– De estos franceses no hay que fiarse – insiste el de tráfico -. Ahí lo tenéis ya. Empezará con el cigarri-to y terminará ofreciéndole un billete grande para que haga una declaración a modo.

El cabo y el guardia Honorio echan los fusiles sobre el hombro y se adelantan cruzando la carretera:

– Usted, de momento, verdad, como si estuviera incomunicado – dice el cabo al chofer-. No quiero que lo tome como una cosa personal, pero está usted bajo mi custodia en prevención y le está prohibido conversar con nadie -y a Pilete-. Y tú si llevas el carnet de identidad me lo debías haber entregado. ¿Lo llevas encima?. Pilete deniega con la cabeza.

– ¿Y qué haces que no lo has sacado?. Sientate y espera que ya no ha de tardar el juez en llegar. También que tienes unas cosas con haberle aceptado el cigarro… ¿Tú no sabes que nosotros si estamos aquí es para impedir la coacción?. Pues bien, eso que ha hecho el chofer contigo es una coacción. ¿Te ha ofrecido dinero?.

– No, señor, no. No me ha ofrecido nada -tira el cigarrillo y lo aplasta con la suela de la alpargata-. ¿Qué quiere usted que me ofrezca el hombre?. Ha venido, me ha dado el cigarro y no me ha hablado siquiera.

– Tampoco es para que te pongas así. Se te dicen las cosas por tu bien -y en viendo como Pilete se pone a maldecir de su suerte y a dar patadas sobre la hierba seca de la cuneta y a sollozar -. Vamos, chaval, que hay que ser hombre. Poco vas a remediar ya porque llores – saca la petaca y ofrece un cigarrillo a Pilete que lo lía temblorosamente -. Calma y piano piano que se va lontano. No me vayas a malfollar la picadura, que es el último tabaco que tengo para una semana.

– Ahí tenemos ya al juez – dice el guardia Honorio.

Sobre una motocicleta "scooter", precedido de una camioneta roja, aparece por la curva el juez de Paz con sus gafas de motorista y su gorrilla de visera.

– ¡Cómo no iba a estar el Chico, metido en el fregado! – dice el Cabo.

Las colleras de mulas que surcan el maíz bajan ya por la servidumbre de paso que separa la besana del olivar. El cabo saca de su cartera el apunte de la primera diligencia practicada y con ella en la mano se adelanta para saludar al juez. Chico Mingo habla ya con el guardia Honorio y Pilete se acerca al grupo cansina, torpemente, con las manos en los bolsillos.

Las colleras de mulas llegan junto al manubrio, dan la vuelta y se pierden en la lejanía verdiparda del olivar. Otros camiones de pescado atraviesan el lugar despacio para acelerar enseguida contra reloj en busca del norte geográfico de los mercados interiores. Chico Mingo se acerca a Garabito y levanta la loneta. Luego escupe a un lado y se pone a silbar. El juez de Paz ordena el levantamiento del cadáver.

Por la cortina de arpillera no entra ya en el sobrado ni una gota de sol. En el cuarto hay una penumbra azulada. Sobre el techo cuelgan las calabazas amarillas y secas, las ristras de ajos, las cordadas de pimientos. Junto al camastro, en el suelo, encadenados a un círculo de alambre, los faroles de señalamiento manchan el suelo con su residuo de aceite.

Sobre una silla baja, dentro de un plato de aluminio ha quedado intacto el vaso de leche. Al abrir los ojos le duelen los párpados, y una desconocida hasta ahora falta de respiración le atornilla la garganta y los bronquios. El colchón y las sábanas están empapados de sudor. Cuando se incorpora, el cuarto le da vueltas. Hace un esfuerzo y logra sentarse en la cama. Siente la fiebre sobre la sien, sobre el pulso, sobre la punta de los dedos, sobre el corazón. Le cae un peso de cien kilos sobre el hombro derecho. Con la mano temblorosa toma el vaso de leche y lo bebe de un golpe. Le sube por el camino de la garganta una extraña angustia y, por unos instantes, le parece irreal estar allí sentado con el vaso vacío de leche en la mano.

Vuelve de nuevo a cerrar los ojos y, enseguida, a abrirlos de nuevo para mirar hacia la tela de saco que cubre el ventanillo. Cuando trabajosamente logra levantarse camina hasta él y lo descorre. En la alcoba entra una claridad todavía violenta. El sol es un punto amarillo, luminoso aún, que resbala lentamente tras el caserío. De los tejados de las casas suben columnas de humo que salen de sus chimeneas y suben hasta el cielo.

Vuelve a sentarse en la cama. Cuando agacha la cabeza para buscar las alpargatas bajo el catrecillo de tijeras, la habitación le da vueltas. Se queda sentado rígido, sin mover un sólo músculo. De la calle llegan los gritos y los juegos de los niños, el lejano pregón de los buhoneros gitanos que cambian cacerolas, ollas y sartenes inservibles por globos de colores, por muñecos de lacre que bajan solos, graciosamente, por una escalerilla de alambre; por cariocas de papel plisado y bolsita de arena que las hace elevarse en el aire como estrellas fugaces.

Contiene la tos. Le es fácil hacerlo porque su tos es ya una tos débil, balbuciente. Escupe sobre el pañuelo y contempla el hilillo de sangre serpenteante en mitad del salivazo.

En el segundo intento de coger las alpargatas logra su propósito. Se las pone despacio, cuidando remeter las cintas bajo el talón después de hacerles una lazada. Los gritos de los niños se le clavan sobre las sienes. Luego de ponerse el pantalón y abrocharse la blusilla, toma el aro de los faroles de señalamiento y la botella de vidrio verde mediada de aceite y baja la escalera despacio. En él corral, las gitanillas y los geranios brillan opacos, aterciopelados, bajo la luz metálica del atardecer. Al llegar a mitad de la corraleda, la aldaba de madera de la puerta de entrada cruje levemente y aparece la madre con un saco sobre la espalda.

– Voy a poner a calentar agua para hacerte un poco de café-dice la madre dejando el saco en el suelo -. Me han regalado media lata de café en polvo.

– Dejalo. Es tarde. Mientras lo haces ha oscurecido.

La madre se acerca y le obliga a dejar el aro de alambre junto a la puerta:

– Es café de verdad, auténtico. Del que a ti te gusta -dice señalando una lata de nescafé-. Me lo ha regalado la rubia inglesa, la mujer del sargento.

Contempla la lata de nescafé y la etiqueta verde pálido cruzada indicando la prohibición de su venta a personas ajenas al Strategic-Air-Comand.

– Si no tardaras me gustaría tomar un poco…

– ¿Cómo te encuentras?.

– Bien, madre. Como siempre.

– Tienes los ojos brillantes – le toma el pulso y él hace un gesto para soltarse de la mano que le sujeta la muñeca y le coloca luego la palma sobre la frente -: te ha subido la fiebre.

– Dejame. No es nada. Estoy bien. Lo que tenga que pasar no va a dejar de pasar porque tenga fiebre ni deje de tenerla.

– De mañana no pasa - dice la madre – que veamos la forma de hacer algo.

– Para no conseguir nada, madre. Para que nos tengan otra vez con la promesa un día y otro, para que te hagan ir una y mil veces para acabar diciendo que no.

– Más que me cuesta a mi separarme… y, sin embargo, no hay otra solución. Tarde o temprano tendrá que llegar el día en que ellos accedan y entres en el sanatorio.

– No vamos a separarnos. No voy a ir a ningún sitio. Cuando no sea para mascar tierra no voy a ir a ningún sitio. Entérate de una vez que no tengo pagadas cuotas suficientes. Si pido la baja será peor. Es necesario esperar que terminen las obras. Con las cuotas que pago ahora, al menos durante el invierno no me faltarán medicinas.

Hablan los dos de pie, en mitad de la corraleda. La ropa puesta a secar sobre los cordeles está ya arrugada de tanto sol.

– Podía haberla quitado antes de irme -dice la madre tocándola -. Tendré que rociarla antes de plancharla -camina de un lado a otro quitando los alfileres de madera y descolgando las sábanas del tendedero -. Otra cosa más. Otro nuevo trabajo.

– Puedo ayudarte.

– Siéntate. No estés ahí de pie como un tonto. Ya me valgo bien sola. Voy a ponerte enseguida el agua para el café. Lo que podías hacer es ir y decirle al contratista que no puedes trabajar hoy. Alguien te puede sustituir por un día. Tu primo mismo te puede sustituir. Es lo mejor. Voy y se lo digo.

– No quiero que vayas a hablar con nadie.

La madre entra en la casa con el bulto de ropa seca y la coloca sobre una silla. Luego saca una esportilla de carbón vegetal y mete algunos trozos bajo el hornillo.

– Enseguida va a estar el agua caliente – dice.

El hijo no contesta. Sentado sobre una silla baja hace papilla unos pétalos rojos de geranios que al entrar ha cortado del arriate. Luego, con los ojos fijos en la tira de papel impregnada de aceite que la madre ha colocado bajo el hornillo después de prenderle fuego, pasa los dedos manchados de rojo por el antebrazo.

Las llamas suben rojas lamiendo la tira de papel que desprende un tufo acre y van prendiendo lentamente la carboncilla. La madre aventa la hornilla con un soplillo de esparto y la habitación, sin chimenea, se llena de un humo blanquecino que le hace de nuevo toser.

– Sal al corral. Ya te sacaré el café en cuanto esté hecho -dice la madre-. No es bueno que respires esto.

Continúa inmóvil, con las manos y los brazos manchados con la pulpa roja de la flor hasta que la tos se le encabrita en la garganta y tiene que salir al corral, pálido, con el pañuelo en la boca, perdida la mirada, vidriosos los ojos, con la respiración jadeante y con el regusto dulce y acaramelado de la sangre en los labios, para sentarse convulso sobre el poyo de cemento.

Unas nubes torpes, cansinas, lentas, grises y violetas, avanzan por el cielo, y los últimos guiños de sol arrancan reflejos nacarados a los azulejos de la espadaña de la iglesia y a las torres gemelas del molino aceitero.

La punzada que ahora le inmoviliza es, más que de dolor, de leve cosquilla, y su misma tos, más que tos es como el susurro nervioso que los niños de pecho emiten cuando por primera vez el médico les coloca la cucharilla de plata bajo la campanilla, sujetándole la lengua para contemplar las amígdalas inflamadas.

De dentro de la casa llega la voz de la madre diciendo al hijo que no se impaciente, que ya el agua está hirviendo, que no tardará sino unos instantes en servirle una buena taza de café caliente.

Antes de echar a andar pone derecha la costura de las medias y corre un punto más en la hebilla de su cinturón que sujeta la amplia falda plisada. Sus tacones tirotean el pavimento, fijas las pupilas en los extremos de la toca blanca que la precede en el interminable pasillo de mármol blanco.