En el cancel, insisten, haciendo sonar con una piedra un envase de latón, y la voz de Eugenio se eleva bravucona:

– Baja, Mari. A ver si eres capaz de darme a mi también. A ver si te atreves.

Niña-Linda y el gringo roncan en la alcoba matrimonial su siesta india en sueño encadenado hasta el alba. Como todos los días, ella queda desvelada después del baño y del almuerzo en el "living", a la querencia de los cigarrillos y del alcohol.

Le vuelan los azacuanes por el techo raso. Le sobrevuelan las sienes los zopilotes. El sudor revienta de su piel cenicienta y, en riadas, le empapa el güipil. Casi borracha ya, el susto gallináceo de las auras le hace cerrar los párpados. Se imagina estar sentada sobre la tierra roja en mitad del desierto, o sobre la roca calmada de un peñasco en mitad de la pradera esmeralda con un "smith" hueso colgado a la cintura al lado del centinela que aguarda el paso del regimiento federado, como en los días lejanos de su infancia, antes de que su padre fuera admitido como emigrante para trabajar de peón agrícola en la Unión y atravesara un día el Río Grande y tuviera que aprender un nuevo idioma y olvidar su graduación de oficial en el ejército revolucionario, y enseñar el nuevo idioma a sus hijos y hacerlos ir al "scholl-children" y más tarde dejarlos libres para que marcharan hacia el Este: Hacia Nueva Orleans Horacio, y hacia Chicago Juan Diego, y ella hasta Nueva York con el hombre que pasó reclutando muchachas para las revistas musicales, y que llegó un día al poblado fronterizo masticando un habano; muchachas delgadas con las caderas ceñidas y las piernas bien hechas, obligándolas a enseñárselas hasta la línea de la ingle delante mismo de la familia sin dejar de masticar impasible su veguero baboso, mientras ultimaba las condiciones del contrato y recogía la autorización y la firma de los padres de cada una de aquellas hijas de emigrantes mestizos antes de ir metiéndolas a todas en su automóvil y recogiendo sus equipajes para llevarlas al apeadero férreo y desde allí embarcarlas camino del Este, de un Nueva York algodonoso y frío, cerrado en sus muros de cemento, en donde vivió tres años mostrando cada noche las piernas embutidas en negras medias de malla, hasta la llegada de un ruidoso carnaval en que conociera al soldado que volvía de las guarniciones europeas a las que se había prometido no regresar sin llevar mujer a su lado.

El humo azul de su cigarrillo, a medio apagar sobre el cenicero, resbala por el tiro de aire de las rendijas del ventanal, o se desvanece en el sofá mismo donde está sentada, soñando despierta, aguantando el fustazo de su diaria borrachera de whisky o de ginebra, o de aguardiente a granel de la taberna de Florencio.

Le sobresaltan los golpes que llegan del jardín, el cimbronazo del cancel agitado y el timbre eléctrico. No tiene puesto sino el güipil. De cintura para abajo desnuda y descalza. Bosteza antes de levantarse y, por un momento, el "living" da vueltas sobre si mismo. El breve cuquillo de nylon le modela los sobremuslos sudorosos, le marca el delta de la ingle. Al incorporarse, el "living" gira una y cien veces sobre si mismo. Le parece oír el aullido agrio de los coyotes y la graznada seca de los sanates. Hace un lazo a la cinta de seda que le sujeta el pelo desmelenado sobre el hombro derecho, y que oculta el bordado del güipil, y abre la puerta. Luego baja dando camballadas, agarrándose al pasamano de la escalera y atraviesa el jardín después de dar la vuelta alrededor de la piscina. Ha bebido demasiado alcohol para notar la palidez de la Mariquita al llegar a la verja, ni el temblor de su voz, ni las lágrimas que le resbalan por el guiño de su tartamudez:

– Dice mi señorita, señorita. Dice mi señorita.

– Aclarate no más que me fatigas. Si vienes por la niña duerme. Y sabes además que no me gusta que salga de noche a la calle.

– No es eso lo que vengo a decirle. No es eso.

– Aclarate no más.

Mariquita castañea los dientes y no le sale el resuello del cuerpo. Tartamudea una y otra vez mientras se seca las lágrimas con el delantal.

– Andela, pasolera; que me asusta. Suceso de lágrima te has de traer para ponerte en este trance. ¿Te ves en trapo de cucaracha?. ¿Te perdió el novio?.

Mariquita gana los minutos perdidos con un chorro de urgencia mientras sujeta con las manos los picos del delantal y gesticula:

– Que dice mi señorita que han avisao que el señorito está grave, que se nos muere, que ha de llegar enseguida si quiere recogerle el aliento. Que si su esposo puede llevarla en el coche por el amor de Dios es lo que quiere.

Se le abre la boca con un gesto de incredulidad. Hasta ahora no advierte que ha bajado al jardín casi desnuda y se esfuerza inútilmente en alargar la falda del güipil:

– No puede ser. No es posible. Ayer tan derechito – se seca también una lágrima formada en un instante-. ¡Cual te dilataste en el recado!. ¡Anda y vola a darle el consentimiento!. ¡Ahorita despierto al esposo!. ¡Ahorita el "carro" está listo para bajar a la señora!. Diselo. Dile también que paso a echarme una ropilla y marcho enseguida a consolarle la desgracia. ¡Señor, guanaca muerte!. ¡Andele no más!.

– No adelante las cosas, doña Linda, que no ha muerto todavía el señorito.

– Ponte en lo peor.

Mariquita abandona el cancel y da una carrera por el acerado. Linda espera, asomada a la calle, verla entrar en la casa vecina. Luego, dando caniballadas, atraviesa de nuevo el jardín.

A través del seto de pitósporos de la medianía llegan los gritos. Andrés busca ya zapatos que, por no utilizar, han desaparecido de la circulación doméstica, trajes que le vienen estrechos, cuellos de camisas que no puede cerrar. Termina por calzarse unos zapatos de su padre y por vestirse un traje de su padre. Luego, inmóvil, sorprendido de si mismo, vestido con una chaqueta demasiado ancha y con unos pantalones que apenas le llegan a los tobillos, con una camisa que huele a tabaco y, a masaje facial y a perfume de mujer, cuenta los instantes que faltan para la salida del automóvil.

Ruedan por las vertientes de los tejados las campanadas de la torre de la iglesia, y el aire trae los compases de un viejo fox de la barraca del tiro al blanco. Junto a él, Mariquita le ofrece sus manos, frías, y él las toma y se echa luego en sus brazos como si fuera un niño.

El sargento mayor descorre las puertas del garaje sobre la arcada del soportal y pulsa el contacto. Linda abre la verja de hierro. El automóvil se desliza por el sendero enarenado y roza con las ruedas delanteras el bordillo de la acera hasta quedar aparcado delante de la casa vecina.

Niña-Linda, despierta ya, llora en la galería. Mariquita acaricia los cabellos de Andrés cuando entra en el automóvil precedido de su madre.

El "Ford" – rosa y blanco como un helado de fresa – enfila la calle y es enseguida un punto en la línea serpenteante de los Alcores solitarios.

* * *

Remoloneo de los preparativos de regreso que se alargan inexplicablemente. Parcheo de pinchazos que al entrar por la mañana en los brezales nadie se preocupó de arreglar hasta presumirse la vuelta, ya con las primeras sombras sobre el pinar y los primeros escalofríos húmedos tras la calma chicha del día asfixiante de julio.

Es necesario esperar, tras la impaciencia de los primeros pedalazos y las carreras cortas en zig-zag, en círculo, a que terminen los rezagados, a que, bajo una luz que ya no existe, se peguen los parches y se vuelvan a llenar las cámaras para ser probadas en la orilla, estirando la tripa roja de los neumáticos.

Todo se desarrolla en el calvero rodeado de despojos, de servilletas de papel, de trozos de cuerda, de envases de mantequilla y de foie gras.

No es posible dejar a nadie atrás. Quinito, insobornable, agenciándose imaginarias responsabilidades paternas que nadie va a exigirle, camina de un lado a otro repitiendo: "Volveremos todos juntos como hemos llegado. No quiero discos. Si hay que esperar se espera lo que haga falta". Sin embargo, chicos y chicas se dividen en grupos, en pandillas de afinidades descubiertas – recién inventadas – en el transcurso de casi doce horas.

Los últimos golpes de bomba se dan a prisa, casi con la serpiente multicolor ya en marcha. La anochecida encabrita los ojos de Momi, azules, inquietos, reventados de luces verdes, dilatadas las pupilas en la penumbra del misterio del bosque, tras la niebla pegajosa que empieza a envolver la pinada, anuncio de noche orillada de agua, de noche bruja y rapaz para los insectos que amanecerán en ella a su palpitación vital y que empiezan ya a moverse despacio, dejando su murmullo debajo de las hojas secas.

El peladeo lubrifica el silencio tenso de la carretera, sin un cuchicheo, sin una canción, jadeantes, agotadas las posibilidades físicas de toda una jornada, sólo con la fuerza precisa para la vuelta, y ya con todas las cestas de mimbre vacías, vacías todas las mochilas, vacíos todos los termos, y de nuevo el monstruo anillado hambriento, acostumbrado a su estricto reglamento, a sus horas cronometradas, disciplinadas, a la segunda merienda dos horas antes de la cena delante de los porches, con las piernas cruzadas, mientras se juega a las prendas y se llevan a cabo las confidencias adolescentes, o se cuentan las aventuras ocurridas durante el curso escolar mientras se sueñan las aventuras que a cambio debieron de haber realmente sucedido.

Los ojos de Momi, cargados de secretos goces, de vacaciones que empiezan a tener una razón de ser, sortean la rueda de la bicicleta que le precede, apenas imaginada en la sombra azul y tensa del asfalto. Sobran ya para ella todas las palabras, todos los medios tonos vacíos, sin sentido. Erguida y firme sobre los pedales, como un hermoso muchacho, con la melena corta que escobilla la brisa, se encuentra capaz si fuera preciso de cambiar el orden establecido de las cosas, capaz incluso de morir mientras mira fijamente el disco redondo de la luna, tenue y rojizo tras los estratos pálidos del cielo de verano; capaz de rendir en una hora el débil y femenino corazón de Lisi que pedalea al principio de la fila asediada de torpes y balbucientes promesas masculinas de las que no puede sentir celos porque cada hombre es siempre para ella un poco subirse sobre un poyete para mirar por la ventana de un cuarto de baño, un poco fumar lentamente un cigarro mientras sonríe y mira a hurtadillas los muslos tersos de las adolescentes a espaldas de su mujer, un poco huir y decirse muerto sin estarlo. Extraños, brutales, grandes cerdos siempre.