebre, la trinchera enfangada y abrió los ojos a las posibilidades del transporte por carretera que le convertirían de un "sin oficio ni beneficio" en un "carnet de primera especial". Las ventajas del retorno las aprendió allí, vivaqueando, echando un tercio de baraja a la muerte. En vez de granadas, víveres; en vez de hombres vivos o muertos, víveres. Víveres de la clase que fueran. Víveres que habrían de engullir juntos los vencedores y los vencidos de una ciudad que tarde o temprano tendría el pulso de la paz, los horrores primeros de la paz; sin obuses, sin alarmas, sólo con descargas sobre el paredón, al alba, y apenas que llevarse a la boca.