QUINTA PARTE Alta California, 1815

Diego, Isabel y Nuria se embarcaron en una goleta en el puerto de Nueva Orleáns en la primavera de 1815. Juliana quedó atrás. Lamento que así fuera, porque todo lector de buen corazón espera un desenlace romántico en favor del héroe. Comprendo que la decisión de Juliana es decepcionante, pero no podía ser de otro modo, ya que en su lugar la mayoría de las mujeres hubiese actuado igual. Devolver a un pecador al buen camino es un proyecto irresistible y Juliana se lo propuso con celo religioso. Isabel le preguntó por qué nunca intentó hacer lo mismo con Rafael Moncada y ella le explicó que el esfuerzo no valía la pena, porque Moncada no era hombre de vicios estupendos, como Laffite, sino de mezquindades. «Y ésas, como todo el mundo sabe, no tienen cura», agregó la bella. En esa época al Zorro todavía le faltaba mucho para merecer que una mujer se diera el trabajo de reformarlo.

Hemos llegado a la quinta y última parte de este libro. Falta poco para despedirnos, estimados lectores, ya que la historia concluye cuando el héroe regresa al punto de partida, transformado por sus aventuras y por los obstáculos superados. Esto es lo habitual en las narraciones épicas, desde la Odisea hasta los cuentos de hadas, y no seré yo quien pretenda innovar.

La tremenda alharaca que armó Diego al conocer la decisión de Juliana de quedarse con Laffite en Nueva Orleáns no sirvió de nada, porque ella se lo sacudió de encima como a un mosquito. ¿Quién era Diego para darle órdenes? Ni siquiera estaban unidos por lazos de sangre, alegó. Además, ella tenía edad sobrada para saber lo que le convenía.

Como último recurso, Diego desafió al pirata en duelo a muerte «para defender el honor de la señorita De Romeu», como dijo, pero entonces éste le informó de que esa misma mañana se habían casado en una parroquia criolla en estricta privacidad, sin más testigos que su hermano Pierre y madame Odilia. Lo habían hecho así para evitar las escenas que sin duda armarían quienes no entendían las urgencias del amor. No había nada que hacer, la unión era legal. Así Diego perdió para siempre a su amada y, presa de la mayor angustia, juró permanecer célibe para el resto de sus días.

Nadie le creyó. Isabel le hizo ver que Laffite no duraría mucho en este mundo, dado su peligroso estilo de vida, y que, apenas Juliana quedara viuda, él podría volver a perseguirla hasta el cansancio, pero este argumento fue insuficiente consuelo para Diego.

Nuria e Isabel se despidieron de Juliana con mucho llanto, a pesar de las promesas de Laffite de que irían pronto a California a visitarlas. Nuria, quien consideraba a las niñas De Romeu como sus propias hijas, dudaba entre quedarse con Juliana para defenderla del vudú, los piratas y otros sinsabores, que sin duda le deparaba el destino, o seguir a California con Isabel, quien, a pesar de ser varios años más joven, la necesitaba menos. Juliana resolvió el dilema exigiéndole que se fuera, porque la reputación de Isabel quedaría tiznada para siempre si viajaba sola con Diego de la Vega. Como regalo de despedida, Laffite le dio a la dueña una cadena de oro y una pieza de la seda más fina. Nuria la escogió de color negro, por el luto.

La goleta se alejó del puerto en medio de un chubasco caliente, como tantos que ocurrían a diario en esa época, y Juliana quedó bañada en lágrimas y salpicada de lluvia, con el pequeño Pierre en los brazos, escoltada por su inefable corsario y la reina de Senegal, constituida en su instructora y guardiana. Juliana vestía con sencillez, a gusto de su marido, e irradiaba tanta dicha, que Diego se echó a llorar. Nunca le había parecido tan hermosa como en el momento de perderla.

Juliana y Laffite formaban una pareja espléndida, él todo de negro con un loro en el hombro, ella de muselina blanca, ambos protegidos a medias por los paraguas que sostenían dos muchachas africanas, antes esclavas y ahora libres.

Nuria se cerró en su cabina para que no la vieran llorando a gritos, mientras Diego e Isabel, desconsolados, les hacían adiós con las manos hasta perderlos de vista. Diego tragaba lágrimas por las razones que conocemos e Isabel porque se separaba de su hermana. Además, hay que decirlo, se había hecho ilusiones respecto a Laffite, el primer hombre en llamarla hermosa. Así es la vida, pura ironía. Retomemos la historia.

El barco llevó a nuestros personajes a Cuba. La histórica ciudad de La Habana, con sus casas coloniales y su largo malecón, bañada por el mar cristalino y la luz imposible del Caribe, ofrecía placeres decadentes que ninguno supo aprovechar, Diego por despechado, Nuria por sentirse vieja, e Isabel porque no se lo permitieron. Vigilada por los otros dos, la joven no pudo visitar los casinos ni participar en los desfiles de alegres músicos callejeros. Pobres y ricos, blancos y negros, comían en las tabernas y en los mesones de la calle, bebían ron sin medida y bailaban hasta el alba.

Si le hubiesen dado la oportunidad, Isabel habría renunciado a la virtud española, que de poco le había servido hasta entonces, para incursionar en la lujuria caribeña, que parecía harto más interesante, pero se quedó con las ganas. Por el dueño del hotel obtuvieron noticias de Santiago de León. El capitán había logrado llegar a salvo a Cuba con los otros sobrevivientes del ataque de los corsarios y apenas se recuperó de la insolación y el susto se embarcó hacia Inglaterra. Pensaba cobrar un seguro y retirarse a una casita en el campo, donde seguiría dibujando mapas fantásticos para coleccionistas de rarezas.

Los tres amigos permanecieron en La Habana varios días, que Diego aprovechó para mandar a hacer un par de atuendos completos de Zorro, copiados de Jean Laffite. Al verse en el espejo de la sastrería debió admitir que su rival era de una elegancia incuestionable. Se miró de frente y de perfil, puso una mano en la cadera y otra en la empuñadura de su arma, levantó el mentón y sonrió muy satisfecho, tenía dientes perfectos y le gustaba lucirlos. Pensó que se veía magnífico.

Por primera vez lamentó el asunto de la doble personalidad, le gustaría andar siempre vestido así. «En fin, no se puede tener todo en la vida», suspiró. Sólo faltaban la máscara para aplastarse las orejas y el bigotillo postizo para despistar a sus enemigos y el Zorro estaría listo para aparecer donde su espada fuese requerida. «A propósito, guapo, necesitas una segunda espada», le dijo a la imagen del espejo. Nunca se separaría de su querida Justina, pero un solo acero no era suficiente.

Hizo enviar sus nuevas galas al hotel y se fue a recorrer las armerías del puerto en busca de una espada parecida a la que le había regalado Pelayo. Encontró exactamente lo que deseaba y compró también un par de dagas moriscas, delgadas y flexibles, pero muy fuertes. El dinero mal habido en los garitos de juego de Nueva Orleáns se le fue de las manos rápidamente y unos días más tarde, cuando pudieron embarcarse rumbo a Portobelo, iba tan pobre como cuando lo secuestró Jean Laffite.

Para Diego, quien había atravesado antes el istmo de Panamá en sentido contrario, esa parte del viaje no resultó tan interesante como para Nuria e Isabel, que jamás habían visto sapos ponzoñosos y mucho menos indígenas desnudos. Horrorizada, Nuria clavó los ojos en el río Chagres, convencida de que sus peores temores sobre el salvajismo de las Américas se veían confirmados. Isabel, en cambio, aprovechó aquel despliegue de nudismo para satisfacer una antigua curiosidad. Hacía años que se preguntaba cómo sería la diferencia entre hombres y mujeres. Se llevó una desilusión, porque esa diferencia cabía holgadamente en su bolso, como le comentó a su dueña. En todo caso, gracias a los rosarios de Nuria se libraron de contraer malaria o ser mordidos por víboras y llegaron sin tropiezos al puerto de Panamá. Allí consiguieron un barco que los llevó a Alta California.

El barco echó el ancla en el pequeño puerto de San Pedro, cerca de Los Ángeles, y los viajeros fueron conducidos en un bote a la playa. No fue fácil descender a Nuria por la escalera de cuerda. Un marinero de buena voluntad y firmes músculos la cogió por la cintura sin pedirle permiso, se la echó al hombro y la bajó como si fuese un saco de azúcar. Al acercarse a tierra vieron la figura de un indio que les hacía señas con la mano. Momentos después Diego e Isabel empezaron a lanzar gritos de alegría al reconocer a Bernardo.

– ¿Cómo sabía que llegábamos hoy? -preguntó Nuria, extrañada.

– Yo le avisé -replicó Diego, sin ofrecer explicaciones de cómo lo había hecho.

Bernardo había aguardado en ese lugar desde hacía más de una semana, cuando tuvo el claro presentimiento de que su hermano estaba por llegar. No dudó del mensaje telepático y se instaló a otear el mar con infinita paciencia, seguro de que tarde o temprano aparecería una nave en el horizonte. No sabía que Diego venía acompañado, pero calculó que traería bastante equipaje, por eso había tomado la precaución de llevar varios caballos. Había cambiado tanto, que a Nuria le costó reconocer en ese indio fornido al discreto criado que había conocido en Barcelona.

Bernardo vestía sólo un pantalón de lienzo sujeto a la cintura con una faja de cuero de vaca. Estaba muy tostado por el sol, con la piel muy oscura y el pelo largo y trenzado. Llevaba un puñal al cinto y un mosquete colgado a la espalda.

– ¿Cómo están mis padres? ¿Y Rayo en la Noche y tu hijo? -fueron las primeras inquietudes de Diego.

Por señas Bernardo contestó que había malas noticias y debían ir en directo a la misión San Gabriel, donde el padre Mendoza les daría las explicaciones del caso. Él mismo había estado viviendo entre los indios desde hacía varios meses y no estaba al tanto de los detalles.

Ataron parte del equipaje en uno de los caballos, enterraron el resto en la arena y marcaron el sitio con piedras, para retirarlo más tarde, luego montaron en las otras cabalgaduras y enfilaron hacia la misión. Diego se dio cuenta de que Bernardo los llevaba por un desvío, evitando el Camino Real y la hacienda De la Vega. Después de galopar algunas leguas vieron los terrenos de la misión.

A Diego se le escapó una exclamación de sorpresa al comprobar que los campos plantados con tanta dedicación por el padre Mendoza habían sido invadidos por la maleza, a los techos les faltaban la mitad de las tejas y las cabañas de los neófitos parecían abandonadas. Reinaba un aire de miseria en lo que antes fuera una propiedad muy próspera. Al ruido de cascos surgieron unas cuantas indias con sus críos a la zaga y pocos instantes después apareció el padre Mendoza en el patio.