En la carretera, los ases de luz de los faros se cuelgan de mariposas deslumbradas, de grillos de alas azules y violetas, de panzudos y torpes escarabajos que se transforman en bolas de polvo de oro.

La serpiente multicolor se pega a la derecha de la calzada, y chirrían los tacones para ayudar a los frenos cuando se ha puesto demasiado coraje en el pedal. La cabeza de la formación inicia el "Coronel Boguei". La melodía resbala a lo largo de los anillos. El latigazo musical da ánimos, fuerza para flexionar las rodillas, y, cuando el silbido se apaga, cuando vuelve el silencio, se acentúa la moscarda de los piñones bajo las cadenas y el leve murmullo de las cubiertas de goma sobre el asfalto. Enseguida la vieja canción del "Carbonero".

Reconoce la voz que asierra el vértice de la hilera, la voz gélida y cascada de Lisi. La reconocería entre cientos de voces. También canta ahora ella, pero haciendo subir una nota más en el tono que es como una contraseña, como una ratificación de la amistad recién nacida, sellada de lacre joven, como una confirmación a la promesa de salir muchos días juntas en las largas tardes de otoño e invierno del próximo curso escolar, de sentarse las dos en los bancos solitarios de los jardines, de cruzarse regalos en los onomásticos y en los cumpleaños, de acudir a la primera misa los domingos y, aprovechando el pretexto, dormir aquella noche juntas en la casa de una o de otra – tras la cena en la mesa con mantel almidonado y cubiertos de plata, bajo la mirada tierna y comprensiva de los padres que advierten el equilibrio y la serenidad de las hijas adolescentes que saben intimar sólo con amigas de su misma clase social y comportarse dentro de la línea de decencia que esta clase social impone, con el santo temor de Dios siempre en los labios y el respeto hacia las instituciones sabiamente establecidas en el transcurso de los tiempos para mantener el prestigio de la elite que mueve el pulso de la vida, que da normas justas de contrapunto, que ofrece la diaria lección de laboriosidad, de justicia, de honradez y de civilización.

La brisa trae el frescor del lejano aire salino que cruzando los arenales solitarios se interna en los pliegues de la catástrofe geológica de los Alcores. La temperatura desciende de golpe casi diez grados. La luna roja -insultante-como un farol de último vagón de ferrocarril, en mitad del azul topacio de la noche, parece correr rondando tras las nubes algodonosas que poco a poco van cubriendo el cielo. La humedad produce escalofríos en los pechos y en las espaldas cubiertas sólo con los "nikys" de punto, con las listadas marsellesas. Los perros cortijeros ladran aburridamente desde uno y otro lado de la carretera a la luna y a la luz amarilla y sucia de un tractor pintado de rojo que rotura el plateado cañizal de un barbecho. Las luces del pueblo aparecen tras el azul ceniza de los olivos. La carretera abre una recta en el último kilómetro, y el reflejo de las luces de la "noria" en mitad de las barracas ilumina la perspectiva de la torre de la iglesia.

Momi presiente el otoño; la tristeza lacia y húmeda del otoño, después de tantos sueños en las horas postreras del día tan salpicado de veleidades. Las mamas se le estremecen erectas de escalofríos alrededor de la botonadura rosa de los pezones adolescentes que quisiera hundir para siempre, para que por siempre perdieran el relieve de su vergüenza. Recuerdos del escándalo colegial vencido ya el curso, con marzo coleteando sus verdes recientes. Porque podía también ahora- no lo piensa exactamente, pero lo presiente como si una venda se le hubiera caído de los ojos – haberse equivocado como entonces y ser todo un espejismo o una encerrona preparada de antemano. La duda la confunde mientras pedalea, la duda y el cansancio mental – que se une al cansancio físico – de haber mantenido la atención durante toda la jornada entre dos zonas de interés: los guijarros saltando sobre el agua, y los cuerpos jóvenes, sin secretos, tensos bajo el sol.

Sólo la separan unos metros de la entrada del pueblo. Se atraviesan ahora los suburbios del lugar, con sus casas excavadas en la tierra, sus cuevas adornadas de pitas y chumberas, sus niños desnudos, panzudos y hambrientos, sus candilejas de aceite y las aspas rojas del escudo de Falange orlado de pintura luminosa.

Sólo les separa también unos metros de las mesas puestas puntualmente bajo las pérgolas de las terrazas con sus luces amarillas para espantar a los insectos, del juego de agua de los surtidores de los jardines, de las amables conversaciones a media voz, de los vasos de cristal tallado llenos de jugo de fruta.

La noche, al llegar -su noche -si consigue conciliar el sueño, se le poblará de fantasmas y de lances guerreros, de acrobacias aéreas, de carreras de automóviles, de trenes veloces, donde ella – la protagonista – será el hijo del príncipe, y el piloto, y el conductor, y el maquinista.

Seis, siete, nueve, doce pares de pies, ayudan al frenazo definitivo arrastrándose por el asfalto, levantando montoncitos de arena y briznas de hierba. Los pájaros han silenciado ya todos sus trinos bajo las acacias. Los rectángulos amarillos iluminan la carretera. De las casas llega la música de las radios. Falta sólo un instante para que la pandilla se desparrame camino de las terrazas encendidas. El corazón se le desborda y late a prisa, tímido el revuelo de su falda sobre la redecilla de su bicicleta, cuando Quinito, trémulo, jadeante, corre la banda de la calle y va cuchicheando la noticia al oído de los que van llegando.

Todo lo que se había prometido con la mirada, todo lo que se había imaginado con el gesto, sube ahora a flor de piel, electrizante, fieramente varonil. Se le agarran a la garganta las ansias de consuelo, las ansias protectoras de ofrecer, arrollado de entusiasmo, su brazo fuerte de muchacho y sus tiernas palabras de mujer. Lisi camina ya hacia su casa entre Felipe y Araceli. Deja abandonada su bicicleta sobre el acerado, se adelanta, y se une a ellos. Linda Cheehw y Mariquita, con Niña-Linda en brazos, esperan a la entrada de la verja.

El aire tiene una transparencia diáfana y los cuadriláteros de las luces forman un tablero de ajedrez en los caminos enarenados, en la grava, donde crujen los pasos de los niños que aún juegan.

La luna roja queda oculta por velos y más velos de algodón que rápidamente van difuminando el cielo.

Aún se oye la voz de Quinito que va comunicando la noticia a los rezagados: "El padre de Lis ha muerto. El padre de Lis ha muerto".

* * *

El Cabo primera del Parque Móvil aparca la motocicleta delante de la casa de doña Rosa y tira luego de la campanilla dorada del zaguán.

El Teniente no ha regresado aún de su peregrinar por el pueblo, de su visita a las bodegas donde los somatenes guardan sus botas y sus toneles de vino dulce y viejo, dorado y oloroso, de las ocasiones señaladas.

Cuando el Cabo primera abandona la casa se pone a pasear la calle, y en una de sus rondas, de la casa de doña Rosa a los tubos de cemento de la conducción de agua y de los tubos de cemento a la casa de doña Rosa, se da de cara con el Teniente. El Teniente se acuerda de la peineta de carey y del cartucho de arvejas que las hermanas le han regalado para los palomos. El cabo queda en el zaguán mientras el Teniente entra en la casa.

De nuevo en el patio, con la "vela" ya descorrida y el rectángulo de cielo algodonoso asomando al final de los lienzos encalados, recibe don Roque los parabienes de las hermanas para su hija Asunción y la disculpa de no poder asistir a la boda.

Al salir, revoloteo de pañuelos en el cierro pintado de verde, y, ya con un pie en el sidecar, la sonrisa de despedida a la celosía adornada de gitanillas y de geranios y el deseo de arrellanarse, de hundirse en el asiento forrado de plástico de la motocicleta, de sentir la cosquilla de la brisa serrana, de huir carretera adelante hacia su puesto de jefe de la línea para desprenderse de las botas y sentarse descalzo al fresco en el patio de la casa cuartel.

El Cabo da una patada sobre la puesta en marcha para seguir la calle Real y bajar luego por Valdehigueras, costeando las zanjas de la obra, sin hacer caso de las vallas de prohibición ni de los faroles rojos que interceptan el paso. En el momento mismo en que suelta el embrague, el Teniente vuelve la cara tras los golpes dados sobre su hombrera estrellada y ordena al Cabo que cierre el contacto para oír la voz de la muchacha que gesticula en la acera al lado de la motocicleta:

– Doña Merceditas que vaya usted, si es usted el teniente Prado. Es para un recado urgente que quiere darle – dice Seráfica.

El Teniente levanta los hombros y pregunta:

– ¿Quién es doña Merceditas?.

– Doña Mercedes. ¿Quién quiere usted que sea?.

Don Roque hace un esfuerzo mental, pero no se atreve a negar porque alrededor de los ojos se le marcan dos rodajas rojas de vino y el torrente de su voz se encasquilla levemente con el sopor del "palo cortado". De pronto, inesperadamente, le llega por fin la imagen de la patrona de la fonda y chasca los dedos para indicar al Cabo que aplace la salida.

– Me encargó la señora que se diese prisa, que es cosa urgente – insiste Seráfica.

Latigazo a la virilidad y al recuerdo brigadier de una noche de amor en la fonda al lado de la patrona. Salta del sidecar. En el cierro, doña Rosa y su hermana hablan en voz baja. Sigue los pasos cadenciosos de la sirvienta mientras el Cabo primera baja de la motocicleta y limpia la visera de hule de su gorra roja. El desgarro de la ropilla de Seráfica caminando ante él le sugiere curvas densas, suaves delicias adolescentes bajo el crespón de la falda rameada. No se atreve a preguntar nada. Seráfica toma el camino de la costanilla. La noche tiene un sabor agrio y húmedo, y hasta la calle, desde los patios de las casas, llega el olor penetrante de la albahaca y el dondiego.

La blanca bombona iluminada pintada con letras azules de " La Consolación " colgada del quicio de la fonda lo tranquilizan. Doña Mercedes, ante el portal agita las manos que proyectan sombras chinescas en la mancha de luz. Ordena su desaliño desde la tirilla al cinturón; luego pone derecha la teja del tricornio, se estira la cruz de los pemiles, hace una aspiración, mete hacia dentro el estómago y dulcifica el gesto. Doña Mercedes lo recibe camastrona y moruna:

– Gracias a Dios que ha llegado usted, Teniente. Diez minutos más y ese bestia que tengo encerrado arriba me echa la puerta abajo.

Le obliga a sentarse frente a él después de rogar a doña Mercedes que los deje solos. Desde su ascenso admite el diálogo; se pronuncia por unas maneras más suaves en los interrogatorios. Jura obtener con el nuevo método confesiones más sinceras y prestigiar el cuerpo desacreditado con las asechanzas líricas del "Romancero". Doña Mercedes abandona el comedor. "Ya ve usted -le había dicho al llegar-, que soy enemiga de la violencia. Ahora que marcharseme sin pagar el almuerzo, sin conocerle yo de nada como no lo conozco, sin estar garantio, y, por si fuera poco, haberme tratado como una golfa…" -el Teniente echó de menos mientras la escuchaba el tú íntimo de aquella noche cenicienta y lejana de cinco a seis años atrás, no recuerda exactamente-. "Ahora que las cosas por su sitio – continuó la patrona – que le peguen no quiero, Teniente; sólo que se me haga justicia. A cada cual lo suyo y yo no pido sino el importe de la minuta, de la cama y de las botellas de cerveza que se bebió el muy tunante."