La calle era como un espejo negro. El viento se agarraba a las esquinas. El zaguán se hacía interminable los jueves y los sábados cuando, sin respiración, llegaba a él en un final de primera etapa difícil después de atravesar la calle solitaria. El impermeable le venía estrecho. La tela engomada se le pegaba a los muslos al andar a un compás de lejana travesura infantil: los mismos golpes en la rodilla que, cuando de vuelta del colegio, enredaba con las katiuskas de goma dentro de los charcos de agua, las tardes que caían rápidamente, que se poblaban de fantasmas. El viento hinchaba el vuelo de su bocamanga como treinta años atrás hinchara también su capita de hule y la tornasolara de gotas de agua y manchas de barro.

La escalera se hacía interminable. Las gotas de agua saltaban desde el dobladillo a los escalones. Nunca se creía segura antes de percibir el vaho tibio, luego de estrangular la cerradura con el llavín. La penumbra de cada descansillo se le encabritaba en los ojos. Enfundada en el impermeable estaba convencida de estilizar su línea, de agudizarla hasta lo inverosímil, hasta la medida exacta de las siluetas de "Vogue". Se aferraba a la manga rangla, al medio tacón, al recurso último por escamotearse los años y las arrugas que empezaban a surcarle la cara.

Fue su último intento de reconciliación. Cada escalón abría una ventana de posibilidades. Por fin, la doble vuelta de la llave saltó dócil y la puerta perfiló el rectángulo de luz.

– Todo lo que puede pasar es que tenga que cambiar de cerradura – dijo él -. Ganas de complicar las cosas. Sabes, tan bien como yo, que es imposible seguir.-Se recortaba en el contraluz de la puerta cerrándole el paso.

– He venido sólo a devolverte la llave.

– Perdona, pero es mejor así. Es siempre mejor cortar a tiempo.

– No hay nada que perdonar.

Salió sin estridencias. La tarde se abría en abanico de nubes. Se descubrió fantoche embutida en el impermeable juvenil, con los tacones bajos, oscilantes las caderas, sin forma casi bajo el cinturón.

Regreso de día de aguacero y presión atmosférica al borde de la locura. Regreso con rabia de burdel y arrepentimiento. Regreso para la sonrisa al marido y a los hijos con caricias al atardecer, cara a los cristales del balcón del cuarto de estar estallados de malva, con el deseo insatisfecho sobre los párpados y los ojos brillantes y angustiados.

La ceniza está ya pulverizada abajo, en el jardín; es apenas un revuelo como de negras moscardas que la débil brisa pone en pie; pero a ella le parece que todos los trozos de la carta siguen unidos, o que, cada uno de los trozos ha tomado vida y siguen suplicando todavía después de quemados, o que ni siquiera están quemados sino que han vuelto a reproducirse y seguirán reproduciéndose mientras sigan allí sobre el seto de pitósporos o sobre la grama, antes de que el viento fresco de la noche consiga arrastrarlos y llevárselos volando hasta el olivar.

Cada uno de los trozos – como pedía la carta antes de ser quemada, destruida por el fuego, si es que verdaderamente hubiera sido destruida y no estuviera allí todavía chillando más fuerte que el recuerdo casi olvidado ya – sigue pidiendo un puñado de billetes para completar el pasaje para Venezuela; cada uno de los trozos continúa allí insultante, como un grito, lleno de veladas amenazas disfrazadas de cortesía; cada uno de los trozos se obstina fiera, urgentemente, en conseguirlo a cambio de la devolución de un puñado de otras cartas – que ella ahora después de tres años no recuerda siquiera haberle escrito – que él jura tener sujetas con un cordón rosa y que todavía conservan su perfume. Cada uno de los trozos anuncia el viaje y anuncia la llamada telefónica y anuncia la entrevista y anuncia el momento solemne del trueque, del rescate, y como éste ha de ser llevado a cabo lo más discretamente posible, como si se tratara del rescate de un niño, o el rescate de un prisionero de guerra, o se tratara del rescate de una mujer y no del rescate de un trozo de vida simplemente orlado ahora por el prurito del falso honor en el que no creen ni una ni otro.

El teléfono no ha sonado aún. Niña-Linda se orina sobre el delantal de Mariquita. Mariquita riñe a Niña-Linda; pero los ojos lejanos, ultramarinos de Niña-Linda no comprenden nada. El sol cruza las lanzas verdes de la cancela y dibuja cebras sobre la grama, Mrs. Humprey da la vuelta sobre el "morris" para tostarse la espalda. La pluma más erguida y más azul de la cola de un gallo cosquillea el vértice clavicular de Andrés.

Todavía continúa unos segundos en la baranda, con los ojos perdidos en la lejanía cenicienta del olivar, indecisa, sin saber si todo ha pasado y no ha sido todo sino un sueño, a pesar de las negras motas que cuelgan del seto de pitósporos y que no acaba de arrastrar el viento, o si el timbre del teléfono acabará tocando finalmente.

* * *

– Vale sin pensarlo – dice Toto -. Ahora que no disponemos éste y yo – señala a Antonio el de Cristóbal-, sino de una hora para almorzar, y, con el bocado en la boca, por lo menos yo, tengo que agarrarme al piochín.

Eugenio, sin moverse de la silla, deja resbalar las manos por el cuello, subiendo la barbilla y bajándola, pasando luego las palmas a las rodillas y sobándose el pantalón:

– Lo dicho. Un par de cervezas os doy. Ahora que de vino cagalón, nada.

Toto lo agarra por un hombro y lo levanta de un tirón:

– Al toro, chacho, que es una mona.

Entran los tres en la taberna y se colocan delante del mostrador. Se fríen patatas en la cocina y el humo pegajoso se agarra a las gargantas. Del salón contiguo llegan los tacazos sobre las bolas de billar y el chirriar de las rodajas de bakelita movidas horizontalmente por los jugadores en el alambre donde se anotan las carambolas. Toto tiene ganas de gresca amistosa, de banderillazos bajo cuerda, de solapada garata:

– ¿No te da vergüenza beber con dos mataos como yo y como el Antonio, señorito?. ¿No te da vergüenza?. Habla al menos un poco el francés, que se vea que aprendiste algo. Que sino de poco te ha servido haber vivido un año en Francia.

Antonio tercia mientras da a Eugenio un golpe de chacota bajo el vientre:

– ¿Qué tiene que ver, verdad tú, qué tiene que ver que sepas o no sepas hablar francés? – y dirigiéndose a Toto -. Lo que interesa es la "tela" y "tela" se trajo de sobra.

Eugenio sonríe, pide a Florencio tres "bodes" de cerveza y se apoya en la barra:

– Hablar, lo que se llama hablar, lo que se llama hablar bien, no. Ahora que para salir de un aprieto…,

– Te imaginas que estas en un aprieto y ya está – dice Toto -. Como si tuvieras que preguntarle por una calle a un guardia. Igual que cuando tuviste que ir a pedir trabajo.

– No es lo mismo. No se va a poner a hablar sin venir a cuento – vuelve a mediar Antonio -. ¿Verdad, Eugenio?.

– Siendo yo él, por hablar no iba a quedar mal. ¡Ya ves quién te iba a entender!. Sino, lo dejas para el domingo a la hora del paseo por la carretera. Allí te podías lucir. Allí puedes hacer las diez últimas con la guayabería y darte pisto.

Eugenio apura su cerveza de un golpe y cambia de conversación:

– A ti no te he visto en toda la mañana. A éste – señala a Toto – toda dale que te dale con la piocha en la regola; pero tú…

– Ni lo has mordido ni lo muerdes, que es una misma cosa – dice Toto -. Éste está con los encofradores a la sombra abajo de la calle, en el depósito de agua. ¿De piochín éste? – gesticula -, ni el mango. ¡Pero si no tienes más que mirarle a la cara!. Una semana estuvo en las zanjas y lloraba como un niño.

Antonio se encoge de hombros:

– ¡Todo lo que sea quitarse un mal golpe de encima!. ¿Tú que dices, Eugenio?. Cuando haya que dar la cara porque merezca la pena, se da como cualquiera. Ahora que mientras uno pueda aliviarse…

– Cuando vayas a Bélgica, le dices eso al listero o al capataz – dice Eugenio -. Le dices que quieres aliviarte.

– Tú sabes bien, Eugenio, que cuando hay que doblarla y tomarse interés, la doblo como el primero – le soba la camisa -. Con un sueldo de hambre poco se le puede exigir a un hombre. Que si me recomendaras quedabas a la altura que mereces; que sabes que soy hombre para todo y que, cuando quiero ser largo de faena, soy largo. Que si tú quisieras no cogía yo más el piochín ni el encofrado ni la biblia. Que si tú quisieras me sacabas de esto y me llevabas contigo.

A Eugenio le tiembla por un momento la lejanía de las tristezas pasadas, de las soledades aprendidas de la morriña enganchada a cada tarde sin sol de once meses:

– Si estuviera en mis manos… sabes que lo haría con mil amores. ¿Quiénes mejores que tú o que éste para estar conmigo?. ¿Quiénes mejor?. Pasa que yo no tengo influencia ni tengo nada de nada para sacaros. Que si estuviera en mis manos… -En tus manos está. -¿Qué sabes tú?.

– Que te lleva. ¿Sabré yo que te lleva? – dice Toto -. Aunque no sea más que por no oírte, te lleva, o acaba cogiendo el camino y yéndose solo antes de tiempo por quitarse de encima un tío tan pesado como tú. ¡Ni que éste fuera obispo para tener la mano que tú te figuras!. Bastante tiene cada uno con sus cosas, que hay que ver que te pones pesado.

– No te fíes de éste – dice Antonio – y no te figures que en el depósito no se trabaja. A lo mejor más, ya ves. ¡Vaya un enchufe el encofrado!. ¡Con la leche que tiene el depósito desde arriba!. Más alto que la torre, fíjate. Esta tarde te pegas un garbeo y lo ves. Lo mismo está uno expuesto a perder pie y estrellarse y partirse el alma – mete la mano por debajo del peto del mono, en el bolsillo de la camisa del ejército y saca un cigarrillo arrugado y lo enciende-Enchufe el de tu primo con los farolitos – dice luego dirigiéndose a Toto -. Eso es un enchufe…

Toto lo mira despacio. Luego chasca el pulgar y el índice sobre los ojos de Antonio el de Cristóbal:

– ¡Que yo faltarte no te he faltado para que saques a relucir las desgracias familiares, que nadie ha sacado aquí a mi primo a relucir para que te tengas que meter con él!, ¿estamos?.

– Eso no es faltar. Que si te picas… -Nadie ha dicho hasta ahora esta boca es mía con lo de Carlos. Tenías tú que ser el primero. Hasta a los correturnos, que eran los únicos que podían salir perdiendo y que les hubiera tocado de fijo la guardería, les pareció bien cuando el maestro le llamó, en vista de cómo estaba, y le encargó de las señales. Ni un solo fulano de su cuadrilla se quejó tampoco cuando lo escogieron, al revés; que si no llega a soltar la piocha a tiempo se queda tieso en la regola como un pajarito. -Cuando yo me fui había dejado de toser y parecía otro hombre – dice Eugenio -. No te he preguntado por él porque no sabía. Me figuré que lo mismo estaba otra vez trabajando en su oficio, de peón, e iba y venía todos los días en bicicleta.