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¿Qué es lo que te da pena, que tu madre sea una vieja? -lloró Mamita, el día que la llamaron del colegio.

Tú no eres mi mamá, me da pena ser hijo de una muerta -disparó Pig esa vez, y las siguientes, hasta que al fin Mamita consintió en contribuir a la patraña: lo inscribió en una nueva escuela y respaldó la historia de los padres viajeros-. Mamita tenía una ventaja sobre el resto del mundo: sabía perder, y lo hacía con entusiasmo. Por más que con alguna regularidad llorara por su causa, no podía evitar mirarlo como el más alto orgullo de su sangre. ¿Cómo entender que luego, años más tarde, nada de aquel orgullo, se esforzara más que por borrarse? ¿No había estudiado en los mejores colegios? ¿No estrenó una motocicleta a los trece años, y hasta un coche a los quince? ¿No viajaba cada verano al campamento de Wisconsin? Pig no podía suponer que si Mamita hablaba tanto del pasado era porque no había un futuro al cual mirar. No para ella, por lo menos; si los doctores no se equivocaban, el cáncer se la habría comido en un par de años. Cuando le dieron el diagnóstico que la llenó de angustia por el futuro incierto de su único nieto, Mamita estaba cerca de cumplir setenta años; Pig apenas rozaba los diecinueve. Los dos sabían, cada uno a su modo, que sus trenes corrían en direcciones opuestas, pero sólo Mamita debía de entender que, llegado el momento, se descarrilarían juntos.