Después de un largo rato de viaje, cuando comenzaba a oscurecer, atracaron en una orilla. El remero se quedó junto al bote y madame Odilia encendió un farol, tomó a Juliana de la mano y la guió entre los pastos altos, donde no había ni una huella que indicase la dirección. «Cuidado con pisar una víbora», fue todo lo que dijo.

Anduvieron un trecho largo y por fin la reina encontró lo que buscaba. Era un pequeño claro en los pastizales, con dos árboles altos, chorreados de musgo y marcados con cruces. No eran cruces cristianas, sino cruces de vudú, que simbolizaban la intersección de los dos mundos, el de los vivos y el de los muertos. Varias máscaras y figuras de dioses africanos talladas en madera vigilaban el lugar.

A la luz del farol y de la luna, la escena era terrorífica.

– Allí está mi hija -dijo madame Odilia, señalando el suelo.

Catherine Villars había muerto de fiebre puerperal hacía cinco semanas. No pudieron salvarla los recursos de la ciencia médica, las oraciones cristianas ni los encantamientos y hierbas de la magia africana. Su madre y otras mujeres envolvieron su cuerpo, consumido por la infección y las hemorragias, y lo transportaron a ese lugar sagrado en la ciénaga, donde fue enterrado temporalmente, hasta que la joven difunta señalara a la persona destinada a reemplazarla. Catherine no podía permitir que su hijo cayera en manos de cualquier mujer escogida por Jean Laffite, según explicó la reina de Senegal. Su deber de madre era ayudarla en esa tarea, por eso ocultó su muerte.

Catherine se encontraba en una región intermedia, iba y venía entre dos mundos. ¿Acaso Juliana no había oído sus pasos en la casa de Laffite? ¿No la había visto de pie junto a su cama por las noches? Ese olor de naranjas que flotaba en la isla era el perfume de Catherine, que en su nuevo estado vigilaba al pequeño Pierre y buscaba a la madrastra adecuada.

A madame Odilia le sorprendió que Catherine hubiese ido hasta el otro lado del mundo para encontrar a Juliana y no le gustaba la idea de que hubiese escogido a una blanca, pero ¿quién era ella para oponerse? Desde la región de los espíritus Catherine podía decidir mejor que nadie lo más conveniente. Así le había asegurado Marie Laveau al ser consultada. «Cuando aparezca la mujer adecuada, yo sabré reconocerla», prometió la sacerdotisa.

Madame Odilia tuvo la primera sospecha de que podía ser Juliana cuando vio que amaba a Jean Laffite pero estaba dispuesta a renunciar a él por respeto a Catherine, y la segunda cuando la joven se compadeció de la suerte de los esclavos. Ahora estaba satisfecha, dijo, porque su pobre hija descansaría tranquila en el cielo y podría ser enterrada en el cementerio, donde la subida de las aguas no arrastraría su cuerpo al mar.

Tuvo que repetir varios detalles, porque a Juliana no le entraba la historia en la cabeza. No podía creer que esa mujer hubiese ocultado la verdad a Jean durante cinco semanas. ¿Cómo se lo explicaría ahora? Madame Odilia dijo que no había ninguna necesidad de que su yerno se enterara de todo el asunto. La fecha exacta daba lo mismo, le diría que Catherine había fallecido el día anterior.

– ¡Pero Jean exigirá ver el cuerpo! -alegó Juliana.

– Eso no es posible. Sólo las mujeres podemos ver los cadáveres. Es nuestra misión traer niños al mundo y despedir a los muertos. Jean tendrá que aceptarlo. Después del funeral de Catherine, él te pertenece -replicó la reina.

– ¿Me pertenece?… -balbuceó Juliana desconcertada.

– Lo único que importa en este caso es mi nieto Pierre. Laffite es sólo el medio que usó Catherine para confiarte a su hijo. Ella y yo velaremos para que cumplas con tu obligación. Para eso es necesario que permanezcas junto al padre del niño y lo mantengas satisfecho y tranquilo.

– Jean no es la clase de hombre que puede estar satisfecho y tranquilo, es un corsario, un aventurero…

– Te daré pociones mágicas y los secretos para complacerlo en la cama, como se los di a Catherine cuando cumplió doce años.

– No soy una mujer de ésas… -se defendió Juliana, enrojeciendo.

– No te preocupes, lo serás, aunque nunca tan hábil como Catherine, porque estás un poco vieja para aprender y tienes muchas ideas tontas en la cabeza, pero Jean no notará la diferencia. Los hombres son torpes, los ciega el deseo, saben muy poco de placer.

– ¡No puedo emplear trucos de cortesana o pociones mágicas, madame!

– ¿Quieres ajean o no, niña?

– Sí -admitió Juliana.

– Entonces tendrás que afanarte. Déjalo en mis manos. Lo harás feliz y es posible que tú también lo seas, pero te advierto que debes considerar a Pierre como tu propio hijo o tendrás que vértelas conmigo. ¿Has entendido bien?

No sé cómo transmitiros en su real magnitud, estimados lectores, la reacción del infeliz Diego de la Vega al saber lo que había ocurrido. El próximo barco a Cuba zarpaba de Nueva Orleáns dos días después, había comprado los pasajes y tenía todo dispuesto para salir volando del coto de caza de Jean Laffite con Juliana a la rastra. Iba a salvar a su amada, después de todo. Le había vuelto el alma al cuerpo, cuando se le dio vuelta la tortilla y resultó que su rival era viudo. Se arrojó a los pies de Juliana para convencerla de la estupidez que iba a cometer. Bueno, ésta es una manera de decir. Se quedó de pie, paseando a grandes trancos, gesticulando, halándose los pelos, dando gritos, mientras ella lo miraba impávida, con una sonrisa boba en su rostro de sirena. ¡Vaya uno a convencer a una mujer enamorada! Diego creía que en California, lejos del corsario, la joven recuperaría la razón y él recuperaría el terreno perdido. Juliana tendría que ser muy burra para seguir amando a un tipo que traficaba con esclavos. Confiaba en que al fin ella sabría apreciar a un hombre como él, tan guapo y valiente como Laffite, pero mucho más joven, honesto, de recto corazón y sanas intenciones, que podía ofrecerle una vida muy cómoda sin asesinar a inocentes para robarles.

Él era casi perfecto y la adoraba. ¡Pardiez! ¿Qué más quería Juliana? ¡Nada le resultaba suficiente! ¡Era un saco sin fondo! Cierto, habían bastado unas pocas semanas en el calor de Barataría para borrar de un plumazo los avances que él había logrado en cinco años de cortejarla. Uno más avispado habría sacado la cuenta de que esa joven tenía un corazón veleidoso, pero no Diego. La vanidad le impedía ver claro, como suele ser el caso de los galanes como él.

Isabel observaba la escena pasmada. En las últimas cuarenta y ocho horas habían sucedido tantas cosas, que era incapaz de recordarlas en orden. Digamos que fue más o menos así: después de soltar las cadenas de los esclavos, alimentarlos, darles ropa y explicarles con gran dificultad que eran libres, presenciaron una escena desgarradora cuando murió el bebé, que había llegado agónico. Se requirió la fuerza de tres hombres para quitarle el cuerpo inerte a la madre y no hubo forma de calmarla, todavía se escuchaban sus aullidos, coreados por los perros de la isla.

Los infelices esclavos no entendían la diferencia entre ser libres y no serlo, si de todos modos debían permanecer en ese detestable lugar. Su único deseo era regresar a África. ¿Cómo iban a sobrevivir en esa tierra hostil y bárbara? El negro que hacía de intérprete procuraba apaciguarlos con la promesa de que no les faltaría cómo ganarse la vida, siempre se necesitaban más piratas en la isla, con un poco de suerte las muchachas encontrarían marido y la pobre madre podría emplearse con una familia, le enseñarían a cocinar, no tendría que separarse del otro niño. Inútil, el mísero grupo repetía como una letanía que los enviaran de vuelta a África.

Juliana regresó de su larga excursión con madame Odilia transformada por una inmensa dicha y contando un cuento capaz de erizar los pelos del más cuerdo. Les hizo jurar a Diego, Isabel y Nuria que no repetirían ni una palabra y luego les soltó la novedad de que Catherine Villars no pensaba estar enferma, sino que era una especie de zombi y además la había escogido a ella para ser la madrastra del pequeño Pierre. Se casaría con Jean Laffite, sólo que él aún no lo sabía, se lo diría después del funeral de Catherine. Como regalo de bodas pensaba pedirle que renunciara para siempre al tráfico de esclavos, era lo único que no podía tolerar, las otras bellaquerías no importaban tanto. Confesó también, un poco abochornada, que madame Odilia le iba a enseñar a hacer el amor como le gustaba al pirata.

A estas alturas Diego perdió el control. Juliana estaba demente, no cabía duda. Había una mosca que transmitía esa enfermedad, seguro que la había picado. ¿Pensaba que él la dejaría en manos de ese criminal? ¿Acaso no le había prometido a don Tomás de Romeu, que en paz descanse, conducirla sana y salva a California? Cumpliría su promesa, aunque tuviera que llevársela a coscorrones.

Jean Laffite padeció muchas y muy variadas emociones en esas horas. El beso lo dejó turulato. Renunciar a Juliana era lo más difícil que le había tocado en la vida, necesitaría todo su valor, que no era poco, para sobreponerse al despecho y la frustración. Se reunió con su hermano y los otros capitanes para entregarles su parte de la venta de los esclavos y el rescate de los rehenes, que a su vez ellos repartían con justicia entre el resto de los hombres. El dinero salía de su propia bolsa, fue toda la explicación que ofreció.

Los capitanes, extrañados, le hicieron ver que desde el punto de vista comercial eso no tenía el menor sentido, para qué diablos traía esclavos y rehenes, con los consabidos gastos y molestias, si pensaba soltarlos gratuitamente. Pierre Laffite esperó que los otros se fueran para manifestarle su opinión a Jean. Pensaba que éste había perdido la capacidad de dirigir los negocios, se le había ablandado el cerebro, tal vez había llegado el momento de destituirlo.

– De acuerdo, Pierre. Lo someteremos a votación entre los hombres, como es habitual.

– ¿Deseas reemplazarme? -lo desafió Jean.

Por si fuera poco, a las pocas horas llegó su suegra a darle la noticia de que Catherine había muerto. No, no podía verla. El funeral se llevaría a cabo dentro de un par de días en Nueva Orleán asistencia de la comunidad criolla. Habría un breve rito cristiano para apaciguar al cura, y luego una ceremonia africana, con música y danza, como correspondía.

La mujer estaba triste serena, y tuvo suficiente fortaleza para consolarlo cuando él echó a llorar como un chiquillo. Adoraba a Catherine, había sido su compañera, su único amor, sollozaba Laffite. Madame Odilia le dio un trago de ron y unas palmaditas en el hombro. No sentía una desmesurada compasión por el viudo, porque sabía que muy pronto olvidaría a Catherine en otros brazos. Por decencia, Jean Laffite no podía salir corriendo a pedirle a Juliana que se casara con él, debía esperar un plazo prudente, pero la idea ya había tomado forma en su mente y en su corazón, aunque todavía no se atrevía a ponerla en palabras.