¿Qué había pasado?

Muy sencillo: hice una ecuación entre la nuca, el pasado y el inconsciente. Intuí que la relación de Sonia con su padre no había podido desarrollarse adecuadamente. Al sentarla en sus rodillas, el marido, simbólicamente, desempeñaría el papel del padre y ella volvería a su infancia. Por otra parte, cantándole una nana a la altura del punto doloroso, realizaría un deseo de la niñez que no había sido satisfecho, es decir, que el padre la durmiera y se comunicara con ella en el plano afectivo.

Una síntesis impresionante… De todas formas, no sanó a Sonia de la carencia que experimentaba a causa de su relación frustrada con su padre.

No, ni lo pretendía. Pero la psicomagia la curó de uno de los síntomas engendrados por esa carencia. Ni más ni menos. Aunque alguna vez también he conseguido aliviar directamente el sufrimiento causado por la ausencia del padre, como se puede ver en la carta de este hombre llamado Patrick:

Desde niño, siempre había sentido cierto malestar en relación con mis padres. Tengo 45 años y, hace ocho, mi madre me reveló que era hijo ilegítimo. Ella no se lo había dicho a nadie. A la muerte de su marido -el hombre al que yo había considerado mi padre y que me educó- mi madre destruyó todas las fotos y se deshizo de todos los recuerdos de mi progenitor, muerto cuando yo tenía 3 años y del que no me acuerdo en absoluto. Experimenté una viva cólera al pensar que nunca vería su cara. Asistí a una de las conferencias que usted pronunció acerca del árbol genealógico y le pregunté qué se podía hacer cuando una persona no ha conocido a su padre ni tiene ninguna foto de él. Usted me contestó que, si yo no había sido reconocido por mi padre, pero sabía dónde estaba enterrado -esto sí me lo había dicho mi madre-, tenía que ir a su tumba para declararme hijo suyo introduciendo una foto dentro de la sepultura. Así lo hice después de ciertas vacilaciones.

Poco a poco mi rabia se fue atenuando. Acepté la idea de no ver nunca sus facciones. Hace quince días mi madre, que estaba convencida de haber destruido hasta el último recuerdo de aquel hombre, encontró una foto y me la dio. Este encuentro con mi padre fue y sigue siendo una gran alegría para mí. Por primera vez en mi vida tengo conocimiento de mi identidad. Ahora me siento reconciliado y lleno de amor hacia mis dos padres y también hacia mi madre. Su consejo fue providencial. Gracias de todo corazón.

Este ejemplo ilustra una de mis convicciones, a saber, que la realidad funciona como un sueño. En el mismo instante en que Patrick pone su foto en la sepultura de su padre, su inconsciente infunde realidad al símbolo y lo une a la figura paterna. Entonces ésta puede surgir en el sueño que es la vida. No habiendo podido impedir esta unión, es decir, la aparición de la verdad, la madre colabora, encuentra la foto y da a su hijo la imagen que hará que él se sienta completo. Para mí, todos los acontecimientos están íntimamente ligados entre sí. Un acto bien realizado repercute sobre el conjunto de la realidad.

La madre colaboró en el acto inconscientemente.

Por eso es preciso que las personas implicadas en un acto estén informadas de su objetivo, a fin de poder participar con fervor en su realización. Daré un ejemplo de una colaboración consciente y bien lograda. A Gérard, un hombre a quien su constante exigencia afectiva le provocaba un gran sufrimiento con respecto a su mujer, le aconsejé que comprara dos cirios grandes y un ovillo de lana roja para realizar un acto con ayuda de su madre. Esta es su carta:

El lunes de Pascua, después de desayunar juntos, mi madre y yo fuimos a Notre-Dame a comprar los dos cirios. Había mucha gente. Después, la invité a almorzar en un restaurante chino. Hablamos mucho, de Dios, de la vida, de la familia. Después volvimos a casa. Poco antes de la medianoche, fuimos a su habitación (ella y mi padre duermen en habitaciones separadas). Pusimos los cirios encendidos en la chimenea. Estaban orientados en sentido norte-sur. Yo los tenía detrás, uno a la izquierda y el otro a la derecha. Luego nos atamos firmemente el uno al otro con la lana roja. Nos atamos todo el cuerpo: pies, piernas, tronco, brazos, manos, cabeza… Quedamos unidos de modo que cuando uno se movía, el otro tenía que seguir su movimiento.

En ese instante reviví el vínculo que tuve con mi madre durante mi infancia y adolescencia. En aquella época, me creía obligado a seguir todo lo que ella indicaba, a ver las cosas como ella, a pensar como ella, a actuar como ella… Entonces sentí, a la altura del vientre, un calor que desapareció al poco rato. Permanecimos así atados hasta la medianoche. Los dos estábamos muy tranquilos. A medianoche, empecé a cortar la lana, primero por abajo, los pies, la infancia… Cada uno cortó la mitad de los nudos, de las ataduras, pero ella quiso que yo cortara alguno más. Cuando pudimos separarnos pensé: «Ahora, a partir de este instante, soy libre». Le di las gracias y un beso. Nos quedamos hablando un buen rato, pero ella estaba cansada. Soplé los cirios, tomé uno y me fui a mi casa. La última parte de mi acto consistía en hacerle un regalo que antes tenía que soñar. Un día tuve una idea: el único regalo que podía compensar la ruptura provocada por el acto era agradecerle todo lo que me había dado. El sábado 9 de mayo, a medianoche, le escribí con sangre: «Te doy las gracias por todo lo que me has dado. Te quiero. Que Dios te bendiga». Después sellé la carta con la cera del cirio de Notre-Dame que había encendido antes de escribir. Aquel acto transformó mi vida; a partir de aquel momento, dejé de agobiar a mi esposa como había hecho hasta entonces a causa de una exigencia afectiva que venía de mi infancia.

Ahora me gustaría mostrar otra carta que trata de un problema de identificación con la madre. La escribe una pintora, víctima de fuertes crisis de asma. Aquí me serví del elemento onírico que utiliza la artista en su propia pintura. Además, esta carta también es interesante porque presenta el caso de una persona que ya había recurrido a la psicomagia y se había sentido aparentemente curada hasta sufrir una recaída, que requirió un nuevo acto. A veces un acto puede hacer desaparecer una dificultad sin extirparla de raíz, y entonces es conveniente prescribir un nuevo acto:

…Le pregunté por qué, después de visitar un osario de apestados en Nápoles, sufrí una fuerte crisis de asma, al cabo de un año de no haber tenido recaídas. También le pregunté por qué, desde el día de la inauguración de mi exposición sobre los «ángeles», que tuvo lugar casualmente el 8 de junio, víspera del vigésimo aniversario de la muerte de mi madre, había vuelto a tener crisis de asma frecuentes y había vuelto a tomar diariamente medicamentos que había creído no necesitar más. Y es que, después de enterrar, por consejo suyo, todos los medicamentos bajo la tumba de mi madre, hacía exactamente un año, me consideraba definitivamente sanada. En verdad, no había tenido ni una sola crisis, hasta aquel día en Nápoles. Me contestó que probablemente no me autorizaba a mí misma a tener éxito en la profesión que amaba porque mi madre había muerto después de una larga enfermedad sin haber podido alcanzar su plenitud. Me aconsejó entonces que pintara un esqueleto y que encima dibujara un ángel, cuya túnica opaca tapara los huesos. Me proponía que, en cierto modo, sublimara en el ángel mi pena por mi madre. La idea me agradó. Seguí su consejo y, a pesar de mi actual incapacidad para pintar, hice un esfuerzo y fui a mi estudio para hacer el dibujo. Pinté el esqueleto, pero como no me gustaba dibujé otro encima y luego hice el ángel blanco. Días después tuve una fuerte crisis de asma con bronquitis que me costó mucho vencer. Estaba desesperada y tan fatigada que tuve que ir a descansar a la montaña. Me sentía confusa y dudaba de todo y de todos. ¿Por qué la psicomagia había fracasado esta vez, llegando incluso a provocar un resultado inverso al que esperaba? Misterio… Me sentía desconcertada hasta que reflexioné y recordé que, antes de dibujar el ángel, había hecho dos esqueletos, ¡dos esqueletos para un solo ángel! Comprendí que, inconscientemente, me sentía aún fuertemente atrapada por la pena, aquella pena que me hacía enfermar. A mi regreso, repetí la psicomagia. Esta vez dibujé un esqueleto y, después, un ángel. Al día siguiente, reduje las dosis de medicamentos a la mitad. Al otro día, los suprimí del todo. ¡Estaba curada!

Los actos de los que dan testimonio estas cartas ponen de manifiesto diferentes facetas de la psicomagia. ¿Podría seleccionar una última carta en la que, gracias a su asombrosa disciplina, haya neutralizado un mecanismo psicológico común? Pienso, por ejemplo, en el miedo. Es un hecho reconocido que, en muchos casos, el miedo enmascara un deseo reprimido. ¿Tiene en su archivo algún «caso» que revele y resuelva esta dinámica en sí muy banal?

Tengo muchas cartas de este tipo, pero elijo ésta porque es la prototípica:

Una noche de mayo, regresando de una de sus conferencias, en el portal de mi casa me atacó un hombre enmascarado que quería violarme. No lo consiguió, pero pasé mucho miedo y seguramente trasladé mi espanto al lado derecho del cuerpo, que a la mañana siguiente estaba como paralizado. Aquello me provocó una gran aversión hacia los hombres, no soportaba su contacto y, a veces, no podía ni estar sentada a su lado. El miedo se apoderó de mí y, si volvía tarde a casa, subía los seis pisos corriendo. Yo, que nunca antes cerraba la puerta con llave, me aislé del mundo exterior parapetándome detras de tres cerrojos. Pero el miedo no se quedaba al otro lado de la puerta, sino que me acompañaba siempre… Usted me prescribió un acto: «Ve a Pigalle y compórtate como una puta. Da una excusa para no irte con los hombres que se acerquen». Una coraza de plomo no me hubiera parecido más pesada… Elegí un 17 de julio porque el número 17 corresponde a la Estrella en el tarot y a Acuario, mi signo, con lo que me ponía bajo su protección.

No conocía bien aquel barrio, de modo que fui primero a reconocer el terreno. Por supuesto, me resultaba muy difícil interpretar ese papel, completamente nuevo para mí. El 17 por la noche, a las 9, vestida con minifalda, una blusa muy ceñida, zapatos de tacón y medias de malla, y muy maquillada me encaminé a Pigalle. Deseaba no encontrarme con ningún vecino por el camino.

En un andén del metro, un hombre se acercó para preguntarme, primero, si tenía fuego, después, la hora y, por último, por una estación del metro. Yo me sentía dentro de la piel del personaje y observaba lo que pasaba en mí. En Pigalle me esperaba un amigo y su presencia me tranquilizó.