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Vengan esos mil

Ser puta es como bailar: cuestión de agarrar el ritmo. Las monjas de la escuela nos decían: Los malos pensamientos galopan cabalgados por demonios. Pero ser puta no es un mal pensamiento. Es más: no es ni siquiera un pensamiento. En la academia de hawaiano la maestra me pedía que pensara con la pelvis, y mejor ni te digo lo que se le ocurría. Aunque hay lugares donde casi te juraría que nunca he tenido una idea. No sé, los nudillos. Los hombros, que ya de por si son bastante idiotas. ¿En qué piensas, idiota? Pendejo. Muy escritor y muy creativo, pero a la hora de la hora también piensas con el pito. ¿Tú crees que si mi vagina no fuera una estúpida, incapaz de pensar nada, podría soportar las babas de quien sea?

Esto es ser una puta. ¿Ya me entiendes? Pude aventarte ofensas más directas, pero quise embarrarte en la carota las babas de quien fuera, porque eso es lo que más puede joderte. Ya sé que es muy injusto. Ser junkie de tus celos, alimentarme de ellos hasta cuando no estoy, eso sí que es ser puta, ¿ajá? ¿Quién te dice que yo no hago todo esto por órdenes estrictas de Miss Pelvis? Mira, yo creo que el arte de la puta, o las artes, o lo que tú quieras, está un poco en la cama y un mucho en otra parte. ¿Cómo ves en el centro del pastel?

Mis tíos, cuando hablaban de putas, decían: Las tramposas. Entonces yo de niña siempre que hacia trampas pensaba: ¡Dios mío, qué puta soy!, y me iba a confesar. Claro que al padre no le decía: Me acuso de ser puta, porque además Puta era una grosería. Pero sí me acusaba de ser tramposa. Y lloraba muchísimo, porque me imaginaba al sacerdote pensando: Tan chiquita y tan putita.

No te imaginas todo lo que cambié por eso. Luego de confesarme cada mes por años, ya supondrás que un día no lloré, y al final tanto el padre como yo nos acostumbramos a los mismos pecados y a la misma penitencia. Tres Padres Nuestros y una buena obra. Según yo, a los doce años era una puta perdonada. Entonces a los trece pensé: Guau. Todos los niños de mi calle hablaban de las putas, y los más grandes hasta ahorraban para irse de putas. Me sentaba solita a la orilla del jardín y los oía hablar, siempre de cochinadas, y más de putas. Y otra vez guau, porque con las pinturas de mi mamá -de algo tenía que servir, la vaca- me transformaba en una puta de verdad. Y luego me escapaba, así pintada, a algún lugar bien lejos, donde no me podía encontrar a nadie. Pensaba: En cuanto vea putas me paro junto a ellas y luego a ver qué pasa. Qué me iba a imaginar entonces que ser puta no era pintarse, ni pararse, ni acostarse. Ser puta es calentarte con cada «a ver qué pasa».

O quién sabe, no sé. Una había de la vida que le toca. Y a mí me tocó ser La Chica del Pastel. Era lo que mejor pagaban, y creo que hasta me llegó a gustar. No te voy a decir que lo habría hecho de gratis, aunque casi. Porque cuando tenían para el numerito del pastel, de seguro también les alcanzaba para champañita y buena casa y buenos coches y grandes invitados y en fin, valía la pena. Había noches que me hacía la gringa. Ahora pienso que igual era patético, porque debió haber varios que no se la tragaron. I dont care, cutsíe. Oh, my goodness! ¿Tú dirías que tengo buen inglés?

Las monjas no sabían ni decir yes. Claro, por eso eran monjas. Pero ¿tú crees que mis papás iban a permitir que yo no hablara inglés? Ahora no me perdonan que sea como soy, pero entonces hacían esfuerzos pendejísimos para que nuestros aborígenes vecinos se tragaran el cuento de que éramos gringuitos. Tú dirás que no me perdonan haber sido una chica de pastel, pero deja y te digo lo que nomás no pueden perdonarme. Nunca me viste rubia, ¿ajá? Pues ahí donde me ves, o no me ves, yo fui rubia desde muy chiquita. Todos los domingos, antes del desayuno, tanto mis papás como nosotros teníamos que pasar lista en el lavabo. ¿Creerás que hasta cuando teníamos catarro y calentura nos teñían el pelo con agua fría? Mi papá decía que con el agua tibia se jodía el cuero cabelludo, pero yo y mis hermanos ya sabíamos que lo que no quería era gastar en calentarla. Los viernes en la tarde, cuando mis papás se iban a cenar con mis abuelos, mis hermanos jugaban a La hora del tinte, y yo me dedicaba a mojarles y secarles el pelo, siempre con el agua bien caliente. Y mi papá ni en cuenta, creyendo que en su casa se ahorraba minuciosamente. Así decía él: Hay que ser minuciosos en el ahorro. Un día me peleé con mis hermanos y los acusé. Pero como yo era la que abría la llave del agua caliente, ya sabrás que acabé pagando el pato entero. Y mal, ¿me entiendes?, porque al mes siguiente hicieron las cuentas del gas y de la luz y según esto vieron que por mi culpa estaban pagando más del doble. ¿Sabes entonces qué hizo mi papá? Primero, tras joder las llaves del agua caliente en mi baño; luego, sacarme de la escuela de monjas y meterme a la secundaria con secretariado. Si no cuándo le iba a pagar por todo.

Tú, que eres de mi equipo, sabes que lo tramposo no se quita nunca. Comencé por pensar: Soy una idiota, Tenía trece años y no se me había ocurrido una buena fórmula para esquilmar a mi familia con provecho. Porque ya lo del tinte no me divertía. Además, de pendeja iba a confiar otra vez en mis hermanos. Y el chiste era sacar un beneficio. Algo que equivaliera por lo menos al doble del dinero que mi papá me estaba cobrando.

De entrada, la colegiatura de la escuela secretarial tenía que pagarla a sirvientazo limpio. Me hacían lavar platos, tender camas, trapear cocina y patio, sacudir toda la casa y hasta lavar el coche de mi papá. Según ellos, ya les debía muchas antes de lo del agua, así que para cuando me recibiera de secretaria ya íbamos a quedar a mano. O sea que querían criada por cuatro años. Casi podría decirte que me empecé a pintar y a vestir como puta para sentir que era algo diferente a una criada. Y digo, tenía edad suficiente para comprender que putear era algo más que ser tramposa. Pero nomás un poco, porque como te digo: de lo que se trataba era de hacerles una súper putada a mis papás.

El jardinero era viejo, pero el hijo no tenía ni doce años. Cuando acababan de cortar el pasto, mí mamá les pagaba mil pesos, y un día yo pensé: Quiero ese milagrín, o sea ese billete, y ningún otro. Como un trofeo, ¿ajá? Lo más fácil habría sido robárselo directamente a mi mamá, pero después del chiste del agua caliente igual de fácil era echarme a mí la bronca por todo lo torcido que pasara en la casa. Mí mamá ni me hablaba. Bueno, decía: Barre aquí o Trapea allá o No está bien limpia esa estufa, pero no me llamaba por mi nombre. No me decía Rosalba, mucho menos Violetta.

Nunca me dijo cómo se llamaba, ni yo le pregunté. Siempre fue nada más el hijo del jardinero. Ni siquiera me daba los buenos días, pero bien que se encaramaba en el árbol para espiarme. Y yo me hacia la loca, como que me iba desvistiendo frente a la ventana. No me quitaba nada, pero me levantaba la falda de la escuela casi hasta la cintura. Después me daba por meterme a bañar. Él no podía verme, of course, pero esperaba a que saliera envuelta en una toalla, empapada, cagada de frío. Yo creo que no me imaginaba bañándome con agua helada. Tampoco mi papá podía imaginarse que yo de pronto le encontrara el gusto al chingado tormento.

Caminaba desnuda por el baño, me metía corriendo debajo del chorro y me ponía a saltar. A veces sólo me mojaba la cabeza, pero igual me temblaban las rodillas. Pensaba: Estoy desnuda y totalmente indefensa, pensaba cantidad de cosas de lo más calentonas, y sentía unas cosquillas en los huesos que de seguro los hacían temblar, porque ya frío-frío no tenía. O sea que al final el agua helada servía para calentarme. Aunque tampoco era así. Igual el agua caliente sí habría tenido sus encantos, carajo. Pero de cualquier forma lo importante era poder estar ahí, desnuda, muriéndome de ganas de que me viera, y al mismo tiempo planeando una estrategia para que un día se me cayera de repente la toalla, y ensayando la sorpresa y la pena y la calentura enfrente del espejo. Hasta que ya pensé: Si así estoy yo ¿cómo estará él?

Me dije: Esto es curiosidad científica. Hazte cuenta que el resultado de mi investigación me iba a decir si el hijo del jardinero estaba dispuesto a cualquier cosa por mirarme desnuda. Por eso fue que tuve que cambiar de estrategia. Así decía: estrategia. Al principio, el ensayo en el espejo era para enseñar lo más que pudiera. La toalla que se cae, yo que me tiro al piso, el escuincle metiche que pela los ojos… Lo importante ya no era que me viera, sino yo verlo a él. Y a mi me convenía que no viera nada, o casi.

Ensayé varias noches en mi cuarto. Llegué a la conclusión científica de que tenía que agacharme y tirarme encima de la toalla, a un lado de la cama. Desde ahí podía ver la ventana y el árbol, en el espejo de la puerta del clóset. ¿Me entendiste ya cómo? Yo tirada, encuerada, a un ladito de la cama. Y él sin poderme ver, tratando de asomarse. Bueno, eso ya lo supe cuando lo hice. El caso es que fue así como logré enterarme que el hijo del jardinero era capaz de cualquier cosa por mirarme sin ropa. ¿Te conté cómo supe? Creo que si. El escuincle pendejo se cayó del árbol. Y yo ni me enteré, seguí tendida en cueros como diez minutos. Por más que me estiraba no podía ver al niño, ni a la rama. Ya luego oí los gritos de mi mamá. ¿Ves que yo de chiquita me sentía una putilla? Pues digamos que con el accidente del árbol descubrí las ventajas de la profesión. El hijo del jardinero estaba afuera chille y chille con el brazo roto, y yo decía: Si ya se rompió un brazo, ¿qué más le da robarle el sueldo a su papá? Mil pinches pesos. Y hasta me daba vueltas, si quería. Pero tenía que ser el mismo billetito que le diera mi mamá. Es más, yo misma lo marqué después que mi mamá lo acomodó debajo de la licuadora: me metí a la cocina cuando no había nadie y le pinté una V con lápiz en la orilla. Y le dejé bien claro que si no eran exactamente esos mil, no había trato. Y si no había trato, yo iba a explicarle a mi mamá por qué se había roto el brazo. Y hasta le dije: A ver,¿a quién van a creerle?

Entonces yo decía, ya con mayor razón: Soy una puta. Acuérdate que según yo lo puta me salía al hacer trampas, no al quitarme la ropa. Y el chiste era que al niño no le había dejado otra salida. Además, yo sabía por mi mamá que en su casa el jardinero le ponía al escuinde unas pinches palizas espantosas. ¿Te imaginas la que le habría tocado si nomás por morboso le hacía perder la chamba a su papá? Cuando te lo conté, no con tantos detalles como ahora, quería sólo que me dijeras lo que me dijiste. O sea que no hubiera tenido ni que chantajearlo, que a su padre lo habría hasta matado con tal de verme un día encueradita. Pero ya no indefensa, como niñita estúpida que se muere de pena porque justo a la hora de perder la toalla se entera de que hay un extraño en el árbol que la está contemplando con la mano encajada en la bragueta. Si me iba a desnudar, la delante de el tenía que tener todo el control. Todo, ¿entiendes? Entonces me di cuenta que después del accidente yo podía jugar con algunas ventajillas. No solamente mi mirón se había fracturado por espiarme, que era un antecedente de lo más pinche incriminante; también tenía el brazo derecho enyesado.