En la acera de la taberna, bajo el toldo rayado, los hombres discuten las ventajas de hacer juntos una visita al alcalde. Florencio pulsa el contacto de la "radio" que ofrece la síntesis de la prensa de la mañana sobre la situación internacional. La locutora corta cada dos minutos las noticias para intercalar la "gentileza" de la casa comercial que ha patrocinado el programa.

Apura la segunda copa de ginebra y da una chupada a su cigarrillo.

(Sobre la "guía Michelin", única reliquia de su automóvil, después de haber escrito la carta anunciando su viaje -la inaplazable determinación de su viaje – estudió el itinerario. Rechazó la combinación del autobús de línea. No podía, sin embargo, permitirse el lujo de un taxi, al menos que aquella noche Mila, en un gesto de generosidad, le prestara cincuenta duros, y dudaba un tanto de la generosidad de Mila. Se los prestó, no obstante. Fue a buscarla al club nocturno. La encontró de buena uva, con las piernas cruzadas sobre el taburete del bar americano. Mila sacó los billetes cuidadosamente doblados del sostén de ballenas que le apuntalaba el pecho fláccido.

– De pura chamba me coges puesta – le dijo -. Me los devuelves. Estoy mal de cuartos; muy mal, Santiaguín. La cosa está muy achuchada. Se acabaron los buenos tiempos.

– No. Si sólo es por un día, mujer. Si mañana estoy en dólar, si mañana te los devuelvo.

– Lo mismo dices siempre.

– Palabra.

– No des palabra. Es peor. Me los devuelves y en paz. Ya quisiera yo saber qué te solucionan a ti cincuenta duros.

– Pues me solucionan, ya ves.

– Ni para tabaco.

– En serio, un viaje que me dejará unas miles. Si sale bien, que saldrá, nos bebemos juntos una botella del francés.

– Sueñas, chatín.

– Ya lo verás.

– Asienta la chorla, que ya es hora; que luego viene el tío Paco con la rebaja; que ya no te quedan herencias, majo.

Mila saltó del taburete y se arregló el pelo. Con las uñas untadas de saliva se peinó las cejas. Puso luego derecho el sesgo de su falda. Santiago se acercó a ella, la tomó por el cuello y la besó en la nuca.

– Déjate de comedias.

– ¡Que te los devuelvo, muñeca!. Nos vamos a dar el verde como en nuestros buenos tiempos.

– Anda, loco. ¡Que sea verdad es lo que quiero!. A ver si una vez en la vida tienes palabra.

Florencio lo contempla desde el otro lado del mostrador, silencioso, como escudriñándole el pensamiento,

– Pues lo que usted quiera es lo que se hace – dice al fin-. El chico no espera sino que usted diga en marcha.

Las espirales de humo azul del cigarrillo quedan flotando, subiendo todavía lentas hasta el techo de la taberna, cuando el forastero sale siguiendo los pasos del más pequeño de los sobrinos de Florencio, el que ayuda al tabernero a fregar los vasos y el que, según el rumor, cuando el tío muera, habiendo como ha cruzado ya la barrera del medio siglo y permaneciendo soltero, pasará a ser el propietario del más importante establecimiento de bebidas del lugar.

* * *

Su bicicleta marcha encajonada entre la de Clementina y Felipe. Felipe tartamudea tras ella. De vez en cuando, se adelanta e intenta pedalear a su lado. La saca de sus casillas el tono humilde de Felipe.

– Aquel libro que dices que te gustaba, ahora que ya lo terminó de leer mi madre, si quieres, te lo dejo. -No tengo interés.

– Lo dijiste.

– He cambiado de idea.

– No se debe cambiar de idea con esa facilidad.

– Pues yo, ya ves, cambio.

– Dije a mi madre que lo terminara de leer para dejártelo.

– Entonces, me lo dejas en casa cuando te haga clase y en paz. Es bien fácil.

Felipe sonríe feliz:

– Mañana. Mañana sin falta.

– El otro día si que me hacía ilusión, pero ya… lo mismo me da que me lo dejes o no.

– Hoy mismo si quieres, al volver. ¿Estás enfadada conmigo, Lis?.

– No. ¿Por qué?. ¿Por qué iba a estarlo?. Lo que quiero es que me dejes tranquila.

Corta en seco el diálogo y sale de la fila para llevar la bicicleta hasta Araceli. Felipe queda atrás con la palabra en la boca, sin atreverse a salir también de la hilera.

Fuera del caserío, la carretera se estrecha, se abre camino entre vaguadas resecas. La tierra calma ha perdido la frescura del rocío nocturno, y un vaho caliente sube desde el asfalto y da al paisaje una sensación engañosa de postal invernal.

Hasta la vacuna del Sarmiento cinco kilómetros mal contados, y en la vadina frescor de pinares, agua limpia para el chapuzón, delicias de la tierra esponjosa para pasar a la sombra del pinar la jornada entera. A la vadina se va porque a todos ha arrastrado Quinito, a todos ha logrado convencer que de los alrededores la vadina es el sitio mejor para echar un día fuera, para escapar de la monotonía de los días remoloneando la calle, yendo a cortar varetones al olivar, disparando con las escopetas de aire comprimido sobre los pájaros de las acacias, bañándose en el agua de las minúsculas piscinas, jugando a las prendas bajo la sombra de las pérgolas.

Momi pedalea en la cabeza del pelotón. Lisi la ve cada vez que se levanta del sillín para dar impulso a las piernas. No puede evitar sentirse atraída por Momi. No ha cruzado con ella ni media docena de palabras mientras junto a la verja de la casa de Araceli se discutía el sitio más apropiado para echar fuera el día. Se consuela pensando, mientras aprieta también los pies sobre los pedales, que la jornada es larga y que para que el sol caiga detrás de los olivos y se inicie el regreso faltan casi diez horas.

De pronto los jugos gástricos se le revuelven. Siente tremendas ganas de comer. E1 pensamiento se le agarra a la cestilla de mimbre que reposa sobre el transportín. En la boca se le deshace el recuerdo del sabor agridulce de las empanadas de salmón, de las latas de foie-gras, de los crujientes panecillos que Mariquita le ha preparado para el almuerzo. La vitalidad borra el morbo adolescente y Momi pasa a ocupar un segundo término. Por sus muslos tostados resbala salada y lúbrica una gota de sudor que, desde el vientre, atravesando el sexo, busca la curva de las rodillas y se desvanece sobre ella en corpúsculos invisibles.

En la tierra calma un arado romano desgarra un barbecho. Al fondo de la carretera el agua jaspea el sol sobre la orilla de la vadina. La serpiente multicolor de las dos docenas de bicicletas se vertebra y la pandilla se desborda por los brezales.

Huele a tierra mojada y a praderío, y las chicharras asierran la mañana a horcajadas de las pinas resinosas que crecen a uno y otro lado de la ribera donde, por un calvero pelón, los camiones suben llenos de arena.

* * *

Niña-Linda – ojos oblicuos de “far west”, ojos de "Caballo Loco", lacia la cabellera negra, cautelosa como un furtivo cazador – logra escapar por el encerado. Se escurre luego por la reja entreabierta. El chillido de su voz vibra en el jardín:

– Andéggg, Andéggg.

Andrés despierta de su modorra, se le ilumina la cara, salta de la chaise-longue y corre a su encuentro.

Mari oye también el grito y baja la balaustrada de ladrillos. Se adelanta a Andrés, la toma en brazos y la hace subir por los aires: "¿Te has venido solita sin esperar que vaya por ti?", le dice.

Prietas las caderas bajo el rayadillo del uniforme, Mariquita regresa al porche llevando a Niña-Linda de la mano mientras hace a Andrés un gesto de burla, de complicidad, donde quizá brille un soplo de deseo.

Andrés acepta resignado que Mariquita se la lleve y regresa a la tumbona. Se extraña de no oír la cantinela de la voz de su madre que todos los días obliga a Mari a llevar a Niña-Linda a su alcoba: "Mari, sube a la niña; que no se quede en el jardín. Lo que no está bien no está bien. Sería un cargo de conciencia dejarla jugar con mi hijo". No hay voz. Mariquita sube a Niña-Linda por propia iniciativa, pero él no se atreve a decir nada. Continúa inmóvil con la mirada fija en el cielo. La adolescencia se le quiebra en guiños somnolientos, en parpadeos que le traen remembranzas de último curso de bachillerato, de novillos, de tardes de exámenes. Melancolía por la caída, desde su dorado pedestal, de la amistad sublimada: promesas de visitas de amigos que no han llegado a realizarse; si acaso una tarjeta postal desde lejanas y luminosas playas, y en el reverso, el compromiso de unas letras escritas a prisa contestando sus apretadas cuartillas epistolares. Cambia de postura. Queda recostado sobre el lado derecho – el izquierdo le produce esguinces; el izquierdo, cuyo interior se casifica, le da pequeñas topaditas, leves palpitaciones como si una pluma le rozara por dentro -. Y la nueva postura le acerca a la tierra, al pequeño mundo que se mueve bajo el árbol. Deja volar su fantasía. La grama abre pequeños senderos por donde las hormigas se desparraman, y donde los macizos de flores son collados y los parterres cordilleras y los minúsculos cipreses colosos "everest" inaccesibles. Luego, mira otra vez al cielo. Arriba, con el garabato de su cola oscilante, una cometa da brincos sobre el campanario de la torre del pueblo y describe, mecida por la débil brisa de la media mañana, un arco de verdes, azules y violetas.

Deja caer los brazos a lo largo del cuerpo para hacer más fructífero su reposo. Una ranchera con fondo de guitarras y "jipidos" entrecortados inunda el jardín, primero suavemente, luego a todo el volumen posible del tocadiscos del padre de Linda, su vecino el sargento mayor San Cheehw.

Niña-Linda chilla correteada por Mari en la galería. Siente la necesidad de llorar, la necesidad de incorporarse y de correr también – ante el recuerdo de la excursión de su hermana – tras el bullicio de la algarabía adolescente.

En los párpados se le forma una película de agua y de sal, pero no se le llegan a saltar las lágrimas. Mira a su alrededor. Fuera de la música que inunda el jardín frontero, un silencio tibio, casi de siesta, aprisiona la Colonia. Toma otra vez el libro, lo abre por una página cualquiera, y comienza a leer mecánicamente sin darse cuenta siquiera de lo que está leyendo, mientras la imaginación le cabalga por los vericuetos lejanos y difíciles del deseo insatisfecho de la pubertad, espoleado por la febrícula tísica de su infiltrado sobre el vértice clavicular izquierdo.

* * *