– Esto vale mucho, Juliana. Alcanza de más para comprar a los esclavos, pagar su rescate, el de sus amigos y viajar a California. También hay para su dote y la de su hermana -dijo.

Juliana no había imaginado que esos guijarros de colores sirvieran para tanto. Dividió las piedras en dos montoncitos, uno grande y otro más pequeño, envolvió el primero en el pañuelo, se lo puso en el escote y dejó el resto sobre la mesa. Hizo ademán de retirarse, pero él se puso de pie, agitado, y la detuvo por un brazo.

– ¿Qué hará con los esclavos?

– Quitarles las cadenas, antes que nada, luego veré cómo ayudarlos.

– Está bien. Es usted libre, Juliana. Me ocuparé de que pueda partir pronto. Perdóneme los sinsabores que le he hecho pasar, no sabe cuánto desearía que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias. Por favor, acepte esto como un regalo mío -dijo el pirata, entregándole las piedras que ella había dejado sobre la mesa.

Juliana había requerido de todas sus fuerzas para enfrentar a ese hombre y ahora ese gesto la desarmaba por completo. No estaba segura de su significado, pero el instinto le advertía de que el sentimiento que la trastornaba era correspondido a plenitud por Laffite: el regalo era una declaración de amor. El corsario la vio vacilar y sin pensar la tomó en sus brazos y la besó de lleno en la boca. Fue el primer beso de amor de Juliana y seguramente el más largo e intenso que habría de recibir en su vida. En cualquier caso, fue el más memorable, como siempre ocurre con el primero. La proximidad del pirata, sus brazos envolviéndola, su aliento, su calor, su olor viril, su lengua dentro de su propia boca, la remecieron hasta los huesos. Se había preparado para ese momento con centenares de novelas de amor, con años imaginando al galán predestinado para ella. Deseaba a Laffite con una pasión recién estrenada, pero con una certeza antigua y absoluta.

Jamás amaría a otro, ese amor prohibido sería el único que tendría en este mundo. Se aferró a él, sujetándolo a dos manos por la camisa, y le devolvió el beso con igual intensidad, mientras se desgarraba por dentro, porque sabía que esa caricia era una despedida.

Cuando por fin lograron separarse, ella se recostó en el pecho del pirata, mareada, tratando de recuperar la respiración y el ritmo del corazón, mientras él repetía su nombre, Juliana, Juliana, en un largo murmullo.

– Debo irme -dijo ella, desprendiéndose.

– La amo con toda mi alma, Juliana, pero también amo a Catherine. Nunca la abandonaré. ¿Puede entender eso?

– Sí, Jean. Mi desgracia es haberme enamorado de usted y saber que nunca podremos estar juntos. Pero le amo más por su fidelidad a Catherine. Dios quiera que ella se reponga pronto y que sean felices…

Jean Laffite quiso besarla de nuevo, pero ella se retiró corriendo. Ninguno de los dos, turbados como estaban, alcanzó a ver a madame Odilia, quien había presenciado la escena a corta distancia.

A Juliana no le cabía duda de que su vida había terminado. No valía la pena seguir en este mundo separada de Jean. Prefería morir, como las heroínas trágicas de la literatura, pero no sospechaba cómo se contrae tuberculosis u otra enfermedad fina, y despacharse de tifus le resultaba indigno. Descartó morir por su propia mano porque, por muy profundo que fuese su sufrimiento, no podía condenarse al infierno; ni siquiera Laffite merecía tal sacrificio. Además, si ella se suicidaba, Isabel y Nuria se llevarían una molestia. Hacerse monja se vislumbraba como la única opción, pero la idea de usar un hábito en el calor de Nueva Orleáns era poco tentadora. Imaginaba lo que diría su difunto padre, quien con el favor de Dios había sido siempre ateo, si supiera de sus intenciones. Tomás de Romeu habría preferido verla casada con un pirata antes que de monja. Lo mejor sería partir de allí apenas consiguiera transporte y acabar sus días cuidando indios bajo las órdenes del padre Mendoza, quien era un buen hombre, según Diego. Atesoraría el recuerdo claro y limpio de aquel beso y la imagen de Jean Laffite, de su rostro apasionado, sus ojos de azabache, su melena peinada hacia atrás, su cuello y su pecho asomando de la camisa de seda negra, su cadena de oro, sus firmes manos abrazándola. No tenía el alivio del llanto. Estaba seca, había gastado su reserva completa de lágrimas en los días anteriores y creía que no lloraría más en su vida.

En eso estaba, mirando la playa por la ventana y sufriendo callada el dolor de su corazón destrozado, cuando sintió la presencia de alguien a su espalda. Era madame Odilia, más espectacular que nunca, toda de lino blanco, con un turbante del mismo color, varios collares de ámbar, pulseras en los brazos y pendientes de oro en las orejas. Una reina de Senegal, como su madre.

– Te has enamorado de Jean -dijo en un tono neutro, tuteándola por primera vez.

– No se preocupe, madame, nunca me interpondría entre su hija y su yerno. Me iré de aquí y él me olvidará -replicó Juliana.

– ¿Para qué compraste a los esclavos?

– Para liberarlos. ¿Puede usted ayudarlos? He oído que los cuáqueros protegen a los esclavos y los conducen a Canadá, pero no sé cómo ponerme en contacto con ellos.

– En Nueva Orleáns hay muchos negros libres. Pueden encontrar trabajo y vivir allí, yo me haré cargo de colocarlos -dijo la reina.

Se quedó en silencio un rato largo, observando a Juliana con sus ojos de avellana, manoseando las pelotas de ámbar de sus collares, estudiándola, calculando. Por fin su dura mirada pareció suavizarse un poco.

– ¿Quieres ver a Catherine? -preguntó a boca de jarro.

– Sí, madame. Y me gustaría ver al niño también, para llevarme una imagen de ambos, así será más fácil para mí visualizar desde California la felicidad de Jean.

Madame Odilia condujo a Juliana a otra ala de la casa, tan limpia y bien decorada como el resto, donde había instalado una guardería para su nieto. Parecía el cuarto de un pequeño príncipe europeo, salvo por los fetiches de vudú que lo protegían del mal de ojo. En una cuna de bronce con vuelos de encaje dormía Pierre, acompañado por su aya de leche, una negra joven de grandes senos y ojos lánguidos, y una niña de cortos años, encargada de mover los ventiladores.

La abuela apartó el mosquitero y Juliana se inclinó para ver al hijo del hombre que adoraba. Le pareció precioso. No había visto muchos críos con quienes compararlo, pero hubiera jurado que no había otro más lindo en el mundo. Tenía puesto solamente un pañal y estaba de espaldas, abierto de brazos y piernas, abandonado al sueño. Con un gesto, madame Odilia la autorizó para sacarlo de la cuna. Cuando lo tuvo en brazos y pudo oler su cabeza casi calva, ver su sonrisa sin dientes, tocar sus dedos como gusanitos, la enorme piedra negra que tenía en el pecho pareció reducirse, desgranarse, desaparecer. Empezó a besarlo por todas partes; los pies desnudos, la panza con el ombligo salido, el cuello húmedo de sudor, y entonces un río de lágrimas calientes le bañó la cara y cayó sobre la criatura. No lloraba de celos por lo que nunca tendría, sino de irreprimible ternura. La abuela puso a Pierre en la cuna y con una palabra, le indicó que la siguiera.

Cruzaron el jardín de naranjos y oleandros, se alejaron de la casa y llegaron a la playa, donde ya las esperaba un remero con un bote para conducirlas a Nueva Orleáns. Recorrieron deprisa las calles del centro y cruzaron el cementerio. Las inundaciones impedían enterrar a los muertos bajo tierra, de modo que el cementerio era una pequeña ciudad de mausoleos, algunos decorados con estatuas de mármol, otros con rejas de hierro forjado, cúpulas y campanarios.

Un poco más allá vieron una calle de casas altas y angostas, todas iguales, con una puerta al centro y una ventana a cada lado. Las llamaban «de tiro», porque un balazo disparado a la puerta principal atravesaba toda la casa y salía por la puerta trasera sin tocar ninguna pared.

Madame Odilia entró sin llamar. Adentro había un desorden inaudito de chiquillos de varias edades, cuidados por dos mujeres vestidas con delantales de calicó. La casa estaba atiborrada de fetiches, frascos de pociones, hierbas colgadas en ramas del techo, estatuas de madera erizadas de clavos, máscaras y un sinfín de objetos propios de la religión vudú. Había un olor dulce y pegajoso, como melaza.

Madame Odilia saludó a las mujeres y se dirigió a una de las pequeñas habitaciones. Juliana se encontró frente a una mulata oscura de huesos largos y ojos amarillos de pantera, con la piel brillante de sudor, el cabello recogido en medio centenar de trenzas decoradas con cintas y cuentas de colores, amamantando a un recién nacido. Era la célebre Marie Laveau, la pitonisa que los domingos danzaba con los esclavos en la plaza del Congo y durante las ceremonias sagradas en el bosque caía en trance y encarnaba a los dioses.

– Te la traje, para que me digas si es ella -dijo madame Odilia.

Marie Laveau se puso de pie y se acercó a Juliana, con el bebe prendido del seno. Se había propuesto tener un hijo cada año mientras le alcanzara la juventud, y ya llevaba cinco. Le puso tres dedos en la frente y la miró largamente a los ojos. Juliana sintió una energía formidable, un latigazo que la sacudió de pies a cabeza. Pasó un minuto completo.

– Es ella -dijo Marie Laveau.

– Pero es blanca -objetó madame Odilia.

– Te digo que es ella -repitió la sacerdotisa, y con eso dio por terminada la entrevista.

La reina de Senegal se llevó a Juliana de vuelta al muelle, volvieron a cruzar el cementerio y la plaza de Armas, y se reunieron con el remero, que las había esperado paciente, fumando su tabaco. El hombre las condujo por otra vía hacia la zona de los pantanos.

Pronto se encontraron en el laberinto de la ciénaga, con sus canales, charcos, lagunas e islotes. La soledad absoluta del paisaje, las miasmas del lodazal, los súbitos coletazos de los caimanes, los gritos de los pájaros, todo contribuía a crear un aire de misterio y peligro.

Juliana se dio cuenta de que no había advertido a nadie de su partida. Su hermana y Nuria ya debían de estar buscándola. Se le ocurrió que esa mujer podía tener aviesas intenciones, después de todo era la madre de Catherine, pero descartó de inmediato esa idea. La travesía le pareció muy larga y el calor comenzó a adormecerla; sentía sed, había caído la tarde y el aire se llenó de mosquitos. No se atrevió a preguntar adonde iban.