– Por favor, Ojos que ven en la Sombra , lléveme donde él.

Afuera todavía no se ponía el sol, pero dentro la prisión estaba oscura. Los muros gruesos y las ventanas angostas apenas dejaban entrar la luz. Arsenio, quien no necesitaba un candil para ubicarse, tomó a Diego de una manga y lo condujo sin vacilar por los corredores en penumbra y las angostas escaleras del edificio hasta los calabozos del sótano, que habían sido agregados a la fortaleza cuando decidieron utilizarla como prisión. Esas celdas se hallaban bajo el nivel del agua y cuando subía la marea se filtraba humedad, produciendo una pátina verdosa sobre las piedras y un olor nauseabundo.

El guardia de turno, un mestizo picado de viruela, con un mostacho de foca, abrió la reja de hierro, que daba acceso a un corredor, y le entregó a Arsenio el manojo de llaves. A Diego le sorprendió el silencio. Suponía que habría varios prisioneros, pero aparentemente éstos se hallaban tan agotados y débiles que no emitían ni un murmullo.

Arsenio se dirigió a uno de los calabozos, palpó el manojo de llaves, escogió la adecuada y abrió la reja sin titubeo. Diego necesitó varios segundos para ajustar la vista a la oscuridad y distinguir unas siluetas recostadas contra el muro y un bulto en el suelo. Arsenio encendió una vela y él se arrodilló junto a su padre, tan emocionado que no pudo pronunciar ni una palabra. Levantó con cuidado la cabeza de Alejandro de la Vega y se la puso en el regazo, apartando de su frente los mechones apelmazados de cabello.

A la luz de la temblorosa llama pudo verlo mejor y no lo reconoció. Nada quedaba del apuesto y soberbio hidalgo, héroe de antiguas batallas, alcalde de Los Ángeles y próspero hacendado. Estaba inmundo, en los huesos, con la piel cuarteada y terrosa, temblaba de fiebre, tenía los ojos pegados de legañas y un hilo de saliva le corría por la barbilla.

– Don Alejandro, ¿puede oírme? Éste es el padre Aguilar… -dijo Arsenio.

– He venido a socorrerlo, señor, vamos a sacarlo de aquí -murmuró Diego.

Los otros tres hombres que había en la celda sintieron un chispazo de interés, pero enseguida volvieron a recostarse contra la pared. Estaban más allá de la esperanza.

– Déme los últimos sacramentos, padre. Ya es tarde para mí -murmuró el enfermo con un hilo de voz.

– No es tarde. Vamos, señor, siéntese… -le suplicó Diego.

Logró incorporarlo y darle a beber agua, luego le limpió los ojos con el borde mojado de su hábito.

– Haga un esfuerzo por ponerse de pie, señor, porque para salir debe caminar -insistió Diego.

– Déjeme, padre, no saldré con vida de aquí.

– Sí saldrá. Le aseguro que verá a su hijo de nuevo, y no me refiero en el cielo, sino en este mundo…

– ¿Mi hijo, ha dicho?

– Soy yo, Diego, ¿no me reconoce, su merced? -susurró el fraile, procurando que los demás no le oyeran.

Alejandro de la Vega lo observó por unos segundos, tratando de fijar la vista con sus ojos nublados, pero no encontró la imagen conocida en ese fraile encapuchado e hirsuto. Siempre en un murmullo, el joven le explicó que llevaba hábito y barba postiza porque nadie debía saber que se encontraba en El Diablo.

– Diego… Diego… ¡Dios ha escuchado mi súplica! ¡He rezado tanto para volver a verte antes de morir, hijo mío!

– Usted ha sido siempre un hombre bravo y esforzado, su merced. No me falle, se lo ruego. Tiene que vivir. Debo irme ahora, pero prepárese, porque dentro de un rato vendrá a rescatarlo un amigo mío.

– Dile a tu amigo que no es a mí a quien debe liberar, Diego, sino a mis compañeros. Les debo mucho, se han quitado el pan de la boca para dármelo.

Diego se volvió a mirar a los otros presos, tres indios tan sucios y flacos como su padre, con la misma expresión de absoluto desaliento, pero jóvenes y todavía sanos. Por lo visto esos hombres habían logrado cambiar en pocas semanas la actitud de superioridad que había sostenido al hidalgo español durante su larga vida. Pensó en las vueltas del destino. El capitán Santiago de León le había dicho cierta vez, cuando observaban las estrellas en alta mar, que si uno vive lo suficiente, alcanza a revisar sus convicciones y enmendar algunas.

– Saldrán con usted, su merced, se lo prometo -le aseguró Diego al despedirse.

Arsenio dejó al supuesto sacerdote en su cuarto y poco después le llevó una sencilla merienda de pan añejo, sopa aguada y un vaso de vino ordinario. Diego se dio cuenta de que tenía un hambre de coyote y lamentó haber anunciado a Carlos Alcázar que estaba ayunando. No había por qué haber llegado tan lejos con la impostura. Pensó que a esa misma hora Nuria debía de estar preparando un estofado de cola de buey en la misión San Gabriel.

– Yo he venido sólo a explorar el terreno, Arsenio. Otra persona intentará soltar a los presos y llevarse a don Alejandro de la Vega a lugar seguro. Se trata del Zorro, un valiente caballero, vestido de negro y enmascarado, que siempre aparece cuando hay que hacer justicia -le explicó al ciego.

Arsenio creyó que se burlaba de él. Jamás había oído de semejante personaje; llevaba cincuenta años viendo injusticia por todas partes sin que nadie hubiese mencionado a un enmascarado. Diego le aseguró que las cosas iban a cambiar en California. ¡Ya verían quién era el Zorro! Los débiles recibirían protección y los malvados probarían el filo de su espada y el golpe de su látigo. Arsenio se echó a reír, ahora completamente convencido de que ese hombre estaba mal de la cabeza…

– ¿Cree que Lechuza Blanca me hubiese enviado a hablar con usted si se tratara de una broma? -exclamó Diego, ya enojado.

Ese argumento pareció tener cierto impacto sobre el indio, porque preguntó cómo pensaba el tal Zorro liberar a los presos, considerando que nadie había escapado jamás de El Diablo. No era cosa de salir caminando tranquilamente por la puerta principal. Diego le explicó que por muy magnífico que fuese el enmascarado, no podría hacerlo solo, necesitaba ayuda.

El otro se quedó pensando un buen rato y al fin le notificó que existía otra salida, pero no sabía si estaba en buenas condiciones. Cuando construyeron la fortaleza, cavaron un túnel como vía de escape en caso de asedio. En esa época eran frecuentes los asaltos de piratas y se hablaba de que los rusos pensaban apoderarse de California. El túnel, que nunca se había usado y ya nadie recordaba, desembocaba en medio de un tupido bosque, a corta distancia, hacia el oeste, justamente en un antiguo sitio sagrado de los indios.

– ¡Bendito sea Dios! Eso es justamente lo que necesito, es decir, lo que el Zorro necesita. ¿Dónde está la entrada del túnel?

– Si viene ese Zorro, se lo mostraré -replicó Arsenio en tono socarrón.

Una vez a solas, Diego procedió a abrir su equipaje, que contenía su traje negro, el látigo y una pistola. En las bolsas de Bernardo encontró la cuerda, un ancla metálica y varios recipientes de greda. Eran las bombas de humo, preparadas con nitrato y polvo de cinc, conforme a las instrucciones copiadas, junto a otras curiosidades, de los libros del capitán Santiago de León. Había planeado hacer una de aquellas bombas para darle un susto a Bernardo, nunca imaginó que serviría para salvar a su padre.

Se quitó la barba con bastante dificultad, mordiéndose para no gritar de dolor con los tirones. Le quedó la cara irritada, como si se la hubiera quemado, y decidió que no valía la pena pegarse el bigote, bastaba con la máscara, pero que tarde o temprano tendría que dejarse crecer el bigote. Se lavó con el agua que Arsenio había dejado en una jofaina y se vistió de Zorro. Enseguida procedió a desarmar la gran cruz de madera y extrajo de adentro su espada. Se colocó los guantes de cuero e hizo unos pases, probando la flexibilidad del acero y la firmeza de sus músculos. Sonrió satisfecho.

Se asomó a la ventana, vio que afuera ya estaba oscuro y supuso que Carlos y Lolita habrían cenado y probablemente estarían en sus habitaciones. La prisión se hallaba tranquila y en silencio, había llegado el momento de actuar. Se puso el látigo y la pistola en la cintura, enfundó la espada y se dispuso a salir. «¡En nombre de Dios!», murmuró cruzando los dedos, para que al designio divino se sumara la buena suerte.

Había memorizado el plano del edificio y contado los peldaños de las escaleras, para poder desplazarse sin luz. Su traje oscuro le permitía desaparecer en la sombra y confiaba en que no habría demasiada vigilancia.

Deslizándose sin hacer ruido llegó a una de las terrazas y buscó dónde ocultar las bombas, que fue trayendo de a dos en dos. Eran pesadas y no podía correr el riesgo de que se le cayeran. En el último viaje se echó al hombro la cuerda enrollada y el ancla de hierro. Después de asegurarse de que las bombas estaban a buen resguardo, saltó desde la terraza hasta la muralla periférica que encerraba la prisión, hecha de piedra y argamasa, con ancho suficiente para que pasearan centinelas y alumbrada por antorchas cada cincuenta pasos. Desde su refugio vio pasar a un guardia y contó los minutos hasta que pasó el segundo.

Cuando estuvo seguro de que había sólo dos hombres circulando, calculó que dispondría del tiempo justo para realizar el paso siguiente. Corrió agazapado hacia el ala sur de la prisión, porque había acordado con Bernardo que lo esperara en ese lugar, donde un pequeño promontorio de rocas podría facilitar el ascenso. Ambos conocían los alrededores de la prisión porque en más de una ocasión los habían explorado en la infancia. Una vez ubicado el sitio preciso, dejó pasar al centinela antes de tomar una de las antorchas y trazar con ella varios arcos de luz; era la señal para Bernardo. Luego aseguró el ancla de hierro en el muro y lanzó la cuerda hacia el exterior, rogando que alcanzara el suelo y su hermano la viera.

Debió esconderse de nuevo porque se aproximaba el segundo centinela, quien se detuvo a mirar el cielo a dos palmos del ancla metálica. El corazón le dio un brinco y sintió que se le mojaba la máscara de sudor al ver que las piernas del hombre estaban tan cerca del ancla que podría tocarla. Si eso ocurría, tendría que darle un empujón y lanzarlo por encima de la muralla, pero ese tipo de violencia le repugnaba. Tal como le había explicado a Bernardo alguna vez, el mayor desafío era hacer justicia sin mancharse la conciencia con sangre ajena. Bernardo, siempre con los pies firmes en la tierra, le había hecho ver que ese ideal no siempre sería posible.