Quizá por aquello del pelo de caracolito fue por lo que supo engatusarla y llevarla al altar y hacerla su mujer, una vez licenciado, a pesar de que ella había paseado con los oficiales italianos y hasta se decía la encontraron una tarde en la estación, en un departamento de primera, en la vía muerta, con el segundo teniente Vinicio, oficial de aprovisionamiento de los Camisas Negras,

No hubo dote, pero se la entregaron sin querer con largueza con aquel "torito" de cuatro mil kilos cuando todavía pelaba la pava en el zaguán. Y volante de día y volante de noche, y volante sorteando a los de tráfico y a los de Fiscalía, siempre dispuesta la cartera y siempre aliviando ajenas calamidades de aquel año cuarenta. A los dos años regulaba el transporte sólo con mercancías garantizadas a todo riesgo, por quien podía hacerlo.

A los cuatro de casado, cuando se evidenciaba el desembarco angloamericano en Europa, adquirió la casita de la playa. Todo el mundo a la sierra, a huir de la posible Escuadra fantasma que podía de un momento a otro sorprender las costas del Sur. No desembarcaron sino chocolatinas en bolsas de plástico, latas flotantes de nescafé y de cigarrillos, y píldoras para espantar el sueño.

Y él sonreía allí en la playa – como ha sonreído ahora hasta unos minutos antes de su muerte – frente al mar solitario, sentado en la terraza, contemplando la estela luminosa del faro.

Precisaron – ajustaron fechas, una noche con los labios pegados – que también ella estaba aquel primer año en la playa con la colonia escolar, con un gran lazo blanco sobre el pelo, haciendo castillos en la arena, y que quizá jugaba delante de él, delante mismo de la terraza de la casa donde él acariciaba a sus hijos y fumaba vegueros aromáticos y bebía satisfecho su copa de coñac y movía con la cucharilla de electro plata el café mientras los pescadores sacaban el copo y la playa aparecía tranquila y desierta a pesar de ser julio, con la mandanga caliginosa cayendo tórrida sobre las ciudades del Sur.

Siente sed: una sed llegada de pronto que le seca el paladar y que hace se le pegue la lengua al cielo de la boca. Siente también ganas de llorar, pero ninguna lágrima es capaz de salir de sus ojos. Sin embargo, es necesario llorar y lo intenta hasta que por fin las lágrimas afluyen a tropel a fuerza de forzar la imagen de la muerte: de los que agonizan en el hospital, de las madres que han perdido al hijo, de los hijos que al nacer han perdido la madre, de los enfermos que sufren, de los que padecen la larga agonía del dolor. Y el tropel de lágrimas estropea su maquillaje y resbala por sus mejillas y descolora el carmín de sus labios.

El teléfono está allí, sobre la mesa, a menos de dos cuartas de sus dedos, de sus uñas puntiagudas levemente sonrosadas de esmalte; pero no se atreve a tocarlo. Cada vez que intenta descolgar el auricular y solicitar comunicación devuelve las manos al regazo una y otra vez, hasta que inconscientemente toma el bolso de rafia y lo abre y saca un paquete de cigarrillos y prende uno con el encendedor de plata sobredorada – gemelo al que ha quedado con todo el resto de las prendas personales en el bolsillo interior de él -. Da una chupada honda y el humo le entra como un chorro en los pulmones, para expulsarlo luego por la nariz de un golpe, como a él le gustaba que lo expulsara cuando los dos solos se quedaban en la oficina bebiendo sorbos de whisky, esperando la llegada del general de Aviación y de Jesusa, su amiga, que todas las semanas, cada vez que volvía de Tánger, traía a la oficina el rollo de películas pornográficas, que en un principio tanto le repugnaran, pero que al final se convirtieron en un mordiente que -junto con la "coca" – dejaba tensos los músculos y a punto el deseo.

El humo, en volutas azules, sube lento hasta la rinconera y queda enganchado en el arabesco de la marquetería. Una y otra bocanada, y otra más, aprisa, como si se fuera a acabar el mundo y fuera el último cigarrillo que fuera a fumar en la vida.

La sala de visitas ha quedado en penumbra. Por el corredor transcurren pasos, murmullos de ruedas de goma de camillas, breves pisadas. De tarde en tarde, llega también el grito del dolor soterrado, quizá sólo el eco del grito y no el grito mismo. Cuando el fuego mancha ya la rodada de carmín del cigarrillo y la candela está a punto de quemarle los labios, levanta el auricular. Todavía da una última chupada antes de marcar. Aplasta el cigarrillo con la puntera del zapato e introduce el dedo en el disco. Aún faltan unos minutos para que su voz se estrelle en el crepúsculo malva de los Alcores.

Candilazo. Ribazos cárdenos. Ribazos camuflados de manchas pardas y verdosas, militares manchas. Tornasol en las gavias vacías de tierra y de hombres. Candilazos para el poniente quebrado de cristales, de ventanas inauguradas tras la siesta, de persianas subidas a peso de garruchas chirriantes. El sol pierde totalmente el equilibrio y resbala por el muro que apuntala la bóveda en occidente.

Andrés sube lentamente la escalinata de ladrillos camino de su cuarto y rechaza la ayuda de la Mariquita que tras él, con la hamaca y los libros, tararea una melodía italiana mientras contempla las luces recién encendidas del pueblo, luminaria veraniega que le trae el recuerdo de las fiestas que se aproximan a paso de gallo, de los tiovivos del prado comunal, de las voladoras; de los bueyes tocados de espejos, portadores del estandarte oro y violeta de San Miguel y de la bandera azul y blanca de la Furísima; de los cohetes altos sorprendidos de palmeras que se abren sobre la plaza y llegan más alto aún que el campanario de la iglesia; de las carretas de sacos y de cintas; del olor a sudor de la caballada el día de la romería; de los besos a hurtadillas al anochecer en el soto de Torrijos; del baile en las callejas solitarias al compás de la música de los tenderetes; de las funciones del pequeño circo de lona listado de almagra y añil donde un hombre, desnudo medio cuerpo, escupe fuego por la boca y donde los perritos enanos bailan vestidos de muñecas al compás del vals.

De la calle llega el murmullo del juego de los niños – de los otros niños que no visten harapos, sino listadas marsellesas y pantalones vaqueros -. Andrés da un golpe sobre el trasero de la Mariquita cuando ella se adelanta con la hamaca y los libros al llegar al porche:

– ¿En qué piensas?.

– En nada. ¿En qué quieres que piense?. Lo que quiero es que no me gastes bromas de mano.

– Piensas en tu novio.

– No tengo novio.

La mirada de la madre, acodada en la baranda, se pierde en la perpendicular de la calle. Por primera vez no se ha preocupado de que su hijo abandone el jardín antes que empiece a caer la blandura nocturna. Lo ve subir la escalera sin advertir que ya casi es de noche y que los pájaros no patinan sobre las acacias.

– Hoy te has librado por tablas – dice Mariquita -. Porque tu madre parece que está hoy en la inopia, que sino…hace más de una hora que debías ya estar dentro.

– Te metes en lo que te importa -dice antes de tomar la escalera para subir a su cuarto.

Mariquita se queda todavía un momento en el hall mirando las luces del pueblo.

Cuando llega a su alcoba se desnuda, enciende la pantalla de la mesilla de noche, y se sumerge nadando – de manos de Salgari -en el mar de los Sargazos. Cuando gana ya la costa acantilada, desgarrada la ropa con los zarpazos de los golpes de mar, llegan los gritos de la calle:

– Mari, Mari, Mariiiii…

Eugenio, Toto y Antonio, remolonean en el cancel, obstinados, feroces, borrachines: -Mari, Mari, Mariiii…

Llega enseguida la voz de Mari disculpándose ante su madre:

– Señora, que yo no tengo la culpa que me persigan esos golfos, esos trápalas, esos pendones, señora. La voz de Toto se distingue del resto de las voces: -¡Anda sal, Mari, que está aquí el Eugenio!. Sal, mujer, que no se diga que no quieres verle; que no se diga que no eres capaz de bajar a ver a tu antiguo pretendiente.

El timbre del teléfono suena insistentemente. Oye a su madre hablar con Mariquita en voz baja:

– Si quiere usted, señora, bajo y les pongo las peras a cuarto a esos gamberros. Y si usted cree que yo tengo la culpa porque les he dicho que vengan, está usted equivocada – Mariquita solloza y da patadas en el suelo -. Está usted muy equivocada, porque una sabe respetar y una no es de las que está de picos pardos con unos y con otros.

El timbre del teléfono continua su cantinela, pero ninguna de las dos parece oírle. Por un momento está tentado a saltar de la cama y salir al corredor para coger el auricular, pero se arrepiente, hace un gesto vago y continúa leyendo.

De la calle siguen llegando los gritos:

– Mari, Mari, Mari…

Y la voz de Mari:

– Si usted quiere que baje, si me da permiso, yo le aseguro a usted que no se vuelve a repetir esto. Porque no es sólo que bajo sino que es que me voy derecha y llamo a un guardia y a esos golfos borrachos, que es lo que son, unos borrachos, les quito yo la borrachera. Ya verán si les quito la borrachera de momento. Están llamando al teléfono, señora -se interrumpe-. Voy a ver quien es.

– Deja.

– Puedo ir yo, señora.

– Deja. Es igual. Baja si quieres y no me armes escándalo. Les dices a tus amigos que la próxima vez que vengan a esta casa atropellando lo pongo en conocimiento del alcalde.

Mariquita atraviesa el hall, baja la escalera de ladrillos y atraviesa el jardín. Toto, con la cabeza dentro de la verja, recibe la bofetada que le da Mariquita sin rechistar. Luego se pone a llorar como un niño. Eugenio y Antonio lo toman del brazo y lo alejan de la cancela. Mariquita también solloza cuando atraviesa de regreso el jardín. Sube la escalera mordiéndose los labios y mirándose la mano que ha caído dura y rotunda sobre la mejilla de Toto.

Cuando Mariquita regresa al hall es cuando ella toma el auricular. Los minutos que Mariquita ha empleado en ir y venir hasta el cancel han sido los mismos que ella ha necesitado – como si a través del hilo pudiera llegar su imagen – para dejar resbalar las manos por las caderas para poner derecho el sesgo de su falda y pasar luego suavemente la palma de sus manos por los cabellos. Antes de descolgar el teléfono se ha sentado con las piernas cruzadas sobre la butaca.

Se sorprende de que, al otro lado del hilo, sea una voz femenina la que hable; una voz gangosa y gutural que tartamudea. De la calle llegan de nuevo los gritos llamando a la Mariquita. La voz se adelgaza y se quiebra como un cristal. El escape de un camión que cruza la Colonia le hace fruncir los labios y tapar con las manos el aparato. Es ahora Eugenio el que estremece de nuevo el añil desvaído de la anochecida: "Mari, Mari, Mari…". Logra por fin reconocer la voz que le habla atropelladamente de viaje, de urgencia, de muerte.