En el primer alto que hicieron para refrescarse en un arroyo y repartirse la merienda preparada por Nuria, se dio cuenta de cuan machucada estaba. Diego se burló de ella porque caminaba como pato, pero Bernardo le dio una pomada de yerbas, preparada por Lechuza Blanca, para que se frotara los miembros doloridos.

Al día siguiente al mediodía Bernardo señaló unas marcas en los árboles, que indicaban la cercanía de la tribu; así avisaban a otros indios cuando cambiaban de lugar. Instantes después les salieron al encuentro un par de hombres casi desnudos, con los cuerpos pintados y los arcos listos, pero al reconocer a Bernardo bajaron las armas y se acercaron a saludar. Hechas las presentaciones del caso, los condujeron entre los árboles hasta la aldea, un miserable conjunto de chozas de paja entre las que pululaban unos cuantos perros. Los indios silbaron y a los pocos minutos se materializaron de la nada los habitantes de aquel fantasmal villorrio, un patético grupo de indios, algunos desnudos y otros en harapos.

Con horror, Diego reconoció a su abuela Lechuza Blanca y a su madre. Necesitó varios segundos para reponerse de la angustia al verlas tan mal, desmontar de un salto y correr a abrazarlas. Había olvidado lo pobres que eran los indios, pero no había olvidado la fragancia de humo y de yerbas de su abuela, que le llegó directo al alma, así como el nuevo aroma de su madre. Regina olía a jabón de leche y agua de flores; Toypurnia olía a salvia y sudor.

– Diego, cómo has crecido… -murmuró la madre.

Toypurnia le hablaba en lengua indígena, los primeros sonidos que Diego oyera en su infancia y que no había olvidado. En ese idioma podían acariciarse, en español se trataban con formalidad, sin tocarse. La primera lengua era para sentimientos, la segunda para ideas. Las manos llenas de callos de Toypurnia palparon a su hijo, los brazos, el pecho, el cuello, reconociéndolo, midiéndolo, asustada de los cambios. Después le tocó el turno a la abuela de darle la bienvenida. Lechuza Blanca le levantó el cabello para estudiarle las orejas, como si ésa fuera la única forma de identificarlo sin margen de error.

Diego se echó a reír de buena gana y, tomándola por la cintura, la levantó un palmo del suelo. Pesaba muy poco, era como alzar a un niño, pero, bajo los trapos y pieles de conejo que la cubrían, Diego pudo apreciar su cuerpo fibroso y duro, pura madera. No estaba tan vieja ni tan frágil como le había parecido a simple vista.

Bernardo sólo tenía ojos para Rayo en la Noche y su hijo, el pequeño Diego, un chiquillo de cinco años, del color y la firmeza de un ladrillo, con ojos retintos y la misma risa de su madre, desnudo y armado con un arco y flechas en miniatura. Diego, quien había conocido a Rayo en la Noche en la infancia, cuando visitaba la aldea de su abuela, por las escasas referencias telepáticas de Bernardo y una carta del padre Mendoza, quedó impresionado por su belleza. Con ella y el niño, Bernardo parecía otro hombre, crecía en tamaño y se le iluminaba la expresión.

Pasada la primera euforia del encuentro, Diego se acordó de presentarles a Isabel, quien observaba la escena a cierta distancia. Por las anécdotas que Diego le había contado de su madre y su abuela, las imaginaba como figuras de cuadros epopéyicos donde los conquistadores salen retratados en refulgentes armaduras y los indígenas americanos parecen semidioses emplumados. Esas mujeres en los huesos, desgreñadas y sucias no se parecían ni remotamente a las de los cuadros de los museos, pero tenían la misma dignidad. No podía comunicarse con la abuela, pero al poco rato de llegar había intimado con Toypurnia. Se propuso visitarla a menudo, porque supuso que podía aprender mucho de esa extraña y sabia mujer. Así de indómita quisiera ser yo, pensó. La simpatía fue mutua, porque a Toypurnia le gustó la joven española de ojos bizcos. Creía que eso indica la capacidad de ver lo que los demás no ven.

De la tribu quedaba un grupo numeroso de niños, mujeres y viejos, pero sólo había cinco cazadores, que debían ir lejos para obtener una presa porque los blancos se habían repartido el terreno y lo defendían a tiros. A veces el hambre los incitaba a robar ganado, pero si eran sorprendidos lo pagaban con azotes o la horca. La mayoría de los hombres se empleaba en los ranchos, pero el clan de Lechuza Blanca y Toypurnia había preferido la libertad, con todos sus riesgos.

No tenían problemas con tribus guerreras gracias a la reputación de chamanes y curanderas de las dos mujeres. Si llegaban desconocidos al campamento era para pedir consejos y medicinas, que retribuían con comida y pieles. Habían sobrevivido, pero desde que Rafael Moncada y Carlos Alcázar se dedicaban a arrestar a los hombres jóvenes, no podían quedarse en un sitio fijo. La vida nómada había terminado con las plantaciones de maíz y otros granos, debían conformarse con hongos y frutos salvajes, pescado y carne, cuando la conseguían.

Bernardo y Rayo en la Noche trajeron el regalo que tenían para Diego, un corcel negro de grandes ojos inteligentes. Era Tornado, el potrillo sin madre que Bernardo conoció durante su rito de iniciación, siete años antes, y que Rayo en la Noche había amansado y había enseñado a obedecer con silbidos. Era un animal de noble estampa, un compañero espléndido. Diego le acarició la nariz y hundió la cara en su larga melena, repitiendo su nombre.

– Tendremos que mantenerte oculto, Tornado. Sólo te montará el Zorro -le dijo, y el caballo respondió con un relincho y una sacudida de cola.

El resto de la tarde se fue en asar unos mapaches y unos pájaros, que habían conseguido cazar, y en ponerse al día de las malas noticias.

Al caer la noche, Isabel, rendida, se envolvió en una manta y se quedó dormida junto al fuego. Entretanto, Toypurnia escuchó de boca de su hijo la tragedia de Alejandro de la Vega. Le confesó que lo echaba de menos, era el único hombre al que había amado, pero no había podido permanecer casada con él. Prefería la miserable existencia nómada de su tribu a los lujos de la hacienda, donde se sentía prisionera. Había pasado la infancia y la juventud al aire libre, no soportaba la opresión de paredes de adobe y un techo sobre su cabeza, el estiramiento de las costumbres, la incomodidad de los vestidos españoles, el peso del cristianismo.

Con la edad Alejandro se había vuelto más severo para juzgar al prójimo. Al final tenían poco en común, y cuando el hijo se les fue a España y se les enfrió la pasión de la juventud, no quedó nada. Sin embargo, se conmovió al oír la suerte de su marido y ofreció su ayuda para rescatarlo de la mazmorra y esconderlo en lo más recóndito de la naturaleza. California era muy vasta y Toypurnia conocía casi todos los senderos.

Le confirmó que las sospechas del padre Mendoza eran ciertas.

– Desde hace un par de meses tienen una barcaza grande anclada en el mar, cerca de los bancos de ostras, y transportan a los presos en botes pequeños -dijo Toypurnia.

Le explicó que se habían llevado a varios jóvenes de la tribu y que los obligaban a bucear desde el amanecer hasta la puesta del sol. Los bajaban al fondo atados con una cuerda, con una piedra como peso y un canasto para echar las ostras. Cuando tiraban de la cuerda, los izaban al bote. La cosecha del día se depositaba en la barcaza, donde otros presos abrían las ostras en busca de las perlas, tarea que les destrozaba las manos.

Toypurnia suponía que entre ellos estaba Alejandro, porque era demasiado viejo para bucear y que los presos dormían en la playa, encadenados sobre la arena y pasaban hambre, porque nadie puede vivir sólo de ostras.

– No veo cómo puedes salvar a tu padre de ese infierno -dijo

Sería imposible mientras estuviera en el barco, pero Diego sabía por el padre Mendoza, que un cura visitaría la prisión. Moncada y Alcázar, que debían mantener en secreto el asunto de las perlas habían suspendido la operación por unos días, para que los presos se hallaran en El Diablo cuando llegara el cura. Ésa sería su única oportunidad, explicó.

Comprendió que sería imposible ocultar la identidad del Zorro a su madre y su abuela, las necesitaba en este caso. Al hablarles del Zorro y de sus planes, él mismo se dio cuenta de que sus palabras sonaban a pura demencia, por lo mismo le sorprendió que las dos mujeres no se inmutaran, como si la idea de ponerse una máscara y asaltar El Diablo fuera un asunto normal.

Las dos prometieron guardar el secreto. Acordaron que dentro de unos días Bernardo, acompañado por tres hombres de la tribu, los más atléticos y valientes, se presentarían con varios caballos en La Cruz de las Calaveras, a pocas leguas de El Diablo, un cruce de caminos donde habían ahorcado a dos bandidos. Sus calaveras, blanqueadas por la lluvia y el sol, seguían expuestas sobre una cruz de madera. A los indios no les informarían de los detalles, porque mientras menos supieran, mejor, en caso de que fueran apresados. Diego explicó a grandes rasgos su plan para rescatar a su padre y, en lo posible, a los demás presos. La mayoría eran indígenas, conocían muy bien el terreno y, si disponían de alguna ventaja, correrían a perderse en la naturaleza.

Lechuza Blanca le contó que muchos indios trabajaron en la construcción de El Diablo, entre ellos su propio hermano, a quien los blancos llamaban Arsenio, pero su nombre verdadero era Ojos que ven en la Sombra. Era ciego, y los indios suponían que quienes nacen sin ver la luz del sol pueden ver en la oscuridad, como los murciélagos, y Arsenio era un buen ejemplo.

Tenía habilidad con las manos, fabricaba herramientas y podía reparar cualquier mecanismo. Conocía la prisión como nadie, se movía adentro sin tropiezos porque había sido su único mundo desde hacía cuarenta años. Trabajaba allí desde mucho antes de la llegada de Carlos Alcázar y llevaba la cuenta en su prodigiosa memoria de todos los prisioneros que habían pasado por El Diablo.

La abuela le entregó a Diego unas plumas de lechuza.

– Tal vez mi hermano pueda ayudarte. Si lo ves, dile que eres mi nieto y dale las plumas, así sabrá que no mientes -le dijo.

Al día siguiente, muy temprano, Diego emprendió el viaje de regreso a la misión, después de acordar con Bernardo el sitio y el momento en que volverían a encontrarse. Bernardo se quedó con la tribu para preparar su parte del equipo con algunos materiales que habían sustraído de la misión a espaldas del padre Mendoza. «Éste es uno de esos raros casos en que el fin justifica los medios», había asegurado Diego mientras saqueaban la bodega del misionero en busca de una cuerda larga, salitre, polvo de cinc y mechas.