A las 13:12 empezaba para mí una hermosa revolución, la forma de terminar con aquella parte de mí misma para ir hacia una transformación total. Empecé degustando la primera cuarta parte. Lo que sentí entonces nunca lo olvidaré. Ahora, mientras escribo estas líneas, experimento la misma emoción. Iba comiendo aquella cuarta parte, despacio, a pequeños bocados.

Estaba conmovida, tenía ganas de llorar, pero de alegría. Esta vez comprendía que hacía un bien y, quizá por primera vez, me autorizaba a vivir. Era la vida lo que estaba saboreando, lo que entraba por mí, se deslizaba dentro de mí. Sentía realmente que antes me había prohibido algo muy importante. La vida, sin duda… Allí comprendí que la puerta de Dios siempre había estado abierta para mí y que era yo quien la había cerrado. Me sentía en plena comunión con Dios. Fue una emoción intensa. Después de degustar la primera cuarta parte, miré el reloj: habían transcurrido cuatro minutos. El tiempo pasaba rápidamente, luego tuve que apurarme un poco. La emoción seguía siendo fuerte. Después de experimentar cierto dolor, seguía comiendo mi naranja con verdadero placer. Creo que hasta entonces no había descubierto el sabor de una naranja. Fue una revelación. En realidad, fue como si comiera por primera vez. Me hubiera gustado que el tiempo pasara más lento, para saborearla aún más. Pero el acto es el acto y, a las 13:24, terminé mi naranja. Entonces volví a entrar en la iglesia y me quedé unos minutos, sin pensar en nada. En mí se había hecho el vacío, pero era un vacío agradable, indispensable, desde luego, para que se asentara una fuerza nueva. Después me fui con mi marido, que me esperaba en un banco, muy cerca, porque necesitaba su compañía aquel día.

Y me doy cuenta de que, al pedirme que le escriba, sigue ayudándome. ¿Cómo lo diría? Cuando me comía la naranja, experimenté una sensación de aceptación de la vida en mí. Quizás correspondía al momento en que fui concebida, porque al escribirle -he redactado la carta varias veces-, he tenido la sensación de parirme a mí misma. Tengo el deseo de sanarme de mi pasado y debo decirle que, por el momento, es mi hija, que tiene 12 años, quien me ayuda a avanzar en esa dirección. Ella es lo que más quiero, y deseo que sea feliz, pero sé que no podrá encontrar la felicidad si no le ofrezco una buena imagen de alguien que desea vivir.

Es una carta conmovedora en muchos sentidos, sobre todo como testimonio de la fe de esa mujer en la psicomagia. El inconveniente que presenta la «dificultad de vivir» es que se trata de un mal muy difuso. Después de la lectura de esta larga misiva, me alegro de que esta persona pudiera sentirse renacer, pero me gustaría que encontrara una carta más breve donde se expusiera la resolución gracias a la psicomagia de una dificultad más concreta, más fácil de precisar.

Leeré la carta de Armelle, hija de una francesa y de un vietnamita. Muy acomplejada entre los franceses, vivía mal su feminidad porque no aceptaba sus rasgos orientales. Su padre, muy marcado por la guerra, rechazaba su país de origen. Aconsejé a esta joven que fuera a ese país en busca de sus raíces. Previamente, en Navidad, tenía que comerse un mango, guardar el hueso y hacerlo germinar en un vaso de agua para después plantarlo en un tiesto treinta y tres días. A continuación, tenía que llevarlo a Vietnam y plantarlo en un jardín de la familia paterna. Lo siguiente es lo que me escribió una vez realizado el acto:

Salí hacia Vietnam el 5 de agosto de 1986. El vuelo fue muy tranquilo, pero apenas empezamos a sobrevolar Vietnam entramos en una zona de turbulencias que sacudía el avión. Entonces me sentí enferma y mientras estábamos sobre Vietnam no hice más que vomitar en el baño. Tenía la sensación de que una parte de mí rechazaba ese país (quizá a causa de la aversión de mi padre hacia su propia raza).

Cuando aterrizamos, me parecía reconocer a mi padre en todos los niños con los que me cruzaba (mi padre salió de Vietnam a los 14 años). Luego, curiosamente, me sentí angustiada de tener la regla, experimentaba la misma sensación que en mis primeras menstruaciones. Creo que entonces restablecí el contacto con mi feminidad. También tuve ocasión de observar la feminidad de las vietnamitas, su naturalidad, su fragilidad, su encanto.

Me sorprendió que no me tomaran por vietnamita, y entonces, por primera vez, advertí con claridad mis raíces francesas.

El 13 de agosto llegué a la ciudad natal de mi padre. Estaba muy emocionada y lloré durante casi toda la noche, sintiendo una inmensa soledad y una fuerte indignación contra mi padre. Al día siguiente fui a ver la casa de mi bisabuela; fue maravilloso, porque hacía años, un 14 de agosto, había muerto mi tatarabuela y ahora toda la familia se había reunido allí para celebrar el culto a los antepasados. Quemamos incienso delante de los altares de todos los antepasados. Sentí una viva emoción ante la tumba de mi bisabuela, a la que por cierto no conocí. Después planté el mango en un jardín, con ayuda de toda la familia.

Fue un momento extraordinario: cavar la tierra amarilla de Vietnam para plantar aquel arbolito que tenía las raíces impregnadas de tierra negra de Francia… El contraste entre las dos tierras era un símbolo maravilloso. Además, qué coincidencia, el jardín estaba lleno de mangos.

Aquel viaje fue muy importante. Me permitió reconocer mi feminidad, analizar y valorar la herencia de esta cultura, descubrir que había fundado mi complejo racial en una quimera. Gracias.

¿Por qué tenía Armelle que comerse el mango en Navidad y luego enterrar el hueso precisamente 33 días después?

Aquella muchacha no sólo tenía un complejo a causa de su doble origen, sino que además se encontraba entre dos religiones. Por lo tanto, yo debía convencer a su inconsciente de que aceptara como un don sus dos culturas, uniéndolas en ella. Cristo nació en Navidad y murió a los 33 años para después resucitar. Y es este ciclo lo que transportó Armelle a Vietnam en forma de planta.

¿Ha tenido ocasión de «curar» otros complejos raciales?

Sí, por supuesto. Un día me visitó un hombre que era hijo de padre africano y madre francesa, y casi inmediatamente después recibí a una mujer que estaba en la misma situación. No se conocían, vinieron a consultarme cada cual por su lado. Ambos sentían una gran amargura a causa de su doble origen. Decidí unirlos en un acto psicomágico que realizarían juntos. Me dije que a través de aquel acto simultáneo, realizado por dos personas de distinto sexo, se encararían el hombre y la mujer interiores, animus y anima. No tenían la piel ni muy clara ni muy oscura. Les pedí que se maquillaran uno de negro y el otro de blanco; que fueran en automóvil al Arco del Triunfo y bajaran a pie por los Campos Elíseos; que regresaran al punto de partida; que volvieran al lugar en el que se habían maquillado e intercambiaran los papeles; que el negro se convirtiera en blanco y viceversa; y que finalmente hicieran el mismo recorrido. Leeré la carta del muchacho, que se llamaba Sylvain:

Sábado por la mañana: ante mis ojos hay dos tubos de maquillaje. Uno tiene la inscripción «carne», el otro, «negro». El cuarto de baño es pequeño y la muchacha que está a mi derecha me incomoda. Le falta energía, flexibilidad, da la impresión de que va a ponerse a llorar. Ha elegido maquillarse primero de mujer blanca. Por lo tanto, yo me maquillo de negro. Tengo retortijones, hasta que me digo: «No pasa nada, esto no es nada. Será divertido». En realidad, de divertido no tiene nada. Me acuerdo de lo que me ha impulsado a aceptar bajar por los Campos Elíseos disfrazado de negro y, después, de blanco. Me acuerdo de quince o veinte años de vida acomplejada por mi sensación de inferioridad racial, mi confusión, mi aversión a mí mismo, mi insatisfacción. Pienso en Laurence gritando de repugnancia en un pasillo del colegio, hará veinte años por lo menos, al saber que yo estaba enamorado de ella. Miro mi imagen en un espejo y me digo, finalmente, que me gusta la idea. El automóvil nos deja en la parte alta de los Campos. Llevo peluca y gorra de rasta. Mi acompañante es blanca y viste de negro. Avanzamos, al comienzo rápidamente, como con ganas de echarnos a correr, pero enseguida aflojamos el paso. Yo llamo la atención. Nadie parece fijarse en la mujer que va a mi lado. Muchos me miran sonriendo y me siento muy pequeño, encogido dentro de mí. Oigo comentar a la gente: «Hey, rasta man!». Sonrío. No siento el cuerpo, no siento el suelo que piso. Tengo la impresión de soñar, estoy incómodo. Me dan ganas de arrancarme la peluca y borrar el color de mi piel, de gritar: «¡Este no soy yo!». Entramos en una galería, hay poca luz y me calmo un poco. Cuando salimos, me siento mejor. El resto del recorrido me parece más fácil y compruebo una cosa: cualquiera que sea la imagen que la gente tenga de mí, no es más que una imagen. Nadie puede verme tal como soy si yo no decido mostrarme. E incluso así, ¿quién sería capaz de verme realmente? Llegamos al final de nuestro primer recorrido. Al regresar al coche, pienso nuevamente en esta idea de la imagen y me digo que sería interesante jugar un poco con la mía. Ya estamos otra vez en el cuarto de baño. Me froto la cara y el color negro se va, se escurre por el lavavo. Recuerdo que, durante toda mi infancia, me hubiera gustado ver escurrirse así el color de mi piel.

Ahora me toca hacer de blanco. El maquillaje me parece más difícil. Me cuesta trabajo imitar el aspecto de la piel blanca. Tengo una apariencia vulgar. La imagen que me he dado esta vez es la de una especie de fan de heavy metal con gorra rock. El maquillarme de blanco me hace sentir que cometo un sacrilegio. Es interesante, porque antes no sentí eso. Bajamos otra vez por los Campos, ahora nadie parece fijarse en mí, pero muchos miran a la muchacha que va a mi lado. Es muy negra y viste de blanco. Durante todo el recorrido me pregunto si la gente se sentiría tan incómoda como me siento yo en este momento, si supieran lo que estoy haciendo…

Sin embargo, a fin de cuentas, todo es muy impersonal. Nadie ve nada. La gente es indiferente, cada cual va a lo suyo. Una vuelta por Virgin Megastore y fin del viaje. Me siento muy liviano. Siento unas ganas locas de gastarme un dineral en ropa nueva. Es como si concluyera un sueño.

Muy interesante, pero la carta no menciona los efectos posteriores del acto.

Tanto Sylvain como Nathalie, la muchacha, tuvieron reacciones muy positivas. Algún tiempo después los dos encontraron pareja: Sylvain, una mujer blanca, y Nathalie, un hombre de color. Que yo sepa, las dos parejas funcionan bien.