El guardia reanudó su paseo en el mismo momento en que Bernardo halaba la cuerda desde abajo, moviendo el ancla. Al Zorro el ruido le pareció atronador, pero el centinela sólo vaciló por unos segundos, luego se acomodó el arma al hombro y continuó su camino. Con un suspiró de alivio, el enmascarado se asomó al otro lado de la pared. Aunque no alcanzaba a ver a sus compañeros, la tensión de la cuerda le indicaba que éstos habían iniciado el ascenso.

Tal como habían previsto, los cuatro llegaron arriba con el tiempo justo para esconderse antes de que oyeran los pasos del otro guardia en su ronda. El Zorro indicó a los indios la ubicación de la salida del túnel en el bosque, tal como le había dicho Arsenio, y pidió a dos de ellos que descendieran al patio de la prisión y espantaran a los caballos de la guarnición para evitar que los soldados los siguieran. Enseguida cada uno partió a lo suyo.

El Zorro volvió a la terraza donde había ocultado las bombas y, después de intercambiar con Bernardo un breve ladrido de coyote, se las fue lanzando una a una a la muralla. Se quedó con dos, que le tocaban a él, para usarlas dentro del edificio. Bernardo encendió las mechas de las suyas, se las pasó al indio que lo acompañaba y ambos corrieron a lo largo del muro, silenciosos y veloces, tal como hacían cuando iban de caza.

Se ubicaron en diferentes lugares y, en el momento en que las llamas consumían las mechas y alcanzaban el contenido de las vasijas de greda, las lanzaron hacia sus objetivos: la caballeriza, el arsenal de armas, el albergue de los soldados, el patio. Cuando la espesa humareda blanca de las bombas envolvía la prisión, el Zorro hacía estallar las suyas en el primer y segundo piso del edificio principal.

El pánico cundió en pocos minutos. A la voz de «¡Fuego!» salieron los soldados a tropezones, poniéndose pantalones y botas, mientras sonaba la campana de alarma. Corría todo el mundo para salvar lo que se pudiera, unos pasaban baldes de agua de mano en mano y los vaciaban a ciegas, sofocados, otros abrían las caballerizas y obligaban a salir a los animales. El lugar se llenó de caballos despavoridos, contribuyendo al pandemonio.

Los dos indios de Toypurnia, que habían descendido del muro y estaban ocultos en el patio, aprovecharon la situación para abrir el portón de la fortaleza y provocar una estampida de los caballos, que salieron a campo traviesa. Eran bestias domesticadas y no llegaron muy lejos, se agruparon a poca distancia, donde los indios les dieron alcance. Montaron un par de ellos y arrearon a los demás hacia el sitio de reunión indicado por el Zorro, en la proximidad de la salida del túnel.

Carlos Alcázar despertó con la campana y salió a indagar la causa de tanta alharaca. Trató de imponer calma entre sus hombres explicando que las paredes de piedra eran incombustibles, pero nadie le hizo caso, pues los indios habían disparado flechas encendidas a la paja de las caballerizas y se veían llamas en medio de la humareda. Para entonces el humo dentro del edificio era intolerable y Alcázar corrió a buscar a su amada prima, pero antes de alcanzar su habitación se topó con ella en medio del corredor.

– ¡Los presos! ¡Hay que salvar a los presos! -exclamó Lolita, desesperada.

Pero él tenía otras prioridades. No podía permitir que el incendio destruyera sus preciosas perlas.

En ese par de meses los presos habían sacado miles de ostras y Moncada y Alcázar ya tenían varios puñados de perlas. En el reparto correspondía dos tercios a Moncada, quien financiaba la operación, y el otro tercio a Alcázar, que la manejaba. No llevaban un registro, ya que el negocio era ilegal, pero habían diseñado un sistema de contabilidad. Introducían las perlas por un pequeño agujero en un cofre sellado, fijo por dos barras metálicas en el suelo, que se abría con dos llaves. Cada socio estaba en posesión de una de las llaves, y al final de la temporada se juntarían para abrir el cofre y repartirse el contenido.

Moncada había designado a un hombre de su confianza para vigilar la cosecha en el barco, y exigía que fuese Arsenio, quien las colocaba una a una en el cofre. El ciego, con su extraordinaria memoria táctil, era el único capaz de recordar el número exacto de perlas y, de ser necesario, tal vez podría describir el tamaño y forma de cada una. Carlos Alcázar lo detestaba, porque mantenía esas cifras en la mente y había probado ser incorruptible. Se cuidaba de maltratarlo, porque Moncada lo protegía, pero no perdía ocasión de humillarlo.

En cambio, había sobornado al hombre que vigilaba en el barco y, mediante un pago razonable, éste permitía que Alcázar sustrajera las perlas más redondas, más grandes y de mejor oriente, que no pasaban por las manos de Arsenio ni llegaban al cofre. Rafael Moncada jamás sabría de su existencia.

Mientras los tres indios de la tribu de Toypurnia terminaban de sembrar el caos y se robaban los caballos, Bernardo se introdujo en el edificio, donde lo esperaba el Zorro, quien lo guió hacia los calabozos. Habían recorrido unos cuantos metros de pasillo, tapándose la cara con pañuelos mojados para soportar el humo, cuando una mano cogió el brazo del Zorro.

– ¡Padre Aguilar! Sígame, es más corto por aquí…

Era Arsenio, quien no podía apreciar la transformación del supuesto misionero en el inefable Zorro, pero había reconocido la voz. No era indispensable sacarlo de su error. Los hermanos se aprontaron a seguirlo, pero la figura de Carlos Alcázar apareció de súbito en el corredor, bloqueando el paso.

Al ver a ese par de desconocidos, uno de ellos vestido de la manera más pintoresca, el jefe de la prisión echó mano de su pistola y disparó. Un grito de dolor resonó entre las paredes y la bala se incrustó en una viga del techo: el Zorro le había arrancado la pistola de un latigazo en la muñeca en el instante en que apretaba el gatillo.

Bernardo y Arsenio se dirigieron a los calabozos, mientras Diego, espada en mano, seguía a Alcázar escaleras arriba. Acababa de ocurrírsele una idea para resolver los problemas del padre Mendoza y, de paso, hacer que Moncada pasara un mal rato. En verdad, soy un genio, concluyó a las carreras.

Alcázar llegó a su oficina en cuatro saltos y logró cerrar la puerta y echar la llave antes de que el otro le diera alcance. El humo no había penetrado dentro de ese cuarto. El Zorro descargó su pistola en el cerrojo de la puerta y la empujó, pero ésta no cedió, tenía una tranca por dentro. Había perdido su único tiro, no tenía tiempo de recargar el arma y cada minuto contaba. Sabía, porque había estado en esa sala, que las ventanas daban al balcón exterior. Era evidente a simple vista que no podría alcanzarlo de un salto, como pretendía, sin riesgo de romperse la cabeza sobre las piedras del patio, pero en el piso superior asomaba una gárgola decorativa tallada en la piedra. Logró enrollar en ella la punta de su látigo, dio un tirón para afirmarlo y, rezando para que la figura resistiera su peso, se columpió, cayendo limpiamente en el balcón.

Dentro de su oficina, Carlos Alcázar estaba ocupado cargando su pistola para violar los cerrojos del cofre a balazos y no vio la sombra en la ventana. El Zorro aguardó a que descargara el arma, pulverizando uno de los candados, e irrumpió en la habitación por la ventana abierta. La capa se le enredó y lo hizo vacilar por un segundo, tiempo suficiente para

que Alcázar soltara la pistola, ahora inútil, y cogiera su espada.

Ese hombre, tan cruel con los débiles, era cobarde ante un contrincante de su altura y, además, tenía poca práctica en esgrima; en menos de tres minutos su acero había saltado por los aires y se hallaba con los brazos en alto y la punta de una espada en el pecho.

– Podría matarte, pero no deseo mancharme con sangre de perro. Soy el Zorro y vengo por tus perlas.

– ¡Las perlas pertenecen al señor Moncada!

– Pertenecían. Ahora son mías. Abre el cofre.

– Se necesitan dos llaves y sólo tengo una.

– Usa la pistola. Cuidado, al menor gesto sospechoso, te atravesaré el cuello sin el menor escrúpulo. El Zorro es generoso, te perdonará la vida siempre que obedezcas -le amenazó el enmascarado.

Temblando, Alcázar logró recargar la pistola y romper de un tiro el otro candado. Levantó la tapa de madera y apareció el tesoro, tan blanco y reluciente que no pudo evitar la tentación de hundir la mano y dejar que las maravillosas perlas se escurrieran entre sus dedos. Por su parte, el Zorro nunca había visto nada de tanto valor. Comparadas con eso, las piedras preciosas que habían obtenido en Barcelona por el valor de las propiedades de Tomás de Romeu parecían modestas. En esa caja había una fortuna. Indicó a su adversario que vaciara el contenido en una faltriquera.

– El fuego alcanzará el polvorín de un momento a otro y El Diablo volará por los aires. Cumplo mi palabra, tienes tu vida, que te aproveche -dijo.

El otro no respondió. En vez de precipitarse a la salida, como era de esperar, se quedó en la oficina. El Zorro había notado que lanzaba miradas furtivas al otro extremo de la habitación, donde estaba la estatua de la Virgen María sobre su pedestal de piedra. Por lo visto eso le interesaba más que la propia vida. Cogió la faltriquera con las perlas, quitó la tranca de la puerta y desapareció en el corredor, pero no fue lejos. Esperó, contando los segundos, y como Alcázar no salía, regresó a la oficina a tiempo para sorprenderlo destrozando la cabeza de la estatua con la culata de su pistola.

– ¡Qué manera tan irreverente de tratar a la Madona! -exclamó.

Carlos Alcázar se volvió, demudado por la furia, y le lanzó la pistola a la cara, errando por un amplio margen, al tiempo que echaba mano de su espada, que yacía en el suelo a dos pasos de distancia.

Apenas alcanzó a erguirse y ya el enmascarado estaba encima de él, mientras la blanca humareda del pasillo empezaba a invadir la sala. Cruzaron los aceros durante varios minutos, enceguecidos por el humo, tosiendo. Alcázar fue retrocediendo hacia su mesa de trabajo y, en el momento en que perdía la espada por segunda vez, sacó del cajón una pistola cargada. No tuvo ocasión de apuntar, porque una patada formidable en el brazo le desarmó y enseguida el Zorro le marcó la mejilla con tres rayas vertiginosas de su acero, formando la letra zeta. Alcázar dio un alarido, cayó de rodillas y se llevó las manos a la cara.

– No es mortal, hombre, es la marca del Zorro, para que no me olvides -dijo el enmascarado.