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Pero no te estoy viendo a ti, ni estoy hablando por teléfono. Tengo un álbum de fotos de mi mamá. ¿Creerás que mandó pintar de colores sus fotos de niñita para ya desde entonces verse güera? Mi papá no. Él nada más no tiene ni una foto. Un día dejó a su distinguida tribu en Zacatecas y supongo que entonces estrenó identidad. O no sé si después. ¿Sabes que en todo el álbum no hay una sola foto en la que aparezcamos con el pelo oscuro? Qué enfermitos, ¿verdad?

Y un día resultó que la enferma era yo. Ya no voy a contarte más de las otras ondas porque luego te enojas. Solamente una cosa, que si no te la digo vas a acabar creyendo que de verdad soy puta. O sea de la calle, ¿ajá? Putaputa, me entiendes. ¿Sabes qué era lo que más me gustaba, o bueno, lo que más me había podido del escenón en la mesita del desayunador? Imagínatela: una güerita linda de casi catorce años, ya con bultos brotándole arriba y abajo y esos vellitos negros horrorosos que llevaban un rato saliéndome de entre las piernas, así como diciendo: No eres niña, ni rubia, eres más bien pendeja. O sea que esos pelitos sabían mis secretos. Yo podía pasarme la mañana jugando con muñecas como niña babosa, pero nadie había visto que a las muñecas rubias les había pegado pedacitos de peluche negro. Tanto que hasta dejé sin orejas a los changuitos de mis hermanos. Porque claro, en mi casa ni las muñecas eran prietas. Entonces cuando estaba encima de la mesa, rubiecita y desnuda, con los pelitos negros delatándome, pensaba: Si este niño es chismoso, media colonia va a enterarse de que no soy rubia, ni tampoco niña. ¿Tú qué crees: tenía yo vocación de puta o de publicista? Como tú me decías: no son dos, sino una sola vocación, sólo que en diferentes ramas. Pero no era eso de lo que estaba hablando. Más bien quería contarte que el día de la mesa yo no pensaba para nada en sexo. Bueno, tenía que pensar un poco porque estaba desnuda frente a un hombre y no tenía no sé, la costumbre, pero lo que pensaba de verdad, con todas mis ganas, o sea con toda mi alma, era en hacerle la jugada a mis papás y mis hermanos. Mi familia de rubios que nunca serían rubios y que se hubieran muerto de enterarse que todos los vecinos ya se habían enterado. Corno si no fuera obvio, carajo. Todavía mi mamá se depilaba muchísimo las cejas, pero lo que es mi padre no tenía madre. Y si la tenía, sería con unas cejas igual de negras y de enormes que las de él. Pero eso sí: el copete rubio encima, como queriendo taparlas y más bien señalándolas. Miren, soy un farsante. Porque además de rubio se sentía muchachón. Con decirte que un día llegó a la casa con el pelo enchinado. Cada que lo veía hablando con su inglés de academia de Tlalnepantla, me imaginaba a un lanchero con el pelo oxigenado y la gringota junto. Y claro, ésa era mi mamá. ¿Ya te conté que entre ellos hablan en inglés? De niña los oía y opinaba: Guau. Nunca me dio mucha curiosidad saber lo que decían, yo no quería entender sino poder decir, ¿me entiendes? Sólo que luego ya no quise hablar inglés para ser igual que ellos. Más bien quería hablar inglés para escaparme de ellos. Hablar inglés, tener el pelo negro, no vivir en mi casa. Creo que esas tres cosas eran las importantes cuando llegó Iggy Pop.

Mis papás tenían una de esas consolas de tapa transparente. Se las habían regalado cuando se casaron y ellos la usaban para oír una música horrorosa. Aunque había canciones que me gustaban, pero como eran suyas yo nunca las ponía. Ponía el radio, y luego en mi recámara ya inventaba los bailes. Cada vez que me acuerdo de la escena del niño mirándome desnuda me pregunto por qué no me puse a bailar. Ya sé que estaba tiesa y muriéndome de miedo y de vergüenza, pero digo: si me había subido en esa mesa sólo para dar show, ya lo más fácil era ponerme a bailar. Aunque si he de decirte la verdad, nunca antes de Iggy Pop sentí así, verdaderas ganas de bailar. O sea de bailar sin que nadie me viera, completamente sola, corriendo por mi casa, igual que las señoras cursis de las películas donde todo el tiempo cantan. Y nada de eso habría sucedido si antes yo no me hubiera interesado en el inglés.

Nunca puse interés en mis clases de secretaria, aunque ahí si me daban un poco más de inglés. Pero no era el inglés que me gustaba. Todo lo que enseñaban, según yo, sólo me iba a servir para encuerármele al vicio que iba a ser mi jefe, ¿ajá? 0 sea que el inglés que me gustaba me empezó a gustar con el disco de 199 y Pop. Tenía pocas amigas, o creo más bien que no tenía amigas. Total que me iba al súper a comprar revistas en inglés, que igual yo ni leía pero me divertía el chiste de tener que esconderlas, porque se suponía que yo era la más pobre de la casa. ¿Y de dónde salían las revistas? 0 sea que te digo, tenía que esconderlas. Como todo en mi vida, siempre y en todas partes. Ahora mismo me estoy escondiendo para grabar las cintas que tú vas a esconderte para poder oír.

Traducía las letras de las canciones en mis cuadernos, hasta que un día una me dejó pasmada. Decía: I need some lovin’, like a fastball needs control. Perdona que pronuncie así de feo pero ya ves que esto de pronunciar bonito no siempre se me da. My God, soy una naca. La canción se llamaba Isolation y yo pensaba que era insolación. No entendía muy bien cómo un tipo que se estaba insolando podía darse el lujo de pedir amor. Bueno, si lo entendía, pero a mi modo. Pensaba: Imagínate lo sacado de onda que estaría el pobre güey, si hasta a medio desierto sigue chíngando con que nadie lo quiere. Pero lo que más me gustaba era lo otro:

“Like a faseball needs control”. Yo era una bola rápida, por eso ni siquiera yo podía controlarme. Por eso me di cuenta de que ese disco era mío. No mío, sino El Mío. Lo grabé en varias cintas, tenía que tenerlo cerca para escucharlo el día entero. No se me olvida el titulo: Blah-blah-blah.

Desde que yo me acuerdo todo era idéntico. Íbamos a la iglesia, salíamos de visita, nos llevaban al parque. Y yo no me enteraba más que de lo básico. Si papi, no papi, de chocolate, con queso, sin chile, con permiso, me da igual. Todo me daba igual porque era como si todo lo que pasaba alrededor de mí fuera parte de un tiempo no sé, ajeno. Luego empezaban a tomarse fotos, sobre todo cuando mi hermano más chico ya era rubio, y entonces yo sentía que todo eso pasaba a espaldas de no sé, mis pensamientos.

O de lo que yo era, pues. Nunca me perdonaron que en todas, todas, todas las fotos saliera con mi cara de aburrida, o haciendo muecas de asco, casi siempre mirando para cualquier lado, menos hacia la cámara. Un día me obligaron a mirar de frente, y a mi me dio tanto coraje que puse cara de odio. Me acuerdo que pensaba: Los voy a matar. Digo, tenía nueve años, no iba a matar a nadie, pero quería pensarlo para que luego se notara en la fotografía. Y mi papá diciéndome: Sonríe, y yo le sonreía, pero siempre pensando: Los voy a matar. Cómo sería la cosa que rompieron la foto. Pero siguieron insistiendo en fotografiarme. Yo para ellos era La Güerita, ya me entiendes. La Nena de la Casa. La Ricitos de Oro. ¿Te imaginas el chasco: La Chica del Pastel?

El día de la mesita del desayunador me di cuenta de lo poco que los necesitaba. Llevaban no sé cuántas semanas quitándome el dinero, el agua caliente, los paseos y hasta mis ratos libres, porque cuando no estaba estudiando me tenían de su esclava. Entonces yo pensé: No soporto esta vida. Digo, tenía que haber algo mejor que joderme el día entero sin ir más que a la escuela ni tener un centavo ni poderme bañar con agua de jodida tibiecita. ¿Tú crees que no podía, yo solita, darme una vida menos espantosa? Pensaba: Me voy a ir a New York. Recortaba periódicos, pegaba en mis cuadernos fotos de rascacielos, tenía hasta un mapita con las líneas del subway. Me imaginaba recorriendo tiendas, con el pelo negrísimo, ya mero azul, cantando: I need some lovin, líke a fastball needs control. Me reía de imaginarme a mi papá sirviéndome un hot dog y robándose el cambio de mis diez dólares.

Cada vez que hacía cuentas decía: Me faltan equis meses y tantos días, y hasta sonaba bien, como que no era tanto. Pero luego pensaba: Voy a tener dieciocho cuando acabe el martirio. ¿O sea que les iba a dar el chance de enanearme a su gusto hasta mi puta mayoría de edad? Porque ya a los dieciocho te sales por la puerta, no tienes que escaparte. El chiste era quitarles el gustito de tener cenicienta en casa por cuatro años. Pero según yo, antes tenía que arreglármelas con el inglés. O sea hablar, porque igual más o menos entendía. Si hablaba bien inglés, podía irme a hacer trampas a Manhattan. Así decía: Manhattan, la muy ñoña.

O sea que lo cursi se pegaba, ¿ajá? Tenía que largarme en chinga loca, y a lo mejor por eso me propuse un plan de locos: me iba a escapar el día que cumpliera quince años. ¿Te imaginas? ¡Y dejarlos plantados con la fiesta! Era para reírme de mis papás casi tanto como mis compañeras de la secundaria ejecutiva se burlaron de mi cuando reprobé todititas las materias. Con tanta puntería que mis papas apenas alcanzaron a cancelar la fiesta. Y toma: adiós escape.

Estoy segura de que mis compañeras me odiaban por güerita. 0 más bien por güerita renegada, porque yo me pasaba el día diciendo: No soy rubia. Y ellas, que se morían por que las confundieran con gimnastas noruegas, imagínate el odio que sentían cada vez que hacia burla de sus sueños de cíertopelo. Y como yo ya las había invitado a todas (quería muchos testigos para mi fuga), la semana siguiente media escuela sabía que la niña que había reprobado todas las materias ya no iba a tener fiesta. Y yo decía: Ni fuga, carajo. Sin poder embarrarles a esas pinches coatlicues en sus pinches carotas que yo no iba a ser una pinche esclava como ellas. Qué pinche ingenua, ¿verdad? Total que me quedé unos meses más, pero no te he contado del dinero. ¿Quieres que te platique cómo me hice niña rica?